miércoles, 6 de febrero de 2013

Pinceladas del ayer

Casi carece de sentido afirmar que es imposible volver al punto vital exacto en el que todo funcionaba sobre ruedas, aunque entonces no fuéramos conscientes de tal certeza. Todos hemos disfrutado de ese tramo existencial (ya fueran segundos, minutos, meses o años) en el que conocimos la felicidad absoluta o, por lo menos, tuvimos una impresión similar a ésa. Sabemos con exactitud qué personas intervinieron y qué circunstancias se dieron para lograr aquella placentera sensación de plenitud, que sólo respiramos en momentos determinados. 

Los inconformistas aprenden, fruto de sus experiencias, que todo en la vida se puede mejorar, que es factible superar una situación de por sí maravillosa y permitir que se haga, por poco, inalcanzable para otros. Al mismo tiempo, esos deseos desmesurados por ser una persona rica en emociones únicas y diversas, se convierten en un arma de doble filo, ya que no se saborean bien las cosas buenas cuando se tienen delante. El afán por cumplir sueños cada vez más lejanos nos impide percibir y vivir los objetivos que ya hemos conseguido. 

El ser humano debería pensar más a menudo que una de las ideas principales para ser feliz es sentir admiración por uno mismo. Es un pensamiento que va muy ligado a una elevada autoestima, al hecho de tener capacidad para ser objetivo con la propia persona, caminar con seguridad y saber quererse a uno mismo de manera sana y justa. Es un conformismo temporal positivo, en el sentido de que valoramos el presente y nuestras cualidades y habilidades actuales, por encima de cualquier otro instante ya vivido o que éste por venir. Nadie es dueño de la verdad sobre quiénes seremos mañana, en qué nos habremos convertido como consecuencia de nuestros éxitos y fracasos, o por culpa de acontecimientos que no podamos controlar. 


Existen emociones pasadas que podemos traer hasta hoy. Aficiones que hace unos años colmaban nuestro espíritu y nos permitían construir alas a una creatividad escondida o desconocida. De niños y de adolescentes, disponíamos de más tiempo para divagar en los rincones más mágicos de nuestra mente, porque era una época para experimentar, adquirir ideas, dar rienda suelta a la imaginación, descubrir ilusiones. Por eso, muchos de nosotros dibujábamos, escribíamos cuentos cargados de fantasía y no necesariamente lógicos, y nos buscábamos a nosotros mismos por medio de inquietudes, duraderas o pasajeras. 

El impulso de la novedad da una mayor intensidad a aquello que nos gusta. Cuando dibujamos o escribimos por primera vez, el hecho de que sea una actividad nueva, le otorga un mayor valor, un interés más fuerte que viene tanto de nosotros, como de los demás. Uno enseguida sabe si lo que está haciendo surge de una obligación académica o nace producto de una habilidad que no creía poseer. Lo bonito de aprender es la posibilidad de poder elegir más tarde; aquello que nos aburre, se deshecha y lo que nos apasiona, vive para siempre. 

El cerebro, a veces, selecciona lo que más le conviene, ya sea para la supervivencia en este mundo competitivo o para garantizar una mayor presencia en nuestra vida de aquello que nos hará triunfar. Sin embargo, lo que nos emociona, lo que somos, siempre aflora a la superficie, tarde o temprano, en forma de recuerdo eterno. 


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