Marina cayó en la cuenta de que se había dejado el teléfono móvil sobre la mesa de su dormitorio. Llegaba muy tarde a su cita, por lo que aceleró el paso y cruzó la calle sin mirar atrás, pese a que acababa de percatarse de su olvido. Nada menos que quince minutos de retraso para acudir a aquel encuentro, que tantas veces habían pospuesto ambos y que por fin se iba a materializar. Por supuesto, siempre que su amigo virtual todavía la estuviera esperando.
Caminó los últimos cien metros de trayecto a toda velocidad, casi a trote, pero se detuvo al escuchar su nombre detrás de ella. Una voz masculina la estaba llamando a gritos; podía ser él. Se detuvo y se giró sobre sus pasos, hasta que se encontró con la mirada del desconocido que la estaba siguiendo. No pudo ocultar su asombro, aunque aún albergaba dudas sobre si se trataba de su futuro acompañante, el mismo de su cita. Se daba cuenta de que, quizá, había sido un error no intercambiar fotografías antes de encontrarse, por lo menos para acudir con una mayor claridad de ideas. Ambos se detuvieron, entonces, frente a frente, ella agitada por las prisas y él tranquilo, muy sonriente y con las manos en los bolsillos de su pantalón.
Mientras recuperaba el aliento y la compostura, Marina se detuvo a mirarle con detenimiento. Estaba vestido de forma impecable: elegante abrigo negro, zapatos y pantalones del mismo color, y hubiera apostado que debajo llevaba una camisa de seda o de algún otro material caro. Él pareció percibir el gesto de aprobación de la muchacha que tenía delante, porque se limitó a sonreír con satisfacción, y a continuación, se presentó y la saludó con un cariñoso beso en la mejilla. Luis, era él, el chico con el que llevaba chateando casi un año, aquel alegre y despreocupado joven, de vida sencilla y gustos musicales extravagantes. No podía ser, quizá ambos se habían equivocado, una simple coincidencia en los nombres. Un encuentro casual en mitad de la calle, que nada tenía que ver con ellos.
Ese Luis no tenía, ni por asomo, veinte años. Más bien, llevaba a sus espaldas más del doble, lo que, en principio, suponía una clara diferencia entre ambos, porque Marina acababa de cumplir diecinueve. Ella le dirigió una mirada interrogativa, que bastó para que él considerase necesario darle una explicación. "Está claro que no soy lo que esperabas. Tengo cuarenta y dos años y te seguí el juego por chat por pura diversión, hasta que me di cuenta de que, realmente, me apetecía conocerte. Espero que la edad no sea un problema para que, de momento, nos tomemos un café". Marina asintió con la cabeza, convencida, y caminó junto a él hasta la cafetería más cercana.
Durante la conversación que acompañó a aquel café, ambos descubrieron que todo lo que habían compartido en esos meses de palabras escritas no había sido una fantasía. Luis solo había mentido en la edad; todo lo demás era rigurosamente cierto. La complicidad era real, palpable, y las muestras físicas de cariño tan espontáneas, que costaba creer que acabaran de verse en persona por primera vez. La única pega es que Marina consideraba que era un hombre demasiado mayor para ella, con el que existía una distancia abismal en cuanto a la manera de vivir y a las propias experiencias. No obstante, a él parecía no importarle en absoluto.
Luis era mucho más atractivo de lo que ella habría imaginado, aún cuando pensaba que era un chico de casi su edad. Tenía unos profundos ojos verdes, unos pómulos bien marcados y muy masculinos y unos labios preciosos; un rostro, sin duda, muy armónico. La camisa, que ya había quedado al descubierto, dejaba entrever unos brazos fuertes y un pecho bien definido. Marina se estaba excitando con sólo observarle y no hacía más que moverse, inquieta, en su silla. Aquella situación era más estimulante de lo que se podía esperar, aunque ambos no fuesen capaces de comentar nada al respecto. Hasta que Luis se aproximó a ella y se atrevió a susurrar en su oído.
"Quizá, eres demasiado joven para escuchar esto, o puede que no comprendas ni siquiera de lo que voy a hablarte. Me encantas, Marina, y quiero que vengas a mi casa, conmigo, para que descubras por ti misma lo que puedo ofrecerte". Al escuchar aquello, Marina sintió cómo se le secaba la boca al instante, por la emoción, por la sorpresa, por la curiosidad. Sabía muy bien que no era nada prudente irse con aquel desconocido, pero por otro lado, el deseo se había apoderado de ella y no podía ignorarlo. Pagaron los cafés y subieron al coche de Luis, aparcado en esa misma calle. Mientras circulaban, ella fue consciente de otra mentira, puesto que él no vivía en aquella urbanización, como le había asegurado, sino en el centro de la ciudad.
Ya en el piso de él, después de arrancarse la ropa el uno al otro con desesperación, Luis la penetró en infinidad de posturas, muchas de ellas totalmente desconocidas para la muchacha, y le mostró el lado insaciable de un hombre apasionado. Unieron sus cuerpos durante dos horas, agotadoras para ella, muy placenteras para él. Ya tumbados, descansando, Marina no dejaba de preguntarse a sí misma cómo había podido resistir aquella pasión enloquecida sin desmayarse. Luis, a su lado, la miraba como si nada, con una amplia sonrisa, mientras acariciaba uno de sus pezones con despreocupación, como si aún tuviera ganas de más.
Llegó la noche. Después de cinco sesiones de sexo salvaje y casi doloroso en una sola tarde, y una cena exquisita, Marina había comprendido dos cosas. La primera era que existían hombres adictos al sexo, perversos, con ciertos desequilibrios mentales, que permanecían recluidos en sus casas porque la sociedad los marginaba, ya que no querían curarse; para ellos, aquella lujuria era una bendición. Y la segunda, que ella había tenido la desgracia de toparse con unos de ellos, que sentía mucho miedo y que no sabía si iba a poder salir de aquella casa.
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