La fachada de la enorme casa de dos plantas se levantaba imponente en el centro de aquella estrecha calle rural. Las paredes, de un suave color salmón, contrastaban con las ventanas y las puertas, cuyos márgenes quedaban decorados con piedras de colores oscuros. Tres escalones conducían a la entrada principal, aunque también se podía rodear la edificación para acceder por el patio trasero, una zona destinada al ocio y cerrada para proteger del frío y de la lluvia, en los meses de peor temporal. Cinco habitaciones dobles en su interior (cada una con un mobiliario y una ambientación completamente diferente), tres cuartos de baño, una gran chimenea presidiendo un salón con capacidad para hasta doce personas, y una cocina con horno de leña, barra americana de estilo rústico y paredes empedradas.
La emoción la embargaba y los nervios le recorrían el cuerpo de arriba a abajo. Estaba observando por fin, fascinada, su casa rural ya terminada, después de largos meses de obras para reformarla. En ese instante preciso, estaba pensando cómo la llamaría, pues todo alojamiento rural que se precie y que busque reconocimiento debe tener un nombre situado a la altura. Empezó a divagar inmersa en miles de ideas, caminando de un lado a otro en el medio de la calle, sin inmutarse por la presencia de curiosos: habitantes del pueblo que se acercaban a observar la construcción.
De repente, levantó la vista y le vio acercándose con tranquilidad, con un enorme saco al hombro, lleno de troncos y ramas para avivar el fuego de la chimenea. Llevaba una camiseta negra de tirantes que dejaba al descubierto sus brazos sudorosos y brillantes, y un pantalón azul oscuro, típico de los trabajadores de una obra en construcción. Su pelo negro alborotado siempre le había otorgado un aire misterioso, que hacía las delicias de las adolescentes que tenían la suerte de toparse con él, a pesar de haber sobrepasado ya la barrera de los treinta y cinco años. Isabel se quedó allí plantada, mirándole, mientras se olvidaba de inmediato del motivo de sus titubeos y, al ser consciente de eso, lo tuvo claro.
Su casa rural, uno de los sueños más importantes de su vida, una de las ilusiones más intensas que habían recorrido su cerebro en todos aquellos años de sacrificio, tesón y altibajos, sólo podía llamarse así: Adán. Ese era el nombre de su amor, de aquel hombre con el que llevaba saliendo más de una década, su compañero de fatigas, el amante que le había mostrado las mejores alternativas para lograr sacar adelante aquella casa en ruinas, cuyo futuro era bastante incierto. Quien le prestó la inversión inicial para hacer frente a las reformas, quien la consoló en las temporadas de mayor caída emocional, quien disponía de las palabras adecuadas para que ella se sintiera afortunada por lo que estaba a punto de conseguir. Quien la demostró siempre que no estaba sola, que aunque no saliera bien, él estaría con ella, física y mentalmente. Quien traía la leña en ese momento y el hombre que había decidido mudarse con ella a aquel pueblo perdido, sólo porque la amaba.
Adán llegó a su lado y le mostró una de sus mejores sonrisas. Siempre le había resultado gracioso la forma que ella tenía de mirarle, con esa curiosidad que sólo se refleja en los primeros encuentros. Ese había sido el auténtico secreto del éxito de su amor: se trataban como si se siguieran descubriendo el uno al otro, a pesar de los años que llevaban juntos. Por mucho que se conocieran al dedillo, estaban convencidos de que, con ilusión y ganas, cada día podían ofrecer algo nuevo que el otro pudiera destapar. Isabel le abrazó con fuerza, mientras él soltaba el saco y lo dejaba con cuidado en el suelo. Le dio un sonoro beso en la mejilla y le informó de su decisión: su sueño llevaría su nombre.
Entusiasmado, Adán no supo qué decir, lo cual no importaba, ya que en ese segundo de felicidad, sobraban las palabras. Ella le cogió de la mano y le condujo dentro de la casa, lejos de miradas indiscretas. Allí le dio la otra noticia que guardaba en su interior desde hacía un mes: iban a ser padres. El silencio dio paso a un intercambio de profundas miradas, cuyo intenso brillo transmitía lo que sus labios estaban a punto de mostrar. Se besaron como si lo hicieran por primera vez, aferrados a un amor sin límites que les había llevado justo donde querían estar, que les había permitido la oportunidad de un futuro compartido, sin excusas, sin desvíos. Sus lenguas jugaron con el deseo de estrenar una de las habitaciones. Por supuesto, la más grande.
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