lunes, 7 de enero de 2013

Cenizas

Introdujo la llave en la cerradura y, con ese suave chasquido de siempre, abrió la puerta. Entró en la casa despacio, como si fuera la primera vez que lo hacía, y cerró de un portazo. El eco pareció extenderse por todo el edificio, pero ella ya no lo escuchaba, pues se dirigía con determinación hacia lo que hace tan sólo una semana había sido el salón. Ahora era una habitación desnuda, sin muebles, con las paredes negras y el suelo cubierto de hollín. 

Observó la estancia con tristeza y luego, bajó la mirada. Cerró los ojos con fuerza y una ligera lágrima brotó de ellos, incapaz de detenerse en su recorrido hasta la barbilla. Había construido aquel hogar con tanta ilusión, que no podía creer que todo se hubiera esfumado por culpa de un instante de descuido. El silencio de la casa llenaba el ambiente con una desagradable sensación de desconsuelo, que se introducía en los pulmones con la misma libertad que el aire. Llevaba siete días con esa angustia metida en el pecho, ese agobio invisible que, en ciertos momentos, la impedía respirar con normalidad. 
Sus rodillas empezaron a temblar y no le importó que el suelo estuviera ennegrecido; simplemente, se dejó caer sobre él, en mitad del salón. Y empezó a recordar, más de lo que sería saludable en esa etapa de su vida. José tenía sólo cinco años, un cabello rubio ondulado y unos ojos azules que impresionaban a sus compañeras de clase. Le encantaba correr de un lado para otro, una amplia sonrisa era su seña de identidad y no solía ser caprichoso como los niños de su edad. Se conformaba con las cosas que le compraban sus padres de vez en cuando y era feliz en su habitación jugando con su padre o antes de dormir cuando ella le leía cuentos. 

Cuando las llamas se adueñaron de toda la casa, los gritos de José eran completamente sordos. El niño se sintió incapaz de hacer brotar sonidos lo bastante audibles, mientras luchaba por seguir respirando. De nada sirvió que su padre, Esteban, se abalanzara sobre él con una manta para sacarle de su habitación; las quemaduras ya cubrían el ochenta por ciento de su cuerpo y, a consecuencia del dolor, se había desmayado. Esteban ignoró la quemazón de su propio cuerpo y se centró en sacar a su hijo cuanto antes de aquel infierno repentino. No hubo tiempo. 

José murió en el hospital a las pocas horas de ser ingresado. Su madre permaneció en shock dos días, a base de tranquilizantes. Sabía que siempre culparía del incendio a su marido, que había cometido la imprudencia de fumar tumbado en la cama, mientras leía una novela policíaca. Un segundo de despiste había bastado para generar una bola de fuego que se extendió por toda la casa, a una velocidad cruel. Amaba a Esteban como nunca había amado a nadie, pero ahora el odio hacia su persona era igual de intenso. Por su culpa, su niño ya no estaba en este mundo, y ya nunca volvería. 


No estaba segura de que pudiera soportar aquel revés en un camino marcado, hasta ese momento, por las alegrías y la felicidad. De repente, escuchó el ruido de unas llaves en la cerradura. Se volvió y vio cómo Esteban entraba y la miraba, sobresaltado. Parecía que ambos habían decidido pasarse por allí para luchar contra sus propios fantasmas. Sin mediar palabra, él también se sentó en el suelo, a su lado, y la miró con preocupación. Ella le correspondió y comprobó, aliviada, que las quemaduras de su frente ya se estaban secando y presentaban mejor aspecto que el día después del accidente. 

Esteban la cogió de la mano con suavidad y ella se dejó hacer. No tenía fuerzas ni para reprocharle todo lo que llevaba dentro, ni para discutir, ni siquiera para llorar. Era consciente de lo culpable que se sentía él y tampoco se veía con el derecho a juzgar su conducta, por muy incorrecta que ésta le pareciese. Él no se atrevió a acudir al entierro de su hijo, tal era la vergüenza y el dolor que invadía su conciencia. Ella le disculpó delante de todos, pues, en cierto modo, comprendió su decisión. Y ahora no les quedaba nada, no quedaba ni rastro de algún sentimiento que les pudiera volver a unir como pareja. 

Por eso, ella se levantó, le rozó los labios en un beso casi imperceptible, a modo de despedida definitiva, y salió de la casa. Esteban se quedó mirando al vacío, solo, sentado. Con la única compañía del bote repleto de pastillas que había comprado en la farmacia esa misma mañana. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario