En esta asfixiante época, en cuestión económica, que estamos atravesando, desde mi lugar privilegiado como cajera en un hipermercado (hubiera preferido trabajar en su gabinete de prensa, aunque no está el tema como para quejarse), observo todo tipo de conductas humanas. Unas no las comparto en absoluto, otras me fascinan, pocas se encuentran dentro de la normalidad, algunas me dejan boquiabierta y otras tantas escapan completamente a la lógica.
A este último grupo perteneció la actitud de dos mujeres de mediana edad, que adquirieron una gran variedad de productos un día normal y corriente. Creo recordar que la cuenta final ascendía a poco más de ochenta euros. Ellas, contra todo pronóstico posible, empezaron a molestarse porque la cifra no había llegado a noventa euros, que era lo que ambas habían estimado al sumar precios y restar descuentos. A cualquier ciudadano de a pie le parecería inaudito que pudieran existir quejas por gastarse menos dinero del que habían previsto; una servidora se mostraba igual de perpleja ante tal reacción.
Y es que el consumidor de hoy en día es de lo más extraño. Es muy complicado encontrar un término medio en los individuos que acuden a un supermercado a comprar productos de primera necesidad o caprichos de diverso nivel. Siempre conviven dos extremos: o se pasan del todo, o no llegan ni al mínimo. Un ejemplo claro son las personas que se presentan allí con cincuenta euros y se gastan más de noventa, por lo que deben anular numerosos artículos que no pueden costear; la mayoría de las veces, se sienten avergonzados por ese hecho, aunque nunca debería de ser así (a todos nos ha sucedido alguna vez y seguro que no será la última). La clave consiste únicamente en hacer cálculos previos y adaptarse al presupuesto.
Una vez me encontré con un hombre que supo el precio exacto de toda su extensa compra, antes de que yo abriera la boca. No tiene demasiado mérito, si tenemos en cuenta que basta una simple calculadora para echar la cuenta final. No obstante, lo admirable es que su cálculo se debía a que sólo disponía de ese presupuesto para el consumo semanal y, por lo tanto, no podía traspasar esa frontera. Me imagino el tiempo que necesitó en el interior del centro para adaptarse a lo que tenía y buscar los alimentos más baratos e imprescindibles. La crisis económica agudiza el ingenio y aprieta el cinturón, al máximo.
Los hay que te perdonan diez céntimos y los que matarían por cinco. Este último fue el caso de un señor mayor que había calculado el precio de una promoción de leche al detalle. El ordenador de la caja marcaba, por razones que desconozco, cinco céntimos más del precio final oficial. El buen hombre me echó la cuenta con su lápiz y, efectivamente, tenía toda la razón del mundo. Me quedé sorprendida por su precisión, sobre todo, si tenemos en cuenta que la inmensa mayoría de la gente no calcula, ni por asomo, lo que se va a gastar (no me entra en la cabeza, pero es así), como para ponerse a ver cinco céntimos de diferencia. Ver para creer.
Me resultan muy graciosas las caras de muchos cuando les digo lo que se han gastado. La mayoría me dedican una mirada interrogativa y, a continuación, se dirigen a sus acompañantes para que paguen ellos. ¿Cómo es posible que no hayan previsto invertir más de trescientos euros en la compra? ¿Cómo puede sorprenderles, si llevan el carro hasta arriba?
Me pregunto qué hacen con tantos productos adquiridos de golpe, porque, personalmente, no tendría dónde guardar tantas cosas. No dispongo de armarios suficientes y por eso, dosifico mi consumo. Sin embargo, la gente parece tener trasteros enormes y neveras de doble fondo, pues no me lo explico.
Una de las cosas que más me llama la atención es que, tal y como está la economía en este país, sobre todo la economía familiar, los consumidores se empeñen en hacerse con productos de primeras marcas. Es posible que el consumo de marcas blancas haya crecido bastante en los últimos años, pero esa realidad no se refleja en las compras que veo a diario. Creo que no son conscientes de que los artículos de marca blanca son fabricados por las primeras marcas (yo reconozco que lo supe hace apenas dos semanas). La única diferencia es que se venden a un precio inferior, pero su calidad es bastante similar, aunque siempre puede haber excepciones, claro está.
En estos momentos, la estrategia de los comercios es directa y astuta: si quieren multiplicar sus ventas, deben lanzar numerosas ofertas que les resulten lo bastante apetecibles a sus clientes potenciales. A las empresas les interesa incrementar el consumo, aunque tengan que hacer regalos o afrontar unas mínimas pérdidas por cada consumidor. Por eso, muchos han decidido no aplicar la subida del IVA sobre sus artículos (con el fin de garantizar la fidelidad de sus clientes) y utilizar las populares compañas de dos por uno para generar atracción.
Lo importante es quedar por encima de la competencia, a la espera de que amaine un poco el temporal económico y social.
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