Llevo inmersa en
este infierno dos años, en un lugar en el que yo sola me he metido y del que no sé
cómo salir. Por fortuna, vivo con mis padres y mi única hermana, que cumplió
nueve años el mes pasado. A él sólo le veo cuando está tan desesperado por mi
rechazo, que acude él mismo hasta mi puerta y casi me arrastra hasta la calle.
Cuando aparece y mi familia está en casa, todo es amabilidad, buenas palabras
bañadas con la brisa de la hipocresía, y sonrisas esquivas que dirige hacia mi
persona, como un gesto cómplice inútil para garantizar por más tiempo mi silencio.
Mis padres creen con una
seguridad ciega que Rubén es el novio ideal, un hombre obligado a lograr la
madurez antes de tiempo, al haberse criado en hogares de acogida. Cuenta con una casa y un coche propios, como resultado de haber trabajado muy duro, y es diez años mayor
que yo, que aún soy una tímida y estúpida niña de veinte años. No me atrevo a
confesar a nadie que me pega, me controla, me prohíbe salir con mis amigos mucho más
de lo que mis padres me han prohibido jamás (ni siquiera cuando tenía doce
años) y me revisa el contenido de mi teléfono móvil cada vez que nos vemos. Si
quisiera engañarle, tendría tiempo de sobra para borrar cualquier mensaje
comprometido, aunque su cerebro enfermo no es capaz de imaginar más allá.
Mi amor por él se murió
el mismo día que me abofeteó la primera vez, a los tres meses de comenzar a
salir. Sigo a su lado por puro terror, pánico a que pueda volverse loco del
todo y vaya contra mi familia, lo que no podría perdonarme nunca, al ser la
única responsable. No obstante, soy consciente de que no puedo continuar
encerrada dentro de esta unión sentimental enfermiza que amenaza con derrumbar
todo lo que soy.
Hace unas horas que
ellos se han marchado. Mis padres y mi hermana se han ido a casa de mis abuelos
paternos. Hubiera querido irme también, pero Rubén me sugirió con toda la
cortesía de la que fue capaz (a gritos) que me quedara, porque más tarde, tenía
intención de venir a hacerme compañía, como así ha sido. Me quedo escasa de
términos para definirle en este preciso y terrible momento de angustia y
desolación.
Acabo de mirarme en el
espejo de mi cuarto y sólo veo a una joven desorientada, confusa, de piel
pálida y enrojecida, llena de marcas, arañazos, moratones. Repleta de golpes
nacidos del absurdo de un amor mal entendido. Menos mal que no me ha tocado la
cara, y mis ojos, de un azul muy vivo, siguen en su sitio. Cada vez que me hace
esto, se ampara en su idea de que me terminará gustando el masoquismo tanto
o más que a él, y que todo será cuestión de coger práctica y confianza. Me pide
que confíe en él, en un ser humano de tan baja calaña. Qué estupidez suprema.
A pesar de sus intentos
para que me acostumbre a sus vejaciones, el dolor siempre habla en mi lugar: mi
interior no para de sangrar ante la brutalidad a la que ha sido sometido de la
manera más rastrera, y estoy aterrada porque no sé cómo detener la hemorragia. Finalmente, pasados unos minutos, por sí misma, remite. Parece que mi cuerpo, después de todo, es sabio y quiere ahorrarme el suplicio de tener que acudir a urgencias por un motivo
semejante. Demasiadas explicaciones, que debería, pero que no quiero dar.
Me tumbo en mi cama y
observo el techo con los ojos entrecerrados, mientras las lágrimas asoman de
nuevo. Mi juventud, mi ser, mi entusiasmo ante la vida nunca se hubieran
merecido este desconsuelo, que me ahoga el alma y me bloquea la capacidad de
raciocinio. Sencillamente, no puedo pensar.
De repente, suena el
teléfono fijo. Me levanto con pesadez, aún agotada por los últimos
acontecimientos, y descuelgo el auricular. El femenino llanto desolado al otro
lado de la línea contrasta con la media sonrisa que dibuja mi rostro. No
puedo verme, pero casi puedo jurar que me brillan los ojos por la felicidad a medias que
acaba de estallar dentro de mí. Rubén ha tenido un
accidente con el coche, se ha estrellado contra una farola y se ha matado.
Cuelgo sin dejar que su
madre finalice su historia. Ahora soy dichosa y me apetece hacerme unos huevos
revueltos. Quizá, después, como postre, me coma un trozo de la tarta de
chocolate que hizo mi madre hace un par días. Acudo a la cocina casi flotando.
Siento las piernas muy ligeras, ya casi no me duele la herida del muslo y los
ojos han dejado de liberar lágrimas. Me siento plena, libre.
Una nunca se imagina
que se alegrará de la muerte de alguien, hasta que descubre que su felicidad
depende casi por completo de que tal desgracia ocurra.
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