Sumergida en las profundidades de un sueño reparador, su piel percibió las caricias mucho antes que ella misma. En la zona que rodeaba su ombligo, unos labios cálidos y suaves le daban pequeños besos, con absoluta dedicación, muy delicados, casi un simple roce en cada rincón de esa parte de su cuerpo. Los leves escalofríos que le estaba provocando ese contacto inesperado, la alejaron del mundo onírico y la permitieron recordar dónde se encontraba. Y con quién.
Abrió los ojos despacio, aún con pesadez, pero con una sonrisa pícara pintada en la cara, y se encontró con la mirada traviesa de Valentín. Su novio, satisfecho por haber conseguido su propósito, abandonó su ombligo y se tumbó entonces junto a ella, en aquel enorme sofá acolchado. Hacía mucho calor, pese a que, de vez en cuando, entraba una ligera brisa marina por las ventanas abiertas. Formentera era un paraíso al que se habían acercado para evadirse de la rutina, conocerse más y entregarse con mayor esmero el uno al otro.
Judith se volvió hacia él y le miró a los ojos con auténtica admiración. En aquel momento, él sólo llevaba puestas unas bermudas con estampados florales hawaianos, que le llegaban a la altura de la rodilla y que aún estaban un poco húmedas. Ella llevaba puesto un biquini blanco y un pareo decorado con dibujos de jeroglíficos egipcios. Valentín se aproximó hasta ella y la abrazó con ternura, sin apartar su mirada azulada de la de ella, aún somnolienta y relajada. Se incorporó despacio y comenzó a besar y lamer con cuidado una de sus orejas, mientras Judith se estremecía, de sorpresa y gozo a partes iguales.
Sonrió al percibir el sabor salado en el lóbulo, y recordó el baño que se habían dado juntos una hora antes en la playa, antes de que ella se durmiera cuando terminaron de comer. Valentín tenía ganas de que ella sintiera, de nuevo, el placer que dos cuerpos enamorados podían proporcionarse. Judith había descubierto, desde hacía unos meses, que su hombre era insaciable, que no podía controlar la atracción que sentía hacia ella y que el deseo le dominaba en cualquier lugar y circunstancia.
Ella cogió sus manos y las colocó con toda la intención sobre sus pechos, todavía cubiertos por el sujetador del biquini. De inmediato, Valentín dejó de besar sus orejas y se dedicó a su boca hambrienta, formando círculos dentro con su lengua y la de ella. La cogió en brazos, agarrándola de las nalgas, y la llevó con él hasta el cuarto de baño, donde había un amplio jacuzzi. La dejó de pie en el suelo, abrió el grifo del agua caliente, encendió los botones que generarían las burbujas y echó abundante gel con el fin de lograr suficiente espuma. Mientras se formaba la mezcla, se acercó a Judith y la despojó del traje de baño y del pareo, de la misma forma que él se quitó las bermudas.
Con el agua ya preparada, la cogió de la mano y la invitó a meterse con él en el interior del jacuzzi. Ambos se colocaron uno al lado del otro, envueltos en espuma, desnudos, excitados, especialmente sensibles al percibir el roce y la calidez del agua sobre sus pieles un poco enrojecidas por el sol. De inmediato, aunque con movimientos lentos y sensuales, Judith se sentó a horcajadas sobre él y comenzó a besar su cuello, mientras su hombre acariciaba sus glúteos con las manos y sus pezones con la lengua. Ella se dejó hacer y comenzó a gemir, sin preocuparle lo más mínimo quien pudiera escucharla en aquel bloque de apartamentos.
Valentín se olvidó por el momento de su trasero y colocó una de sus manos entre sus piernas, primero para estimular su zona secreta y después, para introducirle dos dedos. Ella cerró los ojos, al mismo tiempo que perdía la noción del espacio y la voluntad sobre su propio cuerpo. Aquel masaje íntimo, unido a los vaivenes de las burbujas, le hicieron abandonarse a un placer desconocido. Ella trató de agarrar su miembro, pero él no se lo permitió y le colocó ambas manos a su espalda, para inmovilizarla. Entonces, fue él mismo quien sostuvo su pene rígido y se lo introdujo despacio, con una lentitud cruel y dolorosa, hasta que le concedió el alivio de dejarse caer, sentada sobre él, completamente llena.
Judith se movió con frenesí, al ritmo de las sacudidas que él le daba desde esa postura. Como consecuencia de su pasión, derramaron agua por los bordes del jacuzzi, aunque se mostraron ajenos a ello y concentrados en su satisfacción sexual. Valentín, a medida que se acercaba al límite de sus fuerzas, agarró a su novia del cabello con fuerza, y tiró de ella hacia atrás, a la vez que los dos caían rendidos por el éxtasis final. Abrazada a él y agotada, Judith apoyó su cabeza sobre su hombro y recuperó, poco a poco, su respiración normal.
De repente, Valentín la apartó a un lado con suavidad y salió de allí, sin importarle que pudiera mojar el suelo. Ella, sin moverse del agua, le siguió con una mirada desconcertada, hasta que le vio volver con algo escondido detrás de su espalda. Con cuidado de que ella no viera el misterioso objeto, lo dejó sobre una estantería del cuarto de baño y se acercó al enorme espejo, lleno de vaho por la humedad. Entonces, con su dedo índice aprovechó el vapor de agua para escribir una frase, casi una orden, un imperativo, que Judith pudo leer con claridad: "Cásate conmigo".
Valentín recogió el pequeño estuche que había depositado antes y lo abrió delante de ella. Un anillo de oro blanco, brillante, sencillo, tallado con diminutas flores y con las iniciales de sus nombres, descansaba en su interior, aguardando que el dedo de ella lo acogiera. Judith se tapó la boca con las manos de pura emoción y salió del agua rápidamente para abrazarle, mientras afirmaba con rotundidad que se casaría con él. Había encontrado al hombre ideal, uno capaz de enloquecerla en la cama y además, de convertir su existencia diaria en la más bella historia romántica.
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