Estábamos en una exposición
de arte contemporáneo que había organizado uno de mis mejores amigos. Observé
cómo ella se detenía frente a uno de los paisajes que yo mismo había pintado,
un amanecer nórdico al óleo. Había tardado meses en decidirme a exponerlo, ya
que no era de los mejores de mi colección, por lo que me acerqué a aquella
mujer y mientras miraba su perfil, me pregunté qué habría llamado su atención
exactamente. Entonces, ella se volvió y me dedicó la sonrisa más transparente
que he visto jamás; sus gruesos labios pintados con carmín rojo y su dentadura
blanca y deslumbrante, por poco me robaron la cordura en aquel segundo. Con un
gesto espontáneo, me agarró del brazo y se aproximó para darme dos besos,
mientras me confesaba que sabía que yo era el autor del cuadro y que había sido
invitada allí por mi amigo, que era un vecino suyo de la infancia. La imagen de
mujer esquiva quedó desmontada al instante, ante su actitud cercana y su
conversación agradable.
Ese día nos reímos mucho, no
sólo en la exposición, sino también después, cuando nos fuimos a una cafetería
próxima a la galería. Allí, compartiendo zumos de piña, descubrí a una chica
con la pizca de inmadurez justa para hacerla irresistible, con una mirada
cristalina en la que cualquier hombre podría perderse y unas cualidades
artísticas únicas. Se dedicaba a crear bellas figuras de mimbre, material que
manejaba a su antojo para darle la forma deseada. Tenía escasos clientes,
aunque selectos y fieles, y trabajaba duro para hacerse un hueco en el negocio.
Es posible que esa circunstancia nos uniera para siempre, porque en los días
sucesivos, empezamos a ponernos en contacto para intercambiar ideas
relacionadas con nuestras dos pasiones. Yo le facilité direcciones de numerosos
amigos que podrían estar interesados en sus creaciones, mientras ella acudía a
mi casa con frecuencia para darme su opinión (siempre particular y vitalista)
de mis pinturas.
Transcurrieron meses en los
que compartimos cenas, visitas culturales, risas, confidencias y preocupaciones
de diversa índole. La atracción entre los dos era palpable, pero ninguno quería
dar el paso que marcara la diferencia entre un trato amistoso y cordial y una
relación profunda que podría destruirnos si acaso salía mal. Me detenía a
menudo en sus ojos y no podía evitar estremecerme de pies a cabeza; era la
mujer con la que siempre había soñado. Fantaseaba con enredar mis dedos en los
rizos que formaban su precioso cabello, en tomar aquel suave y atlético cuerpo,
en abrazarla sobre mi cama mientras la lluvia caía afuera. Desconocía la
dimensión de sus sentimientos hacia mí, pero sí estaba seguro de que deseaba
que nos besáramos tanto como yo. Por eso, una noche helada de finales de
febrero, mientras veíamos una película sentados en mi cómodo sofá, me tomé la
libertad de aproximarme a ella y la invité a tumbarse de espaldas sobre mi
regazo. Ella dudó un instante, pero después se acomodó sobre mí y permitió que
la abrazase desde atrás, mientras yo no podía reprimir el impulso de besar su
cuello.
Su estremecimiento me mostró
que mi roce le había gustado, por lo que ya no pudimos controlarnos más y
unimos nuestros labios en un beso hambriento, intenso, cargado de ilusiones.
Nos olvidamos de la película, la cogí en brazos con suavidad y la llevé a mi
dormitorio. Allí, la desnudé por completo sin apenas estimularla y fijé mis
ojos en los suyos mientras ella permanecía tumbada en la cama, silenciosa,
expectante. Me dirigí al armario donde guardaba los pinceles y la pintura y cogí
uno de los maletines con los que solía trabajar. Sin mediar palabra, mojé uno
de los pinceles más gruesos en la pintura naranja y empecé a manchar sus
pezones, marcando unos trazos firmes sobre esa zona tan sensible. Alicia cerró
los ojos y se abandonó a aquella experiencia tan nueva y placentera. No me dejé
ni un solo rincón de su piel por recorrer con las distintas brochas y colores,
y cuando ella ya estuvo lo bastante loca por mí, le hice el amor
apasionadamente, embriagado por todo lo que me hacía sentir. Destrozados por
tal derroche de amor, dormimos juntos por primera vez, con nuestras piernas
enredadas y el dulce olor de nuestros cuerpos saciados envolviendo la
habitación.
Ya nos habíamos enamorado
antes de esa noche y lo que vino después, no hizo más que confirmar lo que ya
sabíamos: nuestro futuro emocional y profesional estaba en nosotros como
pareja. Durante muchos años, nos retroalimentamos con nuestras aportaciones
mutuas, el entusiasmo de ella y mis pequeñas dosis de pesimismo, su carácter alocado
y mi punto de vista sensato. La cuidé como nunca cuando se quedó embarazada de
nuestros gemelos, un niño y una niña de personalidades rebeldes que acabaron
con la calma de nuestro hogar, pero que también nos enseñaron que nuestra
felicidad podía ser aún mayor.
Nunca nos casamos porque eso
de firmar unos papeles para demostrar que nos amábamos no iba con nosotros. No
obstante, vivimos juntos cincuenta y tres años, en los que la pasión y la
comprensión fueron constantes, y una buena educación para nuestros dos hijos,
siempre una prioridad.
Me llamo Santos, el mes
pasado cumplí ochenta y dos años, y ésta es una historia feliz. Es el relato
del amor incondicional que me ha unido a Alicia para siempre y que todavía vive
en sus figuras de mimbre, que decoran la mayor parte de nuestro salón y un
reducido espacio de la terraza. Ella ya no está, dejó de respirar mientras
dormía, una noche de verano de hace cuatro años. Cuando desperté y la encontré
tendida a mi lado, con el rostro relajado y feliz, fui consciente de que se
había ido sin perder su espíritu alegre; en paz. Y entonces sonreí, porque me
di cuenta de que, en el fondo, estaría viva toda la eternidad, en el recuerdo
de aquellos que tuvimos la buena fortuna de impregnarnos con el aroma de su
optimismo.
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