Nadie vive la vida que había planeado. Unos se han acercado más a sus propias expectativas que otros, aunque siempre es posible enderezar la situación. Cometer errores es lo más humano que existe, al igual que los estornudos, la tos o sentarse a la mesa y comer. Las desviaciones del pensamiento suceden en instantes de confusión aguda, en los que el hecho de sentirse perdido acentúa la búsqueda de otras alternativas más viables. Como seres racionales que somos, discurrimos por este mundo a la caza de puertas abiertas que permitan huir a los problemas por sí mismos, aunque éstos no quieran irse.
Mi psicóloga siempre me dice que mire bien en mi interior, porque puede que lo que descubra me revele una identidad de mí mismo que desconozco. Desde que me dejó mi novia al confesarme que se había enamorado de otro, no he parado de tener sexo con profundas desconocidas. Soy consciente de que lo único que busco es llenar mi vacío interno por medio del contacto físico, ya que me siento demasiado solo. Siempre les pido, casi les suplico, que se queden a dormir conmigo, como si pudiera comparar su presencia con la de Rebeca.
Ella solía rodearme con sus piernas mientras dormíamos, y le encantaba abrazarme. A veces, le entraba un calor repentino y me pedía que me apartase un poco, porque se agobiaba enseguida. Cuando se marchaba, me quedaba varios minutos oliendo su aroma natural, que se quedaba impregnado en mi almohada. Sé que llegué a ser excesivamente intenso, pero mi justificación está en mi amor incondicional por ella, a la que admiraba y respetaba por encima de cualquier cosa. No podía mirarla a los ojos sin derretirme por dentro, no podía acariciar sus mejillas sin sentirme inmensamente afortunado y, sobre todo, no podía hacerle el amor sin enamorarme de ella de nuevo, cada vez.
Rebeca era mucho más práctica. Solía decir que el amor comenzaba muy bien, se desarrollaba a duras penas y terminaba por morir, tarde o temprano. Su visión realista contrastaba de lleno con mi punto de vista romántico y eterno, mis deseos poderosos de tenerla a mi lado día tras día, sin que los sentimientos (al menos, los míos) pudieran apagarse. Como era de esperar, el amor que se apagó fue el suyo y la rabia que corrió por mis venas no me dejó dedicarle más que acusaciones frías y punzantes. La acusé de fingir lo que había sentido por mí, de ser una actriz espectacular, de haberme hecho perder el tiempo con alguien como ella, tan baja y tan rastrera. No escatimé en términos hirientes, cargados de veneno y de dolor. No obstante, por dentro estaba hecho añicos.
Hace algo más de siete meses que no sé nada de ella. Se mudó de ciudad con su nuevo acompañante y tampoco me esforcé por mantener el contacto. Curiosamente, ella sí quería que siguiéramos hablando, pero mi orgullo y mi sufrimiento me lo impidieron y fui inflexible. En este tiempo, me he dedicado a compartir cama con chicas de todo tipo y condición, más o menos simpáticas, más o menos delgadas, más o menos apasionadas, pero todas ellas capaces de calentarme el colchón. Intento ser cariñoso con ellas, puesto que todas las mujeres se merecen un buen trato, pero entre las sábanas me transformo y me convierto en un salvaje, que sólo busca el placer físico. Por supuesto, sé que a ellas les encanta, porque les genera mucho morbo mi actitud. Tampoco lo he buscado, pero no he podido vincularme emocionalmente a ninguna. Hasta que apareció Carolina.
Como es habitual últimamente, la conocí de fiesta con mis amigos. La atracción sexual fue inmediata y evidente, lo que no nos permitió esperar a llegar a mi casa. La intimidad nació en un rincón de aquella discoteca, bajo la sorprendida mirada de mis compañeros de juerga. Ambos estábamos borrachos y ardiendo en deseos de comernos de arriba a abajo, por lo que ella no se cortó y empezó a meter sus manos en el interior de mis calzoncillos. Le dije al oído que eso no podía suceder allí, en público, y le pedí a mi mejor amigo que nos llevara a mi casa con urgencia. Una vez en la cama, la pasión se desbordó por completo.
A la mañana siguiente, empecé a acariciarle el pelo nada más despertarme. Carolina dormía profundamente, mientras yo observaba sus labios aún pintados de carmín rojo. Sería uno de esos pintalabios que duran veinticuatro horas, ya que el frenesí nocturno no le habría permitido sobrevivir sobre esa piel carnosa. Aquella dulce tranquilidad se vio interrumpida vulgarmente por el sonido de mi teléfono móvil. Me levanté enseguida, lo cogí y salí a la terraza con él; no quería que ella se despertase.
Aquello era inaudito. Se trataba de Rebeca. ¿Qué podía querer después de tantos meses? Descolgué y dejé que hablara todo lo que quisiera. A fin de cuentas, yo no tenía nada que contarle. Sus palabras me hicieron daño, pero al mismo tiempo, me abrieron los ojos de par en par: "Jesús, te echo de menos. Me he dado cuenta de que no voy a encontrar a nadie que me quiera más que tú y esa realidad me atormenta. Quiero que volvamos". Me indigné, no podía creerme que llegara a ser tan egoísta. Sólo acerté a contestar: "espero que te vaya todo muy bien. No quiero volver a saber nada de ti. No me llames más". Colgué con un alivio que jamás hubiera imaginado sentir.
Volví a la cama junto a mi diosa, Carolina, esa chica con la que el sexo había cobrado un nuevo sentido para mí. La rodeé con mis brazos y la desperté con un beso en la comisura de la boca. Su sonrisa me abrió las puertas de un futuro incierto, pero distinto.
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