Siempre me han dicho que no ronroneo con la frecuencia que se espera de uno de nosotros. Mis compañeros de especie lo hacen cada vez que les acarician, les rascan detrás de las orejas, juegan con su cuello o les pasean las manos lentamente por sus lomos peludos. A mí todo eso me relaja mucho, me traslada a nuevas sensaciones, a una máxima relajación que pocas veces puedo alcanzar, a un estado somnoliento delicioso. Sin embargo, casi nunca emito esos ruidos que tanto les gustan a los seres humanos, esa especie de vibración que sale de nuestras gargantas casi involuntariamente y que provoca temblores en todo nuestro cuerpo.
Soy una gata de origen francés, de raza chartreux, aunque en España se me conoce como cartujo. Digamos que como soy hembra, podéis hacer referencia a mí como cartuja, que además es el Estadio Olímpico de Sevilla; qué bonita coincidencia. Tengo el pelo corto y soy de color negro azulado, con los ojos amarillos y un semblante tranquilo en el rostro. Dicen los que me conocen que soy muy melosa, aunque normalmente no emita sonido alguno (creo que ni siquiera sé maullar con elegancia). Me gusta caminar muy pegada a los muebles, enredar mi largo y fino rabo por las patas de los taburetes de la cocina, porque son de metal y están fríos, por lo que generan un contraste térmico con el resto de mi cuerpo que me encanta.
Juan, el tipo que me compró en aquella tienda de animales de fétido olor y pésimas condiciones higiénicas, me salvó la vida. Yo era una pobre gata de apenas tres meses de edad, ingenua, sin futuro en la vida, y me sentía resignada a vivir en esa jaula de apenas un metro cuadrado, en la que compartía confidencias con un gato siamés que tenía extraños gustos culinarios. Él ya había cumplido un año en aquel lugar y yo siempre le sorprendía en un rincón de nuestro habitáculo, comiendo trozos de papel de periódico, de ese asqueroso que nos colocan a los animales para que no ensuciemos. Que nos pregunten a nosotros que opinamos de semejante guarrada; normal que algunas tiendas de estas características huelan tan mal, por la mezcla de papel y excrementos.
El caso es que un buen día Juan vino a buscarme y me llevó a su apartamento céntrico, situado en una de las calles más concurridas de Madrid. Desde el mismo momento en que me vio, empezó a acariciarme la barbilla con insistencia y ya nunca más dejó de hacerlo (maldita costumbre), mientras se dirigía a mí como cuchi-cuchi. Claro, tanto repitió esas palabras, día y noche, sin parar, durante una semana y sin saber muy bien qué nombre ponerme, que acabé como Cuchi, así, sin anestesia ni posibilidad de réplica. Es un nombre horrible, se mire desde la perspectiva que se mire. A veces, cuando me llamaba, me sentía como una prostituta belga.
Llevaba ya dos años viviendo con él y no era fácil. Suele ser muy complicado acostumbrarse a las manías de un hombre, sobre todo yo, que siempre he sido una hembra muy limpia y ordenada. Mi presencia apenas era audible entre el caos que imperaba en toda la casa, cada vez que aparecía él por la puerta después de su jornada de trabajo. El tiempo que pasaba sola (unas nueve horas diarias) no se podía pagar con dinero. Hacía lo que me placía, saqueaba suculentos manjares escondidos en la despensa que a mí nunca me ofrecía y encendía el televisor, ya que Juan desconocía que sabía qué botón debía presionar con mis patas en forma de almohadilla para que ese trasto funcionase.
No obstante, en cuanto él llegaba, se me terminaba la paz. Y eso que siempre le recibía de la mejor manera posible: colándome entre sus piernas y acariciando su espinilla con mi lomo. Lo que ocurría es que era un desagradecido y siempre que hacía eso, me sonreía, me acariciaba la cabeza y me preguntaba: "¿ya te estás restregando?". ¡Ni que fuera una cualquiera! Era indignante lo de este hombre. A pesar de todo, no podía quejarme, ya que por general, me trataba muy bien.
Un día vino a casa una amiga suya. Sé que sólo son amigos porque cuando se fue, me subí a la cama de Juan y vi que estaba intacta, sin una arruga, a menos que le diese tiempo a hacerla en dos minutos, cosa que dudo. Además, olisqueé para detectar posibles olores femeninos de diversa procedencia y no encontré ninguno: sólo percibí el aroma corporal característico de mi dueño, parecido a la vainilla, que es a lo que huele el gel que usa. Sí, un hombre hecho y derecho (con treinta y dos años, para más señas) que se aplica gel con fragancia de vainilla es raro; no queráis saber más de la cuenta.
La cuestión es que Lara, que así se llama la amiga de este muchacho, me cogió en brazos y se sentó conmigo en el sofá. Agradecí que no se refiriese a mí por mi nombre en ningún momento y en su lugar, utilizase calificativos como "linda", "preciosa", "suavecita" y majaderías por el estilo. Mientras me acariciaba lentamente, la escuché decir que no sé quién había tenido sexo con una joven de grandes pechos y que a ella no le había gustado la experiencia en absoluto. Lo cierto es que hubiera preferido no escuchar jamás algo así, sobre todo, porque no saben lo que sufre una gata durante la cópula. Estos humanos se quejan por afición. Me gustaría saber qué pensarían las mujeres al respecto, en el caso de que sus parejas les tuvieran que insertar un miembro repleto de pinchos que las desgarren por dentro al intentar abandonar su cuerpo. Una experiencia que no le deseo a nadie, y menos aún, si el compañero de cópula es un gato callejero, al borde de la desnutrición y que te coge por sorpresa, tal y como me sucedió a mí.
Lara se quedó prendada de mí. Su cariño fue definitivo cuando sintió mi ronroneo de placer mientras me acariciaba el hocico y las orejas. Incluso ambos dejaron de hablar para escucharme, fascinados por una conducta tan poco habitual en esta gata nada correcta. En ese instante, tenía los ojos cerrados, pero los abrí de golpe al escuchar a Juan: "¿Te gustaría quedártela? Llevo un tiempo pensando en adoptar un perro y tenía dudas, porque no sabía si Cuchi y él se llevarían bien. Contigo ha ronroneado, quizá sea más feliz en tu casa". Oh, qué detalle, él preocupado por mi bienestar, al tiempo que yo no daba crédito a lo que estaba escuchando. ¡Me quería cambiar por un chucho! No obstante, la reacción de su amiga me encantó: no dijo nada, simplemente me estrechó entre sus brazos y empezó a darme besos.
Fue así cómo cambié de hogar y me marché con Lara. Sin duda, mi situación ha mejorado, ya que ahora maúllo y ronroneo de vez en cuando. Entre chicas, nos entendemos mucho más, y lo que es más importante: ahora tengo otro nombre. Dejé atrás mi conciencia de prostituta belga y he recibido la ilusión de sentirme emperatriz. Sí, me llamo Sisí. Y me quejaba de mi nombre anterior.
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