martes, 19 de febrero de 2013

El refugio pétreo

Primeros cinco días de abril, en mitad de algún rincón montañoso que ya no sabía ubicar. Sarah abrió los ojos despacio, dolorida, pues tenía los párpados ligeramente quemados por el sol. Puso su mano derecha sobre su frente, a modo de visera, para protegerse de los suaves destellos solares de la mañana. Una jornada más, y para no variar, sentía malestar en todo su cuerpo, mareo y mucha sed. Todo ese tiempo perdida en medio de ningún sitio, había sido capaz de beber agua de los lugares más insospechados y poco fiables. 

Se incorporó sobre la incómoda roca cubierta de musgo donde había pasado la noche y movió las piernas despacio, lo suficiente para percatarse de que una hilera de hormigas rojas había empezado a avanzar alrededor de sus rodillas. Se puso en pie de un salto y se sacudió aquellos bichos con rapidez, asqueada. Cuando se hubo calmado, abrió su mochila y comprobó que apenas le quedaba un poco de agua de la última vez que había visto una charca o alguna fuente natural, y apenas cuatro galletas de chocolate. De nuevo, maldijo su suerte (tal y como había hecho los días anteriores), por haberse despistado del resto del grupo de aquella forma tan ridícula, al adelantarse unos pasos para ver un nido de mirlos; cuando volvió la vista, ya no había nadie. 

Las primeras nueve horas, el teléfono móvil le fue de utilidad, ya que le envió a sus compañeros la ubicación exacta en la que se encontraba, pero después, se le acabó la batería y no tuvo más noticias de ellos. No obstante, había intentado no moverse de la misma zona, con la esperanza de que llegasen en algún momento. El clima no parecía estar de su parte, porque, a pesar de que era primavera, en ese punto había hecho de todo: frío, viento, lluvia e incluso granizo; una de las bolas de hielo fue tan gruesa, que le provocó un moratón en el brazo. Ni el chubasquero ni los árboles y ramas con los que había tratado de cubrirse habían sido suficientes para evitar que acabase calada hasta los huesos. 

Aquella mañana, con el sol por fin en lo más alto del cielo, se despertó con la firme determinación de marcharse de allí. Después de cinco días, estaba claro que sus amigos no iban a aparecer y que, si quería escapar viva de esa montaña, tendría que hacerlo por sí misma. O, al menos, intentarlo. De todos modos, sus fuerzas empezaban a flaquear, le temblaban las piernas y no podía dar más de cuatro pasos seguidos sin detenerse enseguida. Caminó durante un par de horas, sin rumbo, ausente, con la única certeza de que seguía en movimiento. Delante de ella, apareció, como una señal, un refugio de piedra de pequeñas dimensiones, pero lo bastante acogedor a simple vista para poder pasar, al menos, lo que le quedaba de día. Entró en él, exhausta, y sin pensarlo, tiró su mochila en su interior y se desplomó en el suelo, sucio y lleno de ramas. 


Posteriormente, no pudo recordar cuánto tiempo se quedó dormida allí dentro, pero sí el mensaje que su subconsciente le había transmitido en sueños. En su fantasía onírica, volvía al punto de encuentro donde se había reunido con sus compañeros antes de iniciar la travesía, y el trayecto embarrado era tan nítido, que casi parecía real. Muy animada por aquella revelación, que quizá no significara nada, se esforzó por hacer memoria y trasladar al presente cada tramo que había recorrido mientras dormía. Eso le salvó la vida. 

Al llegar al pueblo donde sus amigos habían estacionado sus coches, descubrió dos patrullas de la guardia civil, que habían organizado un plan de rescate para dar con ella. Sorprendidos por encontrarla allí, un tanto deshidratada, pero bastante sana, le informaron entonces de la muerte de sus cuatro compañeros, sepultados por varias rocas como consecuencia de un desprendimiento de tierra. El hecho de haberse despistado del grupo había impedido que ella corriese la misma suerte. Lo que para ella, en principio, había supuesto una situación terrible, en realidad, había sido una oportunidad única para sobrevivir. 


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