Antes, la gente joven
escribía un diario a mano. Niñas de doce o trece años plasmaban sus inquietudes, sus
miedos y sus preocupaciones, propias de la edad, en aquellas hojas de colores,
a menudo con olores variopintos y con un candado, cuya llave escondían en cajones perdidos. Era casi un libro sagrado, donde se contaban los secretos
más ridículos e inocentes, aunque en ocasiones, también los más oscuros y
retorcidos. En aquella época, hace como diez años o más, las personas sabíamos
escribir.
Nos ponían delante un
papel y un bolígrafo (incluso un lápiz, qué tiempos aquellos) y sabíamos qué
hacer. Y lo hacíamos bien. Puntos, comas, puntos suspensivos, mayúsculas en los
lugares correctos, exclamaciones e interrogaciones con un sentido completo. Los
profesores de entonces nos enseñaron que para leer, al igual que para hablar,
era necesario disponer de pausas para poder respirar. Y esos descansos los proporcionaban
las comas. Durante un tiempo, reconozco que abusé del uso de las comas (creo
que aún lo hago), pero siempre he creído que es mejor el exceso que el defecto.
Con excepciones, por supuesto.
Sin embargo, hoy la
gente no sabe qué hacer con las comas y ante la duda, prefiere no ponerlas. No
obstante, eso no es lo más grave; lo peor es que algunos se atreven a escribir
grandes parrafadas en sus muros de Facebook, haciendo un extraño alarde de
conocimiento del lenguaje, sin tener ni idea. Frases sin sentido
alguno, sin orden, sin coherencia, sin comas gracias a las cuales coger el
aliento, con excesivos signos de puntuación que no pintan nada. En todo esto ha
desembocado la abreviación de las palabras en los mensajes de texto de los
teléfonos móviles. Y ojo, que conste que soy la primera que abrevia, pero he
tenido la suerte de no olvidar cómo se escribe de verdad. Para unos pocos, quizá peco de pedante o de
quisquillosa, pero confieso que me pone de mal humor ver algo mal escrito.
Las redes sociales son
nuestro diario de hoy en día. Para muchas personas, la vida privada ha dejado
de formar parte de la intimidad de cada uno y se ha convertido en un escaparate
público, al que casi cualquiera puede acceder. Es el alimento más sabroso para
los más ávidos de información ajena. El que no sabe qué hacer un día concreto,
puede masticar las desgracias de los otros y sentirse un poco menos miserable.
O todo lo contrario: quizá, su monótona vida pegado al ordenador le muestre una
realidad mucho más feliz a través de la pantalla.
La tecnología nos ha
convertido en esclavos, atados de pies y manos con las cadenas de una
comunicación continua y agobiante. El otro día me llegó la noticia de una chica
británica que se había suicidado porque no podía soportar el acoso escolar al
que estaba siendo sometida. Al recabar más datos, descubrí que su acoso había
comenzado al difundirse unas fotos suyas enseñando los pechos que, al parecer,
ella misma le había enviado previamente a un hombre maduro a través de Internet . No me cabe en la
cabeza semejante actitud.
Si con doce años, yo
jugaba a las Barbies y paseaba a mi
muñeca Cuchi en su carrito, ahora, a esa edad, algunas jóvenes se dedican a enviar
fotografías obscenas a desconocidos para pasar el rato. Me planteo dos
posibilidades: o tienen el deseo sexual por las nubes, o al verse saturadas con
tantos medios a su alcance para entretenerse, no saben usarlos con el
suficiente sentido común. Me inclino más por la segunda opción, lo prefiero.
Porque si pensase que el motivo de su conducta es el primero, estaría aterrada.
Y como lo que esté por venir sea peor, estamos definitivamente perdidos.
La gente, en general
(ya sean adultos o menores) tienen una facilidad sobrecogedora para utilizar la
web cam. Se trata de un arma de doble
filo, de elevada peligrosidad a pesar de su reducido tamaño. Los individuos
ociosos emplean esta pequeña cámara para exhibir partes de su anatomía sin
ningún pudor, ni inteligencia. Manchan su dignidad al ofrecerse así a personas
a las que no las une ni el más remoto vínculo, ni amistad ni amor. Todos
tenemos instintos primarios, pero por fortuna, la mayoría sabemos reprimirlos y
dedicárselos sólo a las personas adecuadas, previamente seleccionadas en base a
criterios emotivos y conscientes.
En la actualidad, casi todo es público, la mayor parte de los datos que se conocen, se exponen. Por eso, doy todavía más valor a la frase "uno vale más por lo que calla que por lo que dice", porque precisamente, eso es lo único que nos mantendrá a salvo en el futuro. Si alguien desea que sus secretos se mantengan escondidos, jamás se le ocurrirá desvelarlos a nadie. En esta era tecnológica, en la que casi todo vale, uno nunca puede estar realmente seguro de la confianza que dice brindarle el otro, especialmente, si lo hace a través de Internet.
No estás sola, a mi también me fastidia la gente que escribe en internet sin respetar no lo más minimísimo ortografía, gramática ni puntuación. Como nota, yo con 12 años tampoco hacía lo que hacen los chavales ahora, yo jugaba a Pokémon y esas cosas :P. Aunque la diferencia entre los niños y las niñas a esa edad es abismal.
ResponderEliminar(Que nadie se entere, pero sigo jugando =) )