El frío es una de las sensaciones externas más desagradables e inoportunas que puede haber. Incluso en verano, a veces ocurre que sales por la noche, totalmente confiada, con tus pantalones a la altura de la rodilla, tu camiseta de tirantes y tus chanclas de suela baja, esperando una temperatura media a esas horas de unos veinticinco grados, y de repente, descubres que la sensación térmica ha caído en picado. Lo malo es que eso suele suceder dos horas después de haber salido de casa, por lo que te sorprende a una distancia remota, lejos de la civilización, donde no es posible disponer de una chaqueta, aunque sea de esas finas del chino que no abrigan nada.
El frío es traidor, no avisa, ataca por la espalda, igual que algunos graciosos que consideran divertido meter sus manos heladas por debajo de tu camiseta para regalarte un estremecimiento perturbador (con amigos así, quién quiere enemigos). Es curioso como, en cualquier estación del año, puede presentarte sin previo aviso un día espectacular, soleado, primaveral, sin una pizca de viento, y tan sólo unas horas más tarde, ese fantástico ambiente pasa a convertirse en una ventisca, acompañada de frío invernal, lluvia y, si la cosa se pone fea del todo, hasta granizo. Muchos sonreirán (o llorarán) al recordar cambios bruscos como éste, puesto que todos los hemos vivido con mayor o menor fortuna.
Resulta bastante molesto tener que ponerse cinco o seis capas de ropa para estar lo bastante abrigado como para no percibir que las temperaturas se acercan a los cero grados. El cuerpo llega a alcanzar un cálido bienestar, hasta que, como consecuencia de caminar por la calle, empiezas a sudar. Es un proceso realmente incómodo: tienes frío, te abrigas, empiezas a sudar la camiseta que tienes debajo de otra camiseta de manga larga, un jersey, una sudadera y por fin, el abrigo, el aire gélido entra por algún rincón desconocido y al rozar la piel mojada por el sudor, vuelves a tener frío. Y este es el momento crucial en el que los amantes del invierno deberían explicarme qué es lo que encuentran atractivo en semejante faena diaria.
Lo cierto es que el problema no es sólo sufrir en la calle, donde se te congelan las mejillas, los labios (podrían besarme y ni me enteraría), las orejas, los pies y las manos (me vienen a la mente esas madres inconscientes que no les ponen guantes a sus bebés). Los conflictos reales surgen en casa: aunque tengas calefacción, no estás a salvo. El instante crítico es aquel en el que estás leyendo junto a la estufa, bien abrigado, caliente, y se te ocurre la genial ideal de ducharte (porque claro, tarde o temprano tienes que hacerlo, si no quieres sentirte un apestado). Entonces, imaginas un mundo hostil, en el que el frío fue inventado por alguien con muy mala leche dispuesto a fastidiar tu apacible vida, a cabrearte. Y el muy canalla lo consigue.
De repente, estás de mal humor, sopesando pros y contras de quitarte la ropa deprisa o despacio, pensando qué opción será la mejor para tu salud física y mental. En la mayoría de las situaciones, decidimos despojarnos de todo con la mayor velocidad posible y meternos en la ducha al mismo ritmo. El agua caliente (a veces, casi hirviendo) sobre nuestro cuerpo nos hace olvidar el cabreo durante un rato, hasta que llega el momento de salir y descubrir que la toalla está tan fría como si un oso polar hubiera dormido sobre ella después de rebozarse en bloques de hielo. Ese es el minuto en el que maldices tu poca inteligencia, por no haber tenido la idea de colocarla antes sobre un radiador. Raciocinio, ¿para qué?
Una vez superado el mal trago de ducharse en tales condiciones térmicas, llega la paz. Te sientas en el sofá, te dispones a ver la televisión y disfrutas de ello con cierta tranquilidad, al menos, durante hora y media. Después, empiezas a sentir los pies congelados. Se trata de un fenómeno incomprensible, ya que te has puesto tres pares de calcetines; encima son los gruesos, los de ruta senderista, los de excursión a la nieve. Pero la realidad es que tienes frío y esa sensación ya no desaparece hasta que te vas a dormir.
La cama es un lugar complejo y contradictorio. Se supone que debería ser el sitio más cálido y acogedor de toda la casa, pero los hechos nos demuestran lo contrario. No soy creyente, pero afirmo que más de uno que sí lo sea, rezará antes de meterse dentro. ¿Cómo pueden estar las sábanas tan frías? Apuesto a que podría acostarme sobre cubitos de hielo y sentiría algo similar. Eso por no hablar de lo que se tarda en entrar en calor, de las vueltas que es necesario dar para que el cuerpo se acostumbre y decida generar una buena temperatura por sí mismo. Una vez conseguido esto, levantarse en mitad de la noche para ir al baño se considera una actividad de riesgo.
Vamos, que digan lo que digan algunos insensatos, el frío es un castigo que nos ofrece la naturaleza para hacernos la vida aún más complicada. Con la cantidad de cosas que se pueden hacer con buen tiempo y tenemos que estar amargados durante nueve meses al año. No hay derecho. Ni siquiera me consuela el hecho de que vendan esas botas tan bonitas con piel interior de borrego o las populares orejeras, que nos hacen sentir ridículos, pero especiales.
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