"Hace unos días, le escribí una emotiva carta al amor de mi vida. A lo largo de más de cuarenta líneas, le explicaba, en resumen, lo que había significado él para mí. Con toda sinceridad, asumo que ese capítulo de nuestro paso por este viaje ya concluyó hace varios años, pero no soy una persona a la que le guste guardarse las cosas dentro. Por eso, puse mi corazón sobre aquel papel, en el que plasmé los mejores recuerdos que he tenido hasta el momento, cuando estaba con él, junto a él, encima de él. Después de leerla, se quedó como si nada, ya que ni siquiera obtuve respuesta; a menudo, duele mucho más la indiferencia que el desprecio. Lo sé bien.
En el fondo, no le culpo, porque ha pasado demasiado tiempo y una no puede pretender que los sentimientos ajenos sigan tan vivos como los propios. Con mi declaración de amor a mis espaldas, me he rendido ante las evidencias de que en este lugar no hay futuro y he decidido marcharme a vivir al norte. He tardado más de dos horas en hacer la maleta, puesto que me llevo todo conmigo, no puedo olvidarme de nada. Después de varios fracasos sentimentales y unas oportunidades laborales nefastas y, en ocasiones, nulas, sé que mi destino no es estar aquí. Si me estrello en otro lugar, al menos me quedaré con la tranquilidad de haberlo intentado.
Ahora mismo, mi mente y mi cuerpo necesitan la soledad, tanto como los peces necesitan el agua para poder vivir. Si prestase demasiada atención a mis emociones, estoy segura de que me tiraría a la piscina sin pensar en las consecuencias; en cambio, si escuchase las ideas de mi cerebro, me escondería en una cueva, aislada de todo, para que nadie más pudiera hacerme sufrir de aquella manera. Como no es sana ni una opción ni la otra, apuesto por el punto intermedio: vivir sin esperar nada".
Alberto tenía el pecho encogido, tras haber escuchado esas palabras grabadas, que ella misma le había enviado a su correo electrónico. No se cansaba de oír su voz una y otra vez, tan calmada y melódica, tan suave, tan dulce. Su esposa jamás comprendería el motivo de su dolor actual, de esos pinchazos en el estómago que amenazaban con doblarle el cuerpo y hacerle añicos el alma. Debía haber esperado tres años a que su gran amor volviera a su lado, con esa carta y después esa grabación, antes de tomar la decisión o no de casarse con la primera mujer que le atrajo de algún modo. Ni Estrella se merecía que no la hubiese contestado, al menos por escrito, ni su esposa tenía derecho a soportar la carga de estar casada con un hombre que no la quería, al menos no tanto como debería.
Llevaba dos semanas acudiendo cada día al hospital para ver a Estrella. Iba a escondidas, puesto que le decía a su esposa que tenía importantes reuniones en su trabajo que no podía eludir. En aquella habitación con olor a desinfectante, se sentaba junto a ella, contemplaba su rostro relajado y sostenía una de sus manos entre las suyas. El accidente que tuvo cuando se dirigía al norte, la había sumido en un coma profundo; el golpe en el cráneo había sido muy fuerte. Los médicos desconocían cuál podría ser su evolución.
Mientras la miraba, completamente enamorado, solía acordarse de las cosas que hicieron cuando estaban juntos. Aquella vez que alquilaron una casa en un pueblo perdido en las montañas y después de dos horas de caminata, empapados por haber caído sobre la nieve en varias ocasiones, se fueron directos a la cama, empujados por una pasión enloquecida, que les dificultaba la tarea de desvestirse. O aquella mañana que ella le despertó con el desayuno en la cama y numerosos besos por todo su rostro, aún adormilado, al tiempo que ambos no paraban de reír a carcajadas. O sencillamente, las veces que se derretía al mirarla a los ojos y ver en ellos la felicidad que otorga la plenitud del amor. Ahora los tenía cerrados y Alberto no sabía si volvería a ver su color avellana.
Veinticinco años más tarde, ya no necesitó más pruebas para saber que su estado era irreversible. Reunió las pocas fuerzas que le quedaban para estar presente cuando el cuerpo de Estrella fue desconectado de las máquinas, por orden expresa de su familia. Un año más tarde, el corazón de Alberto dejó de latir. Dicen que nunca soportó la pérdida.
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