Carol me observó en silencio y con evidente preocupación, mientras apretaba con sus manos desnudas la herida de mi costado derecho, que no detenía su flujo de sangre. Tan sólo era un corte de cuchillo poco profundo, pero había bastado para debilitarme, por inesperado y doloroso. Mientras yo luchaba por no marearme, sentado y apoyado sobre su hombro, mi amante empezó a rasgar la parte inferior de sus pantalones con la navaja que solía usar para cortar ramas en los peligrosos caminos que, a menudo, transitábamos. Cuando tuvo en sus manos un trozo de tela lo bastante grande, lo utilizó para cubrir mi herida y apretar contra ella con más fuerza. Entonces, dirigí mi vista nublada a sus ojos compasivos y me sentí ciertamente humillado, por mostrar aquella debilidad delante de una mujer; la misma hembra que me daba calor cada noche.
El resto de integrantes de nuestro grupo improvisado, nos miraba a ambos con curiosidad, posiblemente preguntándose qué clase de relación nos unía. Los ocho (nosotros dos, cinco hombres y una mujer en su último tramo de embarazo) habíamos encontrado aquel puente, medio derribado, bajo el cual nos escondíamos de la persecución incansable a la que nos estaban sometiendo. Carol y yo habíamos coincidido con ellos, apenas unas horas antes, en una sucursal bancaria abandonada, donde descubrimos con incredulidad que había montones de billetes a la vista. Con el fin de evitar que se derramara sangre, decidimos repartir el botín a partes iguales entre todos y huir cada uno en una dirección. No obstante, enseguida fuimos conscientes de que otro pequeño grupo nos había seguido y también quería hacerse con el dinero, a cualquier precio.
Después de un breve enfrentamiento físico con los diez hombres desconocidos, en el que habíamos empleado todo tipo de armas blancas, tomamos la determinación de salir corriendo y buscar la manera de despistarles. Durante la fiera persecución, alguien me lanzó a distancia un cuchillo de grandes dimensiones, que se insertó en mi costado. Me habían herido, sí, pero a cambio, había ganado un arma, lo cual, en aquellos tiempos, no estaba nada mal. A pesar del susto inicial, parecía que nos encontrábamos a salvo, puesto que tres horas más tarde, seguíamos bajo el puente sin saber nada de los asaltantes.
Constaté que la hemorragia ya se había detenido y entonces, me dí cuenta de que la mujer embarazada y uno de los hombres, barbudo y corpulento, se encontraban de pie, uno frente al otro, y mantenían una discusión, lo que deduje por la tensión que dibujaba sus rostros, ya que ninguno de los dos había alzado la voz. De inmediato, calibré el posible peligro que se acercaba, cuando vi que la mujer cogía una de los sables que descansaban sobre el suelo y se lo daba al hombre, desafiándole a que lo usara contra ella. Me levanté despacio, mientras Carol me agarraba del brazo y me decía en voz baja que no hiciese nada de lo que pudiese arrepentirme. Sin embargo, antes de que fuera capaz de incorporarme del todo, vi cómo el barbudo atravesaba con el sable el vientre abultado de la mujer, ante el desconcierto generalizado de los allí presentes. Ella cayó al suelo en el acto, muerta.
Si bien Carol emitió un suave grito que sólo pude escuchar yo, los demás contemplábamos la escena sorprendidos, pero no horrorizados. Dos años de calamidades y lucha por la propia supervivencia habían sido suficientes para no asustarse ya por casi nada. El caso de Carol era distinto; había aguantado encerrada en su casa con provisiones durante todo ese tiempo y casi no había tenido ocasión de ver en lo que se había convertido el mundo exterior. Hasta que hacía un par de meses, forcé la puerta de su casa, la descubrí allí escondida por casualidad y la obligué a salir, ya que uno de tantos grupos humanos especialmente agresivos se disponía a bombardear la vivienda. Ella, amenazada y vulnerable, me había seguido a ciegas, sin saber en realidad si yo era un tipo fiable. El día a día, el contacto continuo entre ambos y la mutua simpatía, nos habían convertido en amantes, aunque seguíamos siendo personas frías y superadas por las circunstancias.
Estábamos en el año 2036, y la crisis económica mundial que había comenzado en 2008, había derivado en una situación insostenible en todo el planeta. Los bancos se habían quedado sin efectivo, la inmensa mayoría de las empresas habían hecho frente a un cierre masivo, los gobiernos de muchos países habían dimitido en bloque y la población, al verse sin trabajo ni alimentos, había decidido salir a la calle para robar comida y pelear con todo aquel que tratara de impedírselo. Cada uno de nosotros llevaba ya veinticuatro meses a la intemperie, buscando la forma de sobrevivir, mientras se consolaba con el placer de llevarse algún pequeño bocado al estómago, se resignaba a matar por necesidad o por gusto (la diferencia ya no importaba) o se deleitaba con un poco de sexo vacío cuando no había nada más que hacer.
Yo trabajaba como piloto de combate hacía dos años, antes del declive final de nuestra sociedad. Quizá por mi preparación militar o por mi personalidad, ya de por sí poco emocional, no soportaba ver a la gente llorar a mi alrededor. Todos estábamos pasando por lo mismo, y mientras unos optaban por derramar unas lágrimas que no solucionarían sus problemas, otros preferíamos ignorar los sentimentalismos y comportarnos como animales, como fieras implacables dispuestas a conseguir lo que quieren. Por eso, cuando vi que Carol lloraba sin consuelo por el asesinato solicitado de aquella mujer encinta, no pude más que zarandearla y pedirle que dejase de lamentarse por alguien a quien ni siquiera conocía. Que ahorrase llanto para lo que estuviera por venir.
De repente, uno de nuestros acompañantes, un hombre alto y rapado de unos cincuenta años, cogió su cuchillo curvado, se abalanzó sobre el barbudo y le hirió de muerte en el pecho. Carol, entonces, pareció reaccionar, se levantó, cogió su alfanje y se puso en guardia, a la vez que observaba al hombre moribundo que se quejaba en el suelo. "Scott, vámonos de aquí. La cosa se está complicando". A pesar de que ella me habló en susurros, nuestro compañero enloquecido la escuchó y dirigió a ella su mirada asesina, fulminante.
Tuve claro que tenía que irme de allí con Carol, cuanto antes. Cogí su mano con fuerza y me disponía a abandonar la zona del puente, cuando me percaté de que los cuatro hombres del grupo que quedaban con vida (incluido el cincuentón rapado) nos apuntaban con sus armas y nos miraban con gesto rabioso, desesperados por abalanzarse sobre nosotros. Era evidente que lo único que querían era nuestro dinero, pero desconocían con qué clase de personas iban a tratar.
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