miércoles, 13 de marzo de 2013

Un café

Marina cayó en la cuenta de que se había dejado el teléfono móvil sobre la mesa de su dormitorio.  Llegaba muy tarde a su cita, por lo que aceleró el paso y cruzó la calle sin mirar atrás, pese a que acababa de percatarse de su olvido. Nada menos que quince minutos de retraso para acudir a aquel encuentro, que tantas veces habían pospuesto ambos y que por fin se iba a materializar. Por supuesto, siempre que su amigo virtual todavía la estuviera esperando. 

Caminó los últimos cien metros de trayecto a toda velocidad, casi a trote, pero se detuvo al escuchar su nombre detrás de ella. Una voz masculina la estaba llamando a gritos; podía ser él. Se detuvo y se giró sobre sus pasos, hasta que se encontró con la mirada del desconocido que la estaba siguiendo. No pudo ocultar su asombro, aunque aún albergaba dudas sobre si se trataba de su futuro acompañante, el mismo de su cita. Se daba cuenta de que, quizá, había sido un error no intercambiar fotografías antes de encontrarse, por lo menos para acudir con una mayor claridad de ideas. Ambos se detuvieron, entonces, frente a frente, ella agitada por las prisas y él tranquilo, muy sonriente y con las manos en los bolsillos de su pantalón. 

Mientras recuperaba el aliento y la compostura, Marina se detuvo a mirarle con detenimiento. Estaba vestido de forma impecable: elegante abrigo negro, zapatos y pantalones del mismo color, y hubiera apostado que debajo llevaba una camisa de seda o de algún otro material caro. Él pareció percibir el gesto de aprobación de la muchacha que tenía delante, porque se limitó a sonreír con satisfacción, y a continuación, se presentó y la saludó con un cariñoso beso en la mejilla. Luis, era él, el chico con el que llevaba chateando casi un año, aquel alegre y despreocupado joven, de vida sencilla y gustos musicales extravagantes. No podía ser, quizá ambos se habían equivocado, una simple coincidencia en los nombres. Un encuentro casual en mitad de la calle, que nada tenía que ver con ellos. 

Ese Luis no tenía, ni por asomo, veinte años. Más bien, llevaba a sus espaldas más del doble, lo que, en principio, suponía una clara diferencia entre ambos, porque Marina acababa de cumplir diecinueve. Ella le dirigió una mirada interrogativa, que bastó para que él considerase necesario darle una explicación. "Está claro que no soy lo que esperabas. Tengo cuarenta y dos años y te seguí el juego por chat por pura diversión, hasta que me di cuenta de que, realmente, me apetecía conocerte. Espero que la edad no sea un problema para que, de momento, nos tomemos un café". Marina asintió con la cabeza, convencida, y caminó junto a él hasta la cafetería más cercana. 


Durante la conversación que acompañó a aquel café, ambos descubrieron que todo lo que habían compartido en esos meses de palabras escritas no había sido una fantasía. Luis solo había mentido en la edad; todo lo demás era rigurosamente cierto. La complicidad era real, palpable, y las muestras físicas de cariño tan espontáneas, que costaba creer que acabaran de verse en persona por primera vez. La única pega es que Marina consideraba que era un hombre demasiado mayor para ella, con el que existía una distancia abismal en cuanto a la manera de vivir y a las propias experiencias. No obstante, a él parecía no importarle en absoluto. 

Luis era mucho más atractivo de lo que ella habría imaginado, aún cuando pensaba que era un chico de casi su edad. Tenía unos profundos ojos verdes, unos pómulos bien marcados y muy masculinos y unos labios preciosos; un rostro, sin duda, muy armónico. La camisa, que ya había quedado al descubierto, dejaba entrever unos brazos fuertes y un pecho bien definido. Marina se estaba excitando con sólo observarle y no hacía más que moverse, inquieta, en su silla. Aquella situación era más estimulante de lo que se podía esperar, aunque ambos no fuesen capaces de comentar nada al respecto. Hasta que Luis se aproximó a ella y se atrevió a susurrar en su oído. 

"Quizá, eres demasiado joven para escuchar esto, o puede que no comprendas ni siquiera de lo que voy a hablarte. Me encantas, Marina, y quiero que vengas a mi casa, conmigo, para que descubras por ti misma lo que puedo ofrecerte". Al escuchar aquello, Marina sintió cómo se le secaba la boca al instante, por la emoción, por la sorpresa, por la curiosidad. Sabía muy bien que no era nada prudente irse con aquel desconocido, pero por otro lado, el deseo se había apoderado de ella y no podía ignorarlo. Pagaron los cafés y subieron al coche de Luis, aparcado en esa misma calle. Mientras circulaban, ella fue consciente de otra mentira, puesto que él no vivía en aquella urbanización, como le había asegurado, sino en el centro de la ciudad.  

Ya en el piso de él, después de arrancarse la ropa el uno al otro con desesperación, Luis la penetró en infinidad de posturas, muchas de ellas totalmente desconocidas para la muchacha, y le mostró el lado insaciable de un hombre apasionado. Unieron sus cuerpos durante dos horas, agotadoras para ella, muy placenteras para él. Ya tumbados, descansando, Marina no dejaba de preguntarse a sí misma cómo había podido resistir aquella pasión enloquecida sin desmayarse. Luis, a su lado, la miraba como si nada, con una amplia sonrisa, mientras acariciaba uno de sus pezones con despreocupación, como si aún tuviera ganas de más.

Llegó la noche. Después de cinco sesiones de sexo salvaje y casi doloroso en una sola tarde, y una cena exquisita, Marina había comprendido dos cosas. La primera era que existían hombres adictos al sexo, perversos, con ciertos desequilibrios mentales, que permanecían recluidos en sus casas porque la sociedad los marginaba, ya que no querían curarse; para ellos, aquella lujuria era una bendición. Y la segunda, que ella había tenido la desgracia de toparse con unos de ellos, que sentía mucho miedo y que no sabía si iba a poder salir de aquella casa. 


lunes, 11 de marzo de 2013

Nueve años

Me llamo Andrés y cumplí treinta y dos años hace un par de días. A mi fiesta particular solo vinieron mis padres y mi hermana mayor; la pequeña vive en Chipre desde hace varios años (aún nos preguntamos todos qué se le ha perdido allí, pero dice que, por el momento, no quiere regresar). Soy un tipo solitario: en eso coincidimos mi único amigo y yo, ya que ambos hemos llevado hasta sus últimas consecuencias aquello de poder escoger a nuestras amistades. Raúl y yo nos conocimos en el colegio y a fuerza de sentirnos distintos con respecto a los demás, nos hicimos inseparables. No obstante, tampoco nos vemos demasiado: la nuestra es más una relación a distancia, a pesar de vivir a doscientos metros el uno del otro. 

Trabajo en una empresa que se dedica a la realización y distribución de videojuegos. Dedico casi todo mi tiempo libre a supervisar los últimos detalles de cada una de mis creaciones; los jefes dicen de mí que soy muy bueno en mi puesto, un verdadero artista haciendo gráficos. A veces, incluso me lo creo, porque es lo único que tiene un auténtico sentido en mi existencia, es lo que otorga coherencia a mis días. No es que sea un hombre obsesionado con el trabajo, ni mucho menos, simplemente me refugio en la calidez que me proporciona, ya que mis horas en casa suelen estar vacías. A veces, me pregunto qué pensarían mis padres si me viesen encerrado en mi piso tanto tiempo, sin ver a nadie, sin ni siquiera desear algún tipo de contacto físico con alguien en el exterior. 

La respuesta es muy sencilla: creerían (con acierto) que mi timidez ha adquirido la capacidad de controlarme. Suelo comparar mi problema con las células malignas que se adueñan de un cuerpo sano y lo convierten en un organismo herido, sin esperanzas. Al principio, de niño, sufría la timidez propia de la infancia; era el típico chaval que se escondía detrás de su madre para evitar las miradas de los desconocidos e incluso, de ciertos allegados. Durante la adolescencia, ya no me ocultaba, pero aquello alcanzó cierta gravedad, hasta convertirse en mi mal actual. El hecho de tener que relacionarme con los demás me provoca dolor físico: mi estómago empieza a encogerse hasta formar un nudo compacto que me genera angustia y me hace tartamudear. 

Mis compañeros de trabajo y demás conocidos ya saben cómo soy y, por eso, ya no se cuestionan porqué tengo tantas dificultades para enlazar frases sin que mi voz temblorosa e insegura divida las palabras por la mitad. Me han escuchado, con infinita paciencia, dar breves charlas sobre mis últimos juegos para ordenador; en teoría, debían durar diez minutos, pero se convertían en conferencias de más de veinte. Y todo esto porque permito que mi vida transcurra con la idea constante de que el mundo entero tiene pensamientos negativos sobre mí. Tengo pánico a la posibilidad de ser juzgado o criticado por las personas a las que me dirijo, como si hablar demasiado fuera un derroche que no puedo asumir; entonces, opto por ahorrar palabras para evitar posibles contratiempos. 

Soy consciente de que mis problemas nacen de mí mismo. Soy el único culpable de lo que me sucede y de vivir a escondidas. Llevo seis años acudiendo al psicólogo cada mañana, temprano, justo antes de entrar al trabajo. El doctor Ortiz me conoce mejor que nadie, con mayor precisión que mi propia familia, y ha sido siempre muy sincero: mi hermetismo social es grave y difícil de superar, aunque también reconoce que pongo mucho empeño en salir de él. Suelo seguir sus consejos con bastante exactitud, salvo en lo que respecta a las prostitutas. Él me recomienda que dejen de frecuentar mi casa, por el bien de mi salud emocional. 


Desde que me di cuenta de que un hombre virgen con veintitrés años, y en los tiempos que corren, era algo bastante inusual, decidí poner remedio a mi sequía sexual. Sabía que mi problema para entablar conversaciones de más de cinco minutos con el resto de seres humanos, iba a ser un gran obstáculo para conocer mujeres. Así que, tomé la decisión de solicitar los servicios de prostitutas de lujo, la mayoría de las veces para acostarme con ellas, pero también para que me acompañasen a eventos o me dejasen hablarles de mis miedos. 

Hasta ahora, me había ido muy bien, hasta que me he enamorado de una de mis acompañantes femeninas,Vanessa, una chica dulce y única, que también me ama, cada vez más en cada uno de nuestros encuentros. Ella me comprende, le ha dado un sentido a mi presencia en este mundo, y por primera vez, siento que podría superar mis temores. Estos cuatro meses a su lado han sido una maravilla. 


Ya hace dos años que escribí aquello, una declaración de amor hacia mi niña, mi razón para vivir.  Al poco tiempo de irnos a vivir juntos, Vanessa abandonó su profesión para siempre y se dio la oportunidad de estudiar una carrera universitaria.

Esta mañana me he despertado con la noticia del atentado. Mi estupefacción se ha convertido en un dolor desgarrador cuando he descubierto que Vanessa iba en uno de los trenes y que ha muerto casi en el acto. Aún estaba dormido cuando me dio su último beso, antes de marcharse. 


domingo, 10 de marzo de 2013

La barrera emocional


Son las siete de la mañana del sábado. No puedo dormir y me limito a observar al hombre que tengo a mi lado en la cama, que descansa tranquilo y ajeno a mi inusual insomnio. Su presencia me abruma y me impide concentrarme en el descanso, a pesar de las horas de frenética actividad que precedieron a la noche. Hemos escalado por una pared rocosa a escasa altura (mi primera experiencia de estas características), hemos remado por el río, bajo la atenta mirada de un guía de la zona y, para rematar el día, he tenido una sesión vespertina de footing (casi nunca lo perdono), mientras mi amigo se dirigía a la casa rural y se duchaba. 


Después de tal derroche de esfuerzo físico, lo más lógico habría sido que estuviera muerta de sueño. En cambio, aquí me encuentro, con los ojos abiertos de par en par, mucho antes de lo que sería sensato. Esto se lo debo a mi acompañante, un hombre introvertido y extraño, cuya apariencia física me parece irresistible, aunque no puedo comprender su personalidad (aunque no sé si quiero, en realidad). Observo su rostro relajado, sus labios gruesos y apetecibles, y sólo puedo recordar el sexo salvaje de hace unas pocas horas. 

Le conocí hace cuatro o cinco meses, en una de esas excursiones para amantes de la fotografía, organizada por el centro para la juventud de mi ciudad. Siempre me ha gustado plasmar los aspectos más ocultos de la vida en imágenes estáticas de todo tipo, y él compartía la misma afición, aunque, en su caso, a nivel profesional. Aprendí muchísimo durante aquella semana de viaje, simplemente al contemplarle hacer su trabajo, con una habilidad y exquisitez de la que muy pocas veces había sido testigo. Digamos que su mayor virtud con respecto a la fotografía era su silencio, su escasa conversación, lo que facilitaba que pudiera captar instantáneas únicas fruto de su concentración extrema, aunque esto se convertía en un defecto a la hora de intentar establecer cierta comunicación productiva con él. 

No es que fuese tímido. Más bien, se trataba de su dificultad mayúscula para expresar aspectos íntimos de sí mismo, lo cual es completamente normal si acabas de conocer a alguien, pero no después de varios meses. Porque, pese a su carácter reservado, nos hicimos muy amigos, cuando descubrimos que a ambos nos encantaba la naturaleza y hacer escapadas a lugares recónditos. Así, con relativa frecuencia, salíamos juntos para explorar rincones poco transitados y hacíamos fotografías, que más tarde retocábamos y dotábamos de distintos efectos visuales. 

Ahora, estoy confundida. Su cuerpo y su mera presencia me cautivan. Soy incapaz de mirarle fijamente, mientras duerme, sin sonreír con una ternura estúpida que se refleja en mi pupilas. Dicen que las mujeres nos prendamos de los tipos que menos nos convienen, que más nos hacen sufrir, que nos someten a la desdicha, porque queremos creer que les convertiremos en hombres más accesibles emocionalmente hablando, y que eso solo será posible gracias a nuestra intervención. No obstante, olvidamos con facilidad que la gente nunca cambia. 


Lo cierto es que, a veces, llego a pensar que podré curar sus reservas, por medio de la paciencia y el diálogo, pero al minuto siguiente, me doy cuenta de que es una misión perdida de antemano. No se puede competir contra el halo de misterio y oscuridad que le envuelve, su mundo propio, al que no permite que nadie acceda. Y eso que en la intimidad parece otro: un ser humano tierno, atento, más preocupado por los deseos de su amante que por los suyos propios, con la capacidad de hacer sentir una princesa a la mujer más insegura del planeta. Sin embargo, en cuanto la pasión termina, la claridad le abandona; es la novedad que me ha sido desvelada esta noche. 

Mi transparencia y mi curiosidad innata chocan de bruces contra el muro que él ha levantado como consecuencia de su miedo y de su dolor. No me es posible mostrarme tal y como soy del todo, si tengo delante a alguien cuya apertura interior es mínima. En cuanto me besó anoche, sentí las famosas mariposas en el estómago de las que muchos hablan, un agradable hormigueo que recorría mi cuerpo de arriba a abajo; durante un breve instante, quise que aquello fuera eterno. No obstante, ahora quiero irme de aquí. 

Dejo de mirarle y me incorporo en la cama. Salgo de ella y me pongo a buscar mi ropa, esparcida por el suelo, junto con la suya. Mientras me visto, recuerdo de forma fugaz el roce de sus manos sobre mi piel, su autoridad cuando entró en mí, su dominio de la situación, la elegancia de sus movimientos. Y me percato de que todas sus virtudes reales se ciñen al plano sexual, al terreno de lo físico, al mismo tiempo que la mayoría de sus carencias son emocionales, pertenecen a aquello que no podemos ver, pero sí sentir. Y doy con la clave de todo: el escudo que le protege de sí mismo y de los demás es su sentido del humor, su habilidad para provocar carcajadas y permitir que los demás, los que le conocen poco, crean estar más próximos a él. 

Noto que se remueve en la cama y percibe mi ausencia. De inmediato, abre los ojos y me mira intensamente, con esa profundidad aparente que solo él sabe proporcionar. Al verme vestida, su rostro se muestra extrañado, como si no comprendiera que está pasando. Entonces, extiende los brazos para reclamar mi cercanía y decido volver a meterme en la cama, con ropa de calle, y acurrucarme en su cálido abrazo. Él no para de dedicarme pequeños besos por toda la cara, pero me aparto y le confieso que no quiero iniciar nada con un hombre que no se comunica, que anhela un futuro romántico conmigo, pero no puede ofrecerme una estabilidad sentimental auténtica. Sus silenciosas lágrimas mojan mis mejillas y le veo cerrar los ojos con amargura. 

Es un hombre herido, dañado por sus desgracias vitales, esas experiencias que no quiere compartir, y al que le falta desahogarse con aquellos que le quieren y que podrían llegar a amarle. Su llanto casi imperceptible me parte el alma, pero no puedo hacer nada, porque sé que él no cambiará. Sigo abrazada a él, aunque tengo la certeza de que en unos minutos tendré que marcharme, empujada más por mi sentido común que por mis deseos.