Estamos en el año 2417, a 15 de agosto. Soy mujer. Tengo 28 años y vivo en un apartamento con huerto propio. Llevo exactamente cuatrocientos años en este mundo podrido de miserias humanas, insensibilidad y deudas perpetuas. Los asesinatos en plena calle han crecido un doscientos por ciento, si comparamos ese dato con las últimas cifras que se ofrecieron antes de la administración de la vacuna contra la mortalidad, hace algo más de cuatro siglos. Nos vendieron aquello como un invento maravilloso, sometido a innumerables y exitosas pruebas en ratones, en primates y, finalmente, en seres humanos. Como era de esperar, la primera persona que se atrevió a someterse al tratamiento aún sigue viva; de hecho, es mi vecina de enfrente, instalada en la edad de cincuenta y tres, para siempre, a menos que algún asesino despiadado decida robarle las pastillas que la mantienen con vida.
A cambio de ser inmortales, la milagrosa vacuna nos ha regalado un sinfín de desagradables efectos secundarios. Debemos medicarnos de por vida, tres veces al día después de las comidas, con el objetivo de mitigar el dolor y reducir la frecuencia de los breves infartos que sacuden nuestros corazones casi todas las semanas. Ningún médico o científico de principios del siglo XXI nos advirtió de la necesidad apremiante del organismo por detener los latidos cardíacos cada cierto tiempo, puesto que nuestra naturaleza sólo contempla la muerte, no la eternidad. Así pues, estamos condenados a seguir vivos de forma artificial, en contra de lo que nuestros órganos internos reclaman: un descanso que ya nunca llegará.
El índice de suicidios se ha elevado en los últimos ciento cincuenta años. Basta con dejar de tomar la medicación establecida y el organismo deja de funcionar por completo transcurridas veinticuatro horas. La depresión es un mal demasiado común: a menudo, no nos sentimos con capacidad suficiente para soportar un empleo a jornada completa todos los días, durante toda la eternidad. Nuestra forma física es miserable, hasta el extremo de que las relaciones sexuales dejaron de existir hace ya más de tres siglos, cuando nos hicieron saber que los primeros inmortales que se atrevieron a tener sexo con frecuencia morían a los pocos días, sin que su medicación les hiciese el más mínimo efecto. Nuestro corazón es muy débil y como consecuencia de ello, estamos limitados.
Los conceptos de vida y muerte han cambiado de forma radical. Ahora, todos estamos muertos en vida, porque no aguantamos la agonía de caminar con lentitud, realizar las tareas cotidianas a un ritmo triste y enfermizo y sentir un auténtico alivio cada vez que caemos sobre nuestros colchones para poder dormir, después de jornadas en las que trabajamos un ochenta por ciento menos que cuando éramos mortales. Nuestra actividad diaria es ridícula y aún así, terminamos derrotados, exhaustos, muertos. Es por eso que la mayoría de nosotros consideramos a los suicidas de nuestro tiempo unos valientes, casi héroes.
No existe un dolor más desgarrador que aquel que padecen quienes deciden por voluntad propia poner fin a esta farsa; durante un día entero, sufren convulsiones, ataques de asma, dolorosos infartos de quince minutos cada dos horas, picores por toda la piel y pérdida gradual de la visión. El cerebro muere por agotamiento, después de que el ser humano haya soportado lo inimaginable.
Tal respeto y admiración sentimos por los suicidas, que todas las calles del mundo cuentan con, al menos, tres estatuas en honor a algunas de estas personas, cuyo valor no puede explicarse con palabras. Hemos degenerado hasta el punto de premiar a los que deciden morir y de mirarnos con resignación los unos a los otros, por compartir nuestra cobardía.
Hace un mes y medio, mientras me encontraba tumbada sobre mi sofá, se me pasó por la cabeza la idea de terminar con esto. Shate, mi pareja desde hacía dos siglos, me miraba desde la cocina con ojos interrogativos. Mi aspecto derrotado contrastaba con su aparente vitalidad; él siempre había sido más fuerte físicamente, a pesar de las circunstancias. Incapaz de superar la curiosidad, se acercó y se sentó a mi lado. Fue en ese instante cuando le conté lo que estaba pensando. Teníamos tres opciones: seguir experimentado aquella existencia vacía una y otra vez, dejar de tomar la medicación y sufrir una muerte lenta y agónica, o elegir el camino más placentero hacia el descanso.
Por supuesto, una alarma se encendió dentro de Shate. Era la primera vez que le hablaba abiertamente de quitarme la vida, aunque ambos teníamos la opinión de que no podríamos continuar así para siempre. No abrió la boca y, en cambio, esperó a que le contase cuál era mi tercera opción. Nuestro amor era absolutamente platónico, puesto que nunca habíamos tenido sexo; la idea de morir por eso nos había asustado. Hasta ese momento, en el que comprendí que era la mejor alternativa para dejar este mundo. Para mi sorpresa, mi novio me dirigió una amplia y emocionada sonrisa y aceptó sin reservas mi propuesta. Si queríamos descansar en paz de una vez, sin duda, sería el camino más placentero.
Sin embargo, hoy por hoy y con más de cuarenta encuentros sexuales completos, hemos comprendido que no vamos a morir así. Algunos rebeldes se están manifestando frente a las sedes del gobierno porque han descubierto que todo lo que nos habían dicho hasta ahora sobre el sexo era una elaborada mentira. Lo único que pretendían era evitar el nacimiento de bebés potencialmente inmortales, para los cuales no hay espacio en la sociedad. Todos somos adultos, seres humanos en edad de trabajar, y contribuimos a que la sociedad se sostenga por medio de nuestras actividades. En cambio, los bebés permanecerán así para siempre, no serán productivos y ocuparán huecos físicos que, según los gobernantes, no tenemos.
Ayer se filtró entre la población que los miembros del poder roban la medicación a las mujeres embarazadas, en cuanto tienen conocimiento de su estado. Hace quince días que sé que esperamos un hijo y la angustia fruto de las últimas informaciones me impide respirar con normalidad. Shate está planeando nuestra huida a otro lugar. Ya no queremos morir. La vida de nuestro bebé está por encima de cualquier otra cosa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario