Conforme se escapan los días y las semanas, mi interior me grita que todos tomamos decisiones por alguna razón de peso y que nuestro instinto juega un papel esencial en eso. Dadas mis circunstancias, percibo que mis posibilidades de estrellarme al elegir el camino erróneo se han reducido a la nada; de hecho, nunca existieron, ni en un dos por ciento. Estaba atorada, entumecida, adormilada, como si alguien me hubiese inyectado un sedante que me impedía valorar mi realidad con el adecuado ojo crítico. Estaba metida dentro de un túnel seco, podrido por la escasez de estímulos, que se caída a pedazos, muerto en vida. Y no lo vi hasta que mis neuronas encajaron las piezas y de repente, el nuevo puzzle me dio las respuestas.
Ahora, casi todo me huele a felicidad. Aún a riesgo de resultar insoportable por tal alarde de optimismo desmesurado, sólo diré que mi existencia ha adquirido matices distintos, un sentido por el que merece la pena seguir adelante con entusiasmo y sin mirar atrás. Lo que antes era hastío y tristeza enmascarada, hoy es curiosidad y un desesperado anhelo por descubrir cada vez más, por percibir cada milímetro de este mundo como si me perteneciera. Atrás se escondieron los miedos y las frustraciones, las ganas de tener el bizcocho entero, pero saber que sólo podría disponer de las migajas, mal repartidas y en dosis pequeñas.
Como persona insaciable de ilusiones que soy, me muero por probar actividades nuevas, puede que algunas en las que nunca haya pensado. Después de las decepciones vividas, sé que cualquier tarea podrá sacarme a flote; la marea nunca me ahogará entre las aguas, por muy revueltas que éstas estén, a pesar de la tormenta. Cada grieta hace más fuerte a la piedra que penetra, por mucho que eso le suponga acercase más a su final. Porque lo importante no es correr deprisa, sino saber hacia dónde hay que ir. La vida sólo nos da una oportunidad, únicamente pasamos una vez por aquí y, a un ritmo de vértigo, por poco nos damos cuenta de lo que debemos hacer, de la necesidad de sentir cada minuto como si nunca más volviera a repetirse. Como la mayoría de las veces sucede.
La calma es tan valiosa como la honestidad. Saborear lentamente porciones de abrazos a escondidas, caricias furtivas que sólo ven la luz al calor de los sueños, sentimientos que se alimentan de relaciones verdaderas, que no sólo se basaron en el sexo o el contacto físico sin profundidad emocional alguna. El amor no es más que un estado que si perdura, es maravilloso, pero si no, es como si nunca hubiese existido, porque no queda nada. Si las personas no sostenemos nuestras uniones en la solidez que aporta la amistad, todo se evapora, las emociones se mueren, el desconocimiento se transforma en un abismo kilométrico e irreversible, la sensación es idéntica a la de no haber conocido jamás a esa persona. Y para eso, es preferible no haber permitido ni el más mínimo acercamiento ni la destrucción de la coraza que nos cubría y nos aislaba del dolor. Ni por descuido.
No obstante, mi mente es muy capaz de olvidar lo negativo y de retener sólo aquello que merece la pena guardar con insistencia y esmero. Por eso, le digo adiós a los malos recuerdos y construyo algunos nuevos y buenos, los que quiero que me acompañen en las noches en las que las gotas de lluvia chocan contra los cristales de la ventana de mi habitación. Quizá, mi mayor defecto es ser soñadora en extremo. Todo lo que me ocurre se nutre con una esperanza que muchos quisieran para sí mismos. Si existe una opción, analizo las múltiples alternativas que me conducirían a la consecución del objetivo, por imposible que éste se plantee. Soy más sensible que práctica y, si ese es el motivo de mi dicha, poco me importa que también pueda ser mi condena.
¡¡Me encanta!! ¡Sigue escribiendo así!
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