miércoles, 5 de agosto de 2015

Como la vida misma

Título: Una rata siempre sabe cuándo está con una comadreja
Autor: David Aragonés Cuesta
Editorial: Bohodón Ediciones
Número de páginas: 305


Confieso que esta novela me ha devuelto las ganas de recuperar este blog, ya que me ha gustado lo bastante como para hacerme sentir que escribir en este rincón vuelve a merecer la pena. Y se trata de un hecho curioso que el texto me haya encantado, si tenemos en cuenta que el libro permaneció sobre mi mesa durante muchas semanas, quitándome espacio, estorbando, sin que le hiciera el menor caso. No sé si era por el título (ya de por sí, extraño) o por la portada, que, a priori, no me decía absolutamente nada. 

El caso es que hace unos días, se produjeron pequeños cambios en mi vida y, sin pensármelo demasiado, decidí empezar a leer de nuevo (tres meses sin tocar un libro, para mí es mucho tiempo). Creo que es de las pocas historias que he leído en toda mi existencia que ya me gustan desde la primera página, ya sea porque desde el principio, se intuye que se aproxima buen contenido, o por la magia que se percibe con las primeras palabras. 

Se cuenta la historia de Bea, una estudiante de periodismo (no puedo dejar de sentirme próxima a ella) que entra en contacto con su escritor favorito, Virgilio Peñalo, por una serie de circunstancias que no describiré aquí porque me propongo, con mayor empeño que nunca, no desvelar detalles que puedan destripar la novela en lo más mínimo. Digamos que narra cómo dos personas, radicalmente opuestas, que pertenecen a mundos muy distintos (aunque cercanos en ciertos momentos), se encuentran en el curso de la vida, ambos atrapados en sus propios miedos y temerosos de mostrar sus sentimientos. 

Si a alguno de los que lee estas líneas se le ha pasado por la cabeza pensar que es una novela de amor más, ya puede ir desechando tal idea. Nada que ver. Amor hay, eso se palpa desde el inicio, pero no es el típico relato sensiblero, capaz de llevar al hastío incluso a la lectora más fanática del género romántico. Nada de eso. Es un contenido brutal, maravilloso, cargado de detalles del día a día, de sensaciones que todos tenemos, de impresiones equivocadas, de falsas apariencias, de inseguridades. La novela es como un pingüino (no, no me he vuelto loca) que acoge bajo su panza al lector que se siente perdido, incomprendido, y le muestra un camino que le ayuda a no sentirse tan solo, al mismo tiempo que le traslada el mensaje de que hay más personas como él, que no es un bicho raro, dentro de un mundo en el que no está muy claro qué es ser normal y qué no. 

Destaco una frase del narrador, que escribo textualmente: "esto es la vida, un desfile de lágrimas del cual descojonarnos...". Se entiende que todo es relativo, que nada es tan grave como para que después de haber llorado un rato, no asome una sonrisa serena, amplia, que muestre que todo está bien, que nada es irreversible, salvo lo obvio. 

El final deja un reguero de desconcierto, difícil de asumir en un primer momento. Es un tira y afloja, una atracción emocional llena de vaivenes que, a veces, acercan y otras, alejan. En definitiva, es una lectura obligatoria. Pero de esas que te llenan. 



sábado, 31 de mayo de 2014

No soy yo (3)

Finalizo mi lectura del informe médico y levanto la vista hacia mi psiquiatra, con la última palabra impresa aún haciendo eco en el interior de mi mente: canibalismo. Se trata de un término que me resulta completamente lejano, imposible de concebir en una sociedad moderna y civilizada como la nuestra. Por unos segundos, incluso creo que Ortega me está gastando una broma de mal gusto, aunque deshecho deprisa esa idea; el asunto parece lo bastante grave como para tomárselo a risa. A pesar de mi estupefacción, me identifico en todos los síntomas descritos en ese papel, ya que es exactamente lo que he padecido desde hace semanas. 

Mientras intento asimilar toda la información, noto cómo regresa la taquicardia y se intensifican de nuevo los sudores y la presión en el pecho. No podría acertar con exactitud los minutos que transcurren desde que saco mi navaja multiusos del bolsillo de mi vaquero, hasta que decido clavársela en el cuello a Ortega y hacerle un corte violento y profundo, mientras él grita sorprendido y se lleva las manos a la garganta, con desesperación. Salgo corriendo de la consulta y finalmente, le abandono a su suerte, moribundo, tirado en el suelo. Todo sucede con la rapidez propia de los desequilibrados mentales, que se levantan un día de buen humor y de repente, su cerebro les empuja a cometer atrocidades sin ningún sentido. 


Camino hacia mi coche con una tranquilidad que da escalofríos. Estoy sobrecogido por mi propio comportamiento, me siento relajado, eufórico, dueño de un poder sobrenatural que acabo de asumir y que no quiero que desaparezca. Consigo reprimir mi impulso de matar a golpes a dos personas que se cruzan conmigo en el aparcamiento. Dos hombres jóvenes, diría que de mi edad, que charlan entre ellos, intercambian bromas y carcajadas. Me molesta su felicidad, me cabrea que la gente viva tan ajena a los problemas del resto, a las dificultades de las personas como yo, que tenemos mucho dinero, pero nos sentimos siempre insatisfechos con todo, vacíos. Me invade un odio visceral hacia la raza humana, un sentimiento tan negativo que me provoca náuseas. 

Ya en el coche, pienso dónde podría ir. Lo tengo: a casa de Eva. Me limpio la sangre de las manos con unas toallitas húmedas que ella misma me metió en la guantera, por si algún día las necesitaba. Qué forma tan curiosa de estrenarlas. Arranco y voy en busca de mis dos niñas. Sin duda, les extrañará que vuelva tan pronto de aquel viaje que me inventé, pero en este momento, me da todo igual. Acabemos ya con esta gran farsa que es vivir, con este sinsentido ridículo. 

Eva abre la puerta y en cuanto me ve, me sonríe. Es una mujer muy alegre, se ilusiona mucho por cualquier cosa; pobrecita, qué engañada está. Le cuento una historia sobre mi avión, que se ha retrasado, y que eso me permite quedarme unas horas más con Isabel y con ella, las dos mujeres más importantes de mi vida (mi madre también lo fue en su día, antes de que se me cruzaran los cables y decidiera ahogarla dentro de su propia bañera; estaba ya muy mayor). En cuanto mi hija me ve, viene corriendo a abrazarme. La estrecho entre mis brazos y cierro los ojos, mientras aspiro su aroma a vainilla y ese champú que envuelve su pelo con fragancias florales. Soy feliz. 

Le propongo un juego a Isabel: que ella se encierre en el baño, mientras su madre y yo buscamos lugares en toda la casa donde poder escondernos. Acepta encantada. Una vez que está metida en el cuarto de baño, pongo el pestillo de la puerta por fuera, al mismo tiempo que Eva me mira sin entender nada. Le pido que guarde silencio y la cojo de la mano para conducirla al dormitorio, donde vuelvo a cerrar con el pestillo. No puedo soportar estas brutales ganas de sexo y el hecho de que no haya tocado a Eva desde hace casi seis años, no me va a impedir satisfacer mi deseo. 

Me acerco a ella como un animal sediento, la sostengo de la nuca y la beso en los labios, ansioso, metiendo mi lengua en su boca, con voracidad. Ella al principio se resiste, percibo cómo sus manos tratan de que mi cuerpo retroceda, pero después, se deja llevar. Le gusta que la domine, lo noto. Soy brusco y la empujo con fuerza sobre la cama, para tumbarme sobre ella y levantar su falda. Descubro que no lleva bragas: agradable sorpresa. Pero entonces, ella se aparta. Me pregunta qué demonios estoy haciendo, porqué parezco tan desesperado. Sigo en mi empeño de llegar hasta el final, pronto, sin que me importe lo más mínimo lo que ella quiera. Forcejeamos y yo llevo ventaja, hasta que Eva coge la lámpara de la mesa de noche y me la estampa en la cabeza. Me mareo, siento un inmenso dolor y ya no puedo ver.  


Diez años después de aquello, me encuentro en una prisión psiquiátrica. Al final, asesiné a Ortega por nada, ya que no pude evitar lo que él me anunció que sucedería. No he vuelto a ver ni a Eva ni a Isabel desde el día de mi intento de violación. Sinceramente, lo único que lamento es no haber podido consumar aquel día con la madre de mi hija, el resto me da lo mismo. Creo que no soy tan buen padre como pensaba y que me merezco estar aquí encerrado. De otro modo, sé que soy un verdadero peligro para la sociedad. No obstante, hoy tengo un buen día. Mañana es posible que ya no me acuerde ni de quién soy. 


viernes, 30 de mayo de 2014

No soy yo (2)

Eva se ha sorprendido al verme aparecer de nuevo por su casa apenas dos horas después de haberme llevado a la niña. He tenido que mentirle: me ha surgido un imprevisto laboral ineludible y estaré fuera un par de días (soy el director creativo de una agencia de publicidad). Isabel ha estado de morros durante todo el trayecto en coche hasta allí; no ha entendido que quisiera "deshacerme" de ella tan pronto, con lo bien que lo estábamos pasando, tal y como ella misma me ha confesado, con tales palabras. Me siento el peor padre del mundo, pero aunque he intentado razonar con mi psiquiatra, el doctor Ortega, enseguida he recordado que es un hombre cabal, que jamás me habría pedido que acudiera con urgencia a su consulta si no hubiese un motivo de peso.

Así que, ahora mismo, me encuentro otra vez en el coche, conduciendo en dirección al despacho de Joaquín Ortega, situado en pleno centro de Madrid, en una zona donde aparcar se convierte siempre en una auténtica odisea. El tráfico es abrumador. Estoy detenido detrás de una gran hilera de vehículos, cuyos conductores tocan el claxon sin parar, como si ese gesto pudiese sacarles del atolladero. Me cubro el rostro con ambas manos, mientras suspiro lentamente; otra vez siento ese extraño cosquilleo que recorre todo mi cuerpo, esa incómoda presión en el pecho, por lo que me resisto a mirar a cualquier persona que haya a mi alrededor. Cierro los ojos y me cubro los oídos, para amortiguar el ruido lo máximo posible. Percibo cómo mi ritmo cardíaco se acelera, empiezo a sudar, primero de manera sutil, y poco a poco, de una forma más evidente y visible. 

Son los síntomas de un ataque de ansiedad o de pánico o, al menos, eso me dijo Ortega. Sin embargo, me cuesta creerlo, ya que nunca antes me había ocurrido. Soy un hombre que no sabe lo que es agobiarse, a pesar de que ocupo un puesto de cierta categoría y responsabilidad que, en ocasiones, me lleva al límite de mi capacidad intelectual. Además, existe otra razón por la que creo que mi psiquiatra se equivoca: tan sólo hace tres semanas que convivo con esta angustia, justo cuando me recuperé totalmente de un virus desconocido que contraje en la India, donde fui por trabajo, y que me obligó a permanecer en la cama durante varios días con fiebre muy alta.  Él se niega a establecer una relación entre mi convalecencia y lo que me sucede desde entonces. No obstante, para mí está claro que la hay. 

La calle comienza a despejarse de coches, despacio. Por fin consigo avanzar y estaciono el coche en un aparcamiento subterráneo. He notado cierta mejoría, pero aún sigo sudando cuando subo las escaleras hasta la consulta. Ortega me recibe con un apretón de manos, en su línea; es un hombre incapaz de traspasar esa barrera física, a pesar de que me conoce muchísimo mejor que mi propia madre. Me invita a sentarme y no se anda con rodeos. 


"Verás, Samuel, lo que te voy contar te va a sonar a chino. Ojalá estuviera errado, pero tengo que darte la razón: no tienes ansiedad. Sólo tengo constancia de un caso como el tuyo, pero la descripción que da el enfermo en cuestión, un hombre de mediana edad de Cambridge, es idéntica a la tuya. He tenido que contrastar la información con mucha gente de la profesión, porque lo cierto es que no podía creérmelo, pero el resultado no da lugar a dudas. Vamos a tener que ingresarte en un centro psiquiátrico, por tu propia seguridad y por la de los demás, por supuesto". 

Le observo con tal gesto de incredulidad, que él mismo asiente con la cabeza mientras me mira fijamente a los ojos: "el paciente británico tuvo tus mismos síntomas, y mientras los padecía, se abalanzó sobre sus hijos, los mató a golpes con un cenicero y después, los cocinó y se los comió". A continuación, se levanta de su silla, abre un cajón y coloca mi informe médico sobre mis manos. Leo toda la hoja en silencio, un papel que nunca hasta entonces me había mostrado: 

PACIENTE: SAMUEL GARCÍA OSBORNE
FECHA DE NACIMIENTO: 23/10/1980

DATOS PREVIOS A CONSIDERAR: ADICCIÓN A LOS SOMNÍFEROS Y A LA COCAÍNA DURANTE TRES AÑOS, LEVE LUDOPATÍA. TRATAMIENTO PSIQUIÁTRICO. MEDICACIÓN DESDE HACE OCHO AÑOS. 

SÍNTOMAS ACTUALES: SUDORES FRÍOS, PRESIÓN EN EL PECHO, TAQUICARDIA, SENSACIÓN DE ANGUSTIA, NÁUSEAS, HAMBRE VORAZ Y REPENTINA, TEMOR IRRACIONAL Y ODIO INJUSTIFICADO HACIA CUALQUIER SER HUMANO. GRAN APETITO SEXUAL. LIGERO IMPULSO HOMICIDA. 


DIAGNÓSTICO PREVIO Y PROVISIONAL: CANIBALISMO (?)


miércoles, 28 de mayo de 2014

No soy yo

He construido un castillo de naipes maravilloso. Mi pequeña Isabel, que hace unos días cumplió cinco años, me mira embelesada, con esos ojos tan verdes y tan inocentes. En mi etapa vital más oscura, además de relacionarme con sustancias nada saludables, me introduje temporalmente en el mundo del póquer, más por curiosidad que por motivaciones económicas. Y fue entonces cuando, en mis ratos libres, aprendí a crear estructuras complejas con las cartas, hasta que un día me cansé de perder billetes de quinientos y guardé la baraja en un cajón. En los últimos años, sólo la sacaba para jugar con mi hija o fingir que era un gran mago capaz de sacar naipes de detrás de sus tiernas orejas. 

A ella le encanta estar conmigo. Lo sé con certeza, por el brillo que salpica su mirada cada vez que voy a recogerla a casa de su madre, y por cómo corre a mi encuentro, emocionada, cuando la sorprendo a la salida del colegio. Es lo más bonito que he hecho en mi vida, lo más espontáneo, lo más natural e importante: concebir a mi pequeña. Sin embargo, cuando Eva me comunicó que estaba embarazada, no reaccioné como la mayoría de los hombres lo habrían hecho en tal situación; soy demasiado consciente de eso. Desaparecí del mapa, estuve tres días sin contestar a sus llamadas, encerrado en la casa que me compré en plena montaña, a la espera de algún acontecimiento que me hiciera reaccionar y dejar de comportarme como un gilipollas. 

Lo cierto es que en aquel momento, sólo conocía a Eva desde hacía un mes y poco. Nos habíamos acostado apenas una decena de veces y de repente, en una de ellas, de manera inesperada y bastante improbable, se había quedado en estado. Mi asombro y también mi impresión de haber tenido muy mala suerte (a estas alturas, porqué no reconocerlo), me la jugaron y me impidieron pensar con claridad. Ahora sé que las circunstancias de entonces no justifican en absoluto mi reacción, mi pasividad ante el asunto. 


Me costó hacerme a la idea de que iba a ser padre con veintinueve años (una edad muy razonable para muchos varones, pero muy temprana para mí: un hombre irresponsable que arrastraba demasiadas adicciones y traumas). No obstante, a medida que se iba acercando el momento del parto, pude percibir el agradecimiento silencioso que me dedicaba Eva, en cada uno de sus abrazos, en su forma de cogerme la mano cuando la acompañaba a hacerse las ecografías. No éramos pareja, pero sí amigos, compañeros en aquel gran viaje que habíamos iniciado sin pretenderlo. 

El alumbramiento de Isabel nos unió como familia de manera definitiva. Eva permaneció en la sala de partos durante seis horas y sufrió varias complicaciones. Estuvo a punto de morir y de llevarse con ella a nuestra hija, pero los médicos las salvaron a ambas, finalizada la terrible agonía. El mejor regalo que jamás podría tener, ya me había sido otorgado. Tuve la sensación de que, a partir de ese instante, no podría permitirme más errores en mi vida, pues el cupo ya estaba completo. Mi mayor aspiración sería ser un padre y un amigo ejemplar. 

Isabel sonríe, pícara, y mi mira con timidez. Sé lo que va a hacer a continuación, la conozco bien. Acerca sus manos traviesas a los naipes que forman la base del castillo y los empuja lentamente, mientras disfruta de la destrucción que está provocando. Las cartas se desmoronan, una a una, como piezas de dominó, y la miro con esa cara de enfado fingido que suelo poner, pero que después transformo en una amplia sonrisa. Mi niña no soporta que le hagan cosquillas en los pies, así que la levanto rápidamente de su silla, la cojo en el aire y la tumbo en el sofá, para proceder a quitarle los calcetines. Ella empieza a gritar, con un gesto en el rostro que está a medio camino entre la histeria y la más absoluta diversión. Me abalanzo sobre ella y la colmó de besos, en la nuca, en el cuello, en los brazos, en sus suaves mejillas. No puedo ser más feliz; creo que ella tampoco.  

De repente, suena el teléfono, con ese sonido estridente que, muy a menudo, me pone nervioso. Bromeo con Isabel y le advierto que no podrá escaparse de mí con facilidad, a pesar de esa interrupción. Descuelgo. Es mi psiquiatra desde hace ocho años y al que fui a visitar la semana pasada, el doctor Ortega. << Samuel, ¿estás con tu hija?>> Le digo que sí, que está tumbada en el sofá muerta de la risa. << Llévala con su madre ahora mismo. He tenido conocimiento de otra persona que tiene tus mismos síntomas y que vive en Cambridge. El tema es preocupante, podrías herir a Isabel >>


viernes, 23 de mayo de 2014

A... Chus!

Ainara se presentó en el centro comercial, con la inseguridad que generan, de forma inevitable, unos tacones de aguja de diez centímetros que habían sido usados sólo en cuatro ocasiones. Ni ella misma alcanzaba a comprender el porqué de elegir precisamente aquel día para ponérselos de nuevo, ya que, con ellos, se sentía como un ganso cojo. Sí, sus piernas estaban más estilizadas, su pantalón, milagrosamente, le hacía, por lo menos, un kilo más delgada y su culo parecía estar más elevado, echándole un pulso a la gravedad. No obstante, con cada paso que daba, percibía que la caída al suelo estaba más próxima. 

Era un domingo de finales de mayo, de esos días en los que no sabes muy bien cómo ocupar el tiempo libre, la típica jornada de horas desiertas y de amigos perdidos en resacas de origen inmoral. Durante las siete horas previas a la cita, se le habían ocurrido diez posibles excusas para no acudir, pero ninguna le había resultado convincente. Aquel tipo hablaba muy deprisa (le había escuchado por teléfono un par de veces), como si las palabras se peleasen entre ellas dentro de sus cuerdas vocales, por ver cuál saldría la primera al exterior. Recordaba, al menos, tres instantes en los que le había contestado afirmativamente sin tener ni la más remota idea de lo que le estaba diciendo. Es lo que sucede, algunas veces, cuando acabas de conocer a alguien: no le entiendes, pero aún así, le das la razón, generalmente por dos motivos: por cortesía y para que no piense que a) eres tonta, o b) estás más sorda que una tapia. 


Se llamaba Jesús, pero desde el principio, le anunció que todo el mundo le llamaba Chus, tal y como ponía en su nick de aquella página de contactos. Nada más empezar a hablar con él, decidió prescindir de la broma de llamarle Estornudo a partir de ese momento; no porque no fuese graciosa (a ella se lo parecía), sino porque no sabía qué clase de hombre se escondía detrás de esa pantalla, ni cómo encajaría aquel chiste absurdo.  

Su manera de escribir mensajes a través del Whatsapp despertó bastante curiosidad en ella. Se trataba de una sucesión de frases individuales, breves y correctas, construida en bloques bien diferenciados y sin una sola falta ortográfica (al menos, de aquellas que te provocan ganas de sacarte los ojos, comértelos y después, vomitarlos). Chus había superado algunas pruebas básicas para convertirse en candidato a un encuentro en persona. Escribía bien, transmitía ideas coherentes y no parecía un psicópata de polígono industrial. Por todo ello, Ainara quedó con él tan sólo cinco días después de haber empezado a charlar. 

Había dado apenas veinte pasos y ya le molestaban los tacones, pero podía verle de lejos, como una mancha borrosa iluminada con luces de neón en mitad de un bosque oscuro y vacío. Mientras se aproximaba a Chus, Ainara iba con los dedos cruzados, casi rezando para que fuese más guapo que en las fotos, tal y como él le había asegurado. A las personas poco fotogénicas les ocurre eso: se las juzga por su físico de primeras, por mucho que te aseguren que la realidad es mucho más favorable. Algo parecido a lo que sucede con los hámster: nacen y son los trozos de carne más feos del mundo; en cambio, cuando les crece el pelo, se convierten en criaturas adorables. 

Chus había dado en el clavo: su aspecto físico había mejorado mucho con respecto al de las fotografías, y cuanto más le miraba ella, más quería besarle, a pesar de que los primeros cinco minutos juntos habían sido un tanto nefastos. Su memoria no le daba para recordar a un hombre con tanta dosis de chulería por número de células corporales (con el tiempo, se daría cuenta de que nada es tan exagerado como parece en un primer momento). Jamás se habría imaginado compartiendo cita a solas con un tipo que usara náuticos (¡horror!), pero allí estaba, en aquel bar, con él, mientras ambos se estudiaban el uno al otro, hablaban de temas intrascendentes y sonreían con cautela. 

Los días les hicieron amantes, las noches les llevaron a salas de cine en las que ninguno sabía qué podía esperar del otro (ni de la película), los meses les otorgaron la complicidad de quienes empiezan a conocerse y se plantean qué les tiene reservado el presente. Ainara miraba para otro lado, pues pensaba que aquello no tenía posibilidades de avanzar, ya que estaba convencida de que aquella era una relación de transición, de esas que surgen en el período de "descanso" entre dos amores importantes, como el plátano que se come un futbolista en los quince minutos que hay entre la primera y la segunda parte del partido.  


Chus se enamoró sin darse cuenta, de forma progresiva, lenta y segura. Su mente construyó unos cimientos sólidos, a prueba de incidentes imprevistos, pero su corazón le dio la espontaneidad que le faltaba a aquella combinación de sentimientos y hechos. Ella desconfiaba, se negaba a permitir que aquel hombre de rápidos pensamientos, inteligencia inusual y palabras que se pisan unas a otras, entrara del todo en su mundo. Porque cuando una prueba algo maravilloso (como el helado de pistacho), le cuesta mucho volver a vivir sin ello, por mucho que su cerebro se haya hecho a la idea de antemano. 

Así, transcurrieron varios meses de desencuentros, de furia, de dolor, de querer superar cada vez más niveles de Candy Crush, pero sin parar de encontrar escollos con las malditas bombas de colores. Y entonces, todo se apaciguó, Ainara comprendió que Chus, de verdad, la miraba como sólo se mira a la persona que se ama, a esa única mujer que sabes que adorarás más que a ninguna en toda tu vida, y que no te permitirás dejar escapar, incluso aunque ella se despierte a tu lado, una mañana corriente, con un enorme grano interno justo en el centro del entrecejo. 

Ainara hace mucho tiempo que sabe que existen muchos tipos de amor, pero el auténtico, el que lo desborda todo, el que se lleva la poca cordura que te quedaba, ése, se presenta una única vez. Y es, exactamente, como el autobús que pasa por un pueblo perdido cada dos horas: si lo pierdes, otro volverá a pasar, pero ya no será el mismo. Y qué demonios, que Chus tiene un trasero espectacular. 


martes, 14 de mayo de 2013

Única oportunidad

Acudí a mi emisora como cada mañana, a las seis en punto. Esa vez, me correspondía presentar el programa matinal, ya que uno de mis mejores locutores había tenido que guardar reposo en la cama, después de haber contraído un desagradable virus que le estaba causando temblores y fiebre alta. Como disfrutaba muchísimo con mi trabajo, no me importaba en absoluto dedicar a mi pasión doce e incluso catorce horas siempre que fuese necesario. Ser mi propia jefa tenía múltiples ventajas y, entre ellas, el hecho de poder dirigir y moldear los contenidos radiofónicos a mi antojo. Por eso, aquel día me disponía a afrontar la jornada con un optimismo especial. 

Dentro de un par de días, iba a cumplir treinta y cinco años. Si bien se trataba de una edad que me podía generar cierta tristeza, las circunstancias en las que me acercaba a esa barrera temporal no podían ser más positivas. Después de cinco años de incertidumbre y mucho esfuerzo, la empresa empezaba a despegar de verdad; los ingresos por publicidad crecían a pasos de gigante, disponíamos de oyentes fieles que nos seguían desde el principio y algunos nuevos que se incorporaban cada semana, y formábamos un buen equipo profesional, con miembros entusiastas, implicados y siempre dispuestos a ayudarse. 


Una vez que el país se recuperó y conseguimos dejar atrás la crisis, todas las posibilidades laborales que no me había atrevido a plantear, se acumularon en mi cabeza. Y las buenas ideas comenzaron a tomar forma, gracias a mis contactos y un gran derroche de ilusión. Alquilé un local (que más tarde compré), me nutrí del suficiente material tecnológico y de grandes profesionales del medio. Partí de cero, de mis bastos conocimientos sobre aquel mundo que siempre había amado, y mis ganas hicieron el resto. A los dos años de empezar a funcionar con normalidad, realicé varias entrevistas para cubrir un puesto de locución nocturna, ya que el encargado de presentar el programa de noche se había marchado, por motivos personales que no me quiso aclarar. 

Hubo candidatos de todas las edades y muy diversa experiencia profesional. Dudé entre dos hombres y una mujer durante varios días, e incluso me planteé que crearan un espacio de mayor duración de la prevista y a tres voces. Hasta que Elías entró por la puerta de mi estudio, aquella tarde de principios de marzo. En cuanto me saludó y me estrechó la mano, tuve el presentimiento de que ya no necesitaba buscar más. Su cálida y envolvente voz, sumada al aliciente de que había trabajado durante ocho años en distintas emisoras, habían pulverizado todas mis dudas. 

Le coloqué a cargo de toda la programación nocturna y, meses más tarde, me uní a sus proyectos como voz alternativa. Juntos creamos un programa de humor y entretenimiento en el ámbito profesional, y un recorrido de pasión y complicidad en el terreno íntimo. La noche que me pidió que me fuera con él a su casa después del trabajo, supe que nuestro compañerismo se había transformado en otra cosa. No obstante, lo único que hicimos en aquel primer encuentro más privado fue conocer nuestros labios, con ternura, muy seguros de que aquello era lo que ambos queríamos a largo plazo. Y dormimos juntos, abrazados, con nuestras manos entrelazadas. Como duermen quienes empiezan a enamorarse. 


Compartimos hogar y trabajo durante dos años y medio. Transcurrido ese tiempo de amor, confianza, respeto y felicidad, Elías me anunció que se iba a vivir a Escocia porque había encontrado allí una oportunidad laboral mucho mejor que la que yo podría ofrecerle jamás. Acompañó tal información con el deseo explícito y directo de romper todo vínculo que existiese conmigo. Mi perplejidad me impidió decirle absolutamente nada y le dejé ir, sin desvelarle mi secreto de las últimas cuatro semanas: me había quedado embarazada. En el momento en que se fue, después de que yo hubiese hecho las maletas y hubiese vuelto a mi piso de soltera, tomé la decisión de que él no formaría parte de la vida de mi bebé. 

Por eso, aquel día que tuve que madrugar debido a la indisposición de mi compañero, lo último que habría esperado era encontrarme a Elías en la puerta de la emisora, con semblante serio, de culpabilidad, y un brillo en los ojos que quizá, podría haberse definido como tristeza. Esperaba verme a mí, desde luego, pero lo que no había imaginado era encontrarme con una barriga de siete meses de embarazo. Su seriedad se convirtió en desconcierto y, de inmediato, se olvidó de las formalidades y se echó a mis brazos. Me apretó contra su cuerpo, en silencio, mientras apoyaba su cabeza sobre mi hombro y se esforzaba por respirar con tranquilidad. 

Percibía su agitación interna, pero no podía más que esperar que aquella muestra de afecto tardía y sin sentido alguno terminara. Cuando se serenó, me explicó que había vuelto porque me quería y que le parecía injusto que no le hubiese contado que guardaba en mi interior un bebé suyo. Me sobraban las palabras, las suyas y las mías, por lo que me limité a escucharle, sin decir nada. Luego, le invité amablemente a que se fuera por donde había venido y a que nos dejase en paz. 

Alguien que se hacía llamar un hombre, pero que me había tratado con tal desprecio y despreocupación en su día, no se merecía ni que le mirara a la cara. Yo ya tenía lo que quería: había cumplido mi sueño profesional y, lo más importante, mi pequeña estaba en camino. Eso era todo. 


viernes, 19 de abril de 2013

Sumergidos

Eva había tomado la decisión de marcharse sola de vacaciones durante aquella semana. Sus amigas no habían podido acompañarla porque sus días libres no encajaban entre sí, pero no había dudado en alejarse del bullicio de la ciudad, aunque no tuviera compañía. Había visto en las páginas posteriores del periódico un anuncio sobre el alquiler de esa pequeña casa, situada frente a la playa, en primera línea. Estaba hecha de madera, con dos plantas, una habitación y un cuarto de baño, además de una cocina con barra americana y una reducida terraza que cumplía la función de comedor al aire libre. Le estaba cogiendo el gusto a alimentarse allí, con los primeros rayos de sol iluminando su rostro ya enrojecido; sin duda, sería una de las cosas que más echaría de menos cuando regresara a su hogar. 


Cerró la puerta y se dirigió a la orilla de la playa. Se sentó sobre la arena y cerró los ojos, mientras escuchaba el rumor de las olas. A primera hora del día, allí sólo podía encontrar algunas gaviotas que sobrevolaban la zona y varias parejas de ancianos que caminaban por la arena fría y húmeda. Era el mejor momento para rendirse ante sus propios pensamientos y recrear la abrumadora intensidad de la jornada de ayer, nada menos que su primer día de descanso en aquel lugar. Un comienzo mucho más fuerte del que había previsto. Un accidente que pudo haberse convertido en un viaje sin posibilidad de retorno.  

Había llegado cargada con su equipaje el mediodía anterior y en cuanto hubo dejado las maletas en la casa, no pudo resistirse a darse el primer baño vacacional. Se enfundó el biquini, se calzó unas chanclas y salió corriendo en dirección al mar. Ignoró por completo la bandera roja que ondeaba en lo alto de un poste en el extremo derecho de la playa y lo cierto es que tampoco le pareció extraño que no hubiera nadie bañándose. Las enfurecidas olas sí que no le pasaron desapercibidas, pero aún así, se zambulló en el agua con rapidez, sin que le diese tiempo a escuchar los gritos de advertencia del socorrista, que se había aproximado hasta ella, al percatarse de sus intenciones. 

Después de eso, ya no podía recordar más. Le habían contado que un muchacho de su edad, ruso, se había lanzado al mar para sacarla, en cuanto se dio cuenta de que no podía salir. El golpe de unas de las olas contra su pecho la había dejado sin conocimiento y mucha agua salada estaba entrando por sus pulmones. Permaneció cuarenta y cinco segundos sumergida, quizá demasiado tiempo para no sufrir daños irreversibles, pero a pesar de todo, debía dar gracias por la actuación veloz de aquel desconocido. Le informaron de que el socorrista tuvo que aplicarle técnicas de reanimación, ya que al principio, su organismo no respondía; llegaron a temer que hubiera muerto. Sin embargo, pasado el susto inicial, comenzó a escupir agua y a toser, y de nuevo se encontraba en el mundo real. 

Mientras recordaba todo eso con los ojos cerrados, alguien se sentó a su lado, no lo bastante en silencio como para no despertarla de su ensimismamiento. Abrió los ojos y se encontró cara a cara con un chico rubio y musculado, de mirada azul, nariz prominente y finos labios. Estrechó su mano y se presentó, con un castellano perfecto, pero con marcado acento ruso: "Me llamo Nikolay, no sé si me recuerdas, pero ayer te saqué del agua. He venido para ver cómo estabas. Me dijeron que vivías por aquí". Eva sonrió, complacida, y le dio dos besos en las mejillas, como muestra de agradecimiento. "Sólo he venido a pasar las vacaciones, aunque creo que no volveré a meterme en el mar". El ruso le devolvió la sonrisa y le propuso que dieran un paseo por la orilla, mientras charlaban. 

La casualidad quiso que Nikolay también hubiese sufrido hacía unos años un percance parecido. Se encontraba practicando surf, cuando una ola le arrastró con violencia contra unas rocas. Nadie le vio en apuros, así que tuvo que valerse por sí mismo para salir de allí y salvar su vida. Ambos compartían la suerte de haber vuelto a nacer gracias al destino o a las propias circunstancias, y eso construyó la base para que tuvieran interés por conocerse mejor; mucho después, incluso, de aquella semana de vacaciones, en la que no se separaron el uno del otro. 

Nikolay se mudó a la ciudad natal de Eva y aprovechó para matricularse en la universidad. Del mismo modo que el tiempo les convirtió en íntimos amigos, la confianza y un trato continuo, les transformó en pareja. Vivieron su amor con prisa, a toda velocidad, apasionadamente, sin detenerse a saborear la fuerza de su contacto. Ambos tenían un fuerte temperamento y se dejaban llevar por sus ilusiones, por sus ganas de vivir el presente uno junto al otro. Nunca se hicieron promesas, no hablaron sobre quiénes eran como pareja, no le pusieron etiquetas a aquel sentimiento único que les había unido. Y quizá, fue mejor así. 


Murieron los dos a la vez, ahogados, sentados en el asiento del conductor y del copiloto de la furgoneta de Nikolay, cuando ésta se hundió en un pantano, después de colisionar contra otro vehículo que les envió por los aires a causa del impacto. Apenas llevaban siete meses juntos.