Ana se incorporó en la cama, sobresaltada y con la espalda y la frente cubiertas de sudor. Aquel mes de julio estaba siendo muy caluroso y húmedo, y suponía todo un reto la decisión de irse a dormir para enfrentarse a los mosquitos nocturnos y al agobio de las altas temperaturas. No podía soportarlo más. Se levantó con rapidez y se dirigió a la cocina para servirse un vaso de zumo de manzana bien frío. Mientras bebía, se asomó por la ventana que daba al patio trasero y contempló el reflejo de la inmensa luna sobre su pequeño terreno, en el que había plantado alcornoques, naranjos y parras. Junto a ese espacio frutal, había un pozo de agua helada, demasiado gélida incluso para aquella época del año.
Con el vaso en la mano, se dirigió al oscuro salón y se sentó en una de las sillas que rodeaban la mesa principal. Pensó en Jorge, en lo inteligente que era, en su blanca y resplandeciente sonrisa, en esos hoyuelos entrañables que se le formaban a los lados de la boca y que le daban cierta apariencia infantil y traviesa. Se lo imaginó entrando por la puerta, una tarde cualquiera después del trabajo, con su traje impecable y su corbata ya medio deshecha, y casi pudo sentirle de nuevo rodeándola con sus brazos y subiéndola a aquella misma mesa para hacerle el amor. Él era así de pasional, así de impulsivo, así de auténtico.
Uno de esos días, después de ese sexo desenfrenado habitual, Ana escuchó de sus labios lo mucho que la adoraba, los planes a corto plazo que anhelaba para ellos, lo feliz que era él desde que sus caminos se habían cruzado y un montón de cosas más, mientras su limpia mirada no se apartaba de la de ella. Entre murmullos de amor, se quedó dormido, relajado sobre el pecho de Ana, que más tarde, también sucumbió al sueño. A pesar de la cercanía íntima de sus cuerpos, ella no se dio cuenta de que él había muerto en sus brazos hasta que se despertó por la mañana. Un infarto fulminante y absolutamente impropio para un hombre de treinta y cinco años se lo llevó para siempre. Su secreta adicción a la cocaína había dañado su organismo de manera imprevisible e irreversible. Ana deseó haber muerto con él.
No obstante, en esos casos, la abundancia de dinero permite a los desamparados pensar en soluciones extravagantes y arriesgadas. Fue lo que le pasó a Ana. Descubrió un centro de investigación que se dedicaba a clonar seres humanos, dentro de unos límites poco legales, y pagó una gran cantidad para que los especialistas hicieran lo imposible por devolverle a Jorge. Su actitud respondió más a una conducta egoísta, pues no quería vivir sin él, ya no podía. A pesar de los avances científicos, los expertos dudaban de que la personalidad del nuevo hombre fuese la misma, aunque su aspecto físico fuera idéntico. Era complicado saberlo con certeza hasta que la imitación de Jorge no estuviera en casa, con ella.
Varios meses más tarde, tenía a esa nueva persona a su lado. Un hombre, cuyo exterior era exactamente igual, pero que enseguida dio muestras de tener un interior bastante diferente. Mientras ella apuraba su zumo de manzana, pensó que el clon de Jorge dormía en ese justo momento en su misma habitación, pero en otra cama. Desde que pisó su casa, él se había mostrado inflexible: tenía recuerdos de Ana, muy vagos y confusos, pero no le apetecía dormir junto a una mujer por la que no se sentía atraído y que le resultaba muy superficial, a juzgar por los lujos que invadían aquel hogar. Resultaba muy cruel tal apreciación, si tenía en cuenta que él mismo (el verdadero Jorge) había comprado todo aquello con su dinero, pasando por alto la austeridad que siempre había defendido Ana.
En ese preciso instante, era una mujer derrotada por las circunstancias, consumida por sus propios deseos frustrados, por sus inmensas ganas de que alguien parecido a Jorge ocupara su lugar. Lo único que podía hacer era conformarse con ver su rostro cada mañana, aunque su expresión fuera la de un desconocido desubicado, que no sabía qué quería hacer con su vida, ni mucho menos con respecto a esa fémina que le miraba siempre enamorada. Con el zumo ya terminado y el vaso sobre la mesa, comenzó a llorar, desconsolada. Un llanto desgarrador e imprevisto salió de su garganta con tal fuerza, que ella misma se sorprendió y logró controlarse durante unos segundos. Sin embargo, Jorge se había despertado y la miraba desde el umbral de la puerta con un amargo gesto de preocupación.
Ella permaneció callada, observándole, haciendo un terrible esfuerzo por detener el agua que resbalaba a través de sus ojos. Jorge se le acercó y le pidió permiso para sentarse a su lado. Con el pulgar, tocó sus húmedas mejillas y secó sus lágrimas. Por un momento, Ana se acordó del amor de su vida, de aquel hombre cariñoso y dulce, que había sido reemplazado por la ciencia por un tipo frío e insensible, aquel mismo tipo que ahora la miraba con comprensión.
- Ana, esto es difícil para los dos. Tú sufres porque no sé corresponderte, mientras que yo me siento culpable por no desear besarte ni hacerte el amor. Él te amaba, yo sólo te respeto. Sin embargo, es posible que el tiempo me permita sentir algo por ti. Podemos esperar a ver qué ocurre o, si lo prefieres, puedo marcharte de aquí ahora y tratar de ser feliz en otro lugar.
La respuesta directa de Ana les sorprendió a ambos. Le dirigió una mirada dura, estremecedora, y le pidió que se fuera al día siguiente. Le anunció que el amor no se podía forzar, bajo ninguna circunstancia, y que lo último que ella quería eran sentimientos artificiales, que surgieran de un empeño calculado. Le deseó muy buena suerte y se levantó de la silla, para dirigirse de nuevo a su cama. Jorge se quedó allí, pasmado, sin decir ni una palabra, y agachó la cabeza, frustrado. Al fin y al cabo, volvía a ser cierto eso de que el dinero no puede lograrlo todo.
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