Katniss es la esposa de mi hermano desde hace seis meses. Se casaron después de ocho años de noviazgo, por poco dos lustros de aburrimiento. Nunca han pegado demasiado, él bebe mucha cerveza y ha empezado a desarrollar una tripa que hace honor a lo que ingiere constantemente. Ella, en cambio, es una belleza nórdica: rubia, de larga melena, pechos modestos, piernas bien torneadas y unos ojos claros que volverían loco al más cuerdo. La llamo Katniss desde que leí aquella famosa trilogía que tanto me gustó; es un nombre que me inspira. Y desde que la conocí, he soñado con convertirme algún día en su Peeta, en una versión más feroz.
Poco podía sospechar que aquella noche, de hace un par de semanas, cuando mi hermano se había marchado de viaje por motivos laborales, mi Katniss aparecería por mi casa, tan sólo a dos calles de la suya. Venía preparada para todo tipo de fiesta, a juzgar por los panties, el liguero, el corsé y los tacones de diez centímetros que llevaba puestos y que más tarde descubrí. Abrí la puerta y me quedé estupefacto, callado, inmóvil, sin entender nada. Ella me hizo a un lado y entró como si tal cosa, sin decir ni una palabra. Su castellano es perfecto, pero su acento noruego siempre me ha puesto como una moto. Así que, ante tal situación, mejor que guardara silencio.
Entonces, se sentó en el sofá de mi salón y me dirigió una mirada que lo decía todo. Había venido hasta allí para volverme loco de placer. Estaba descubriendo que nuestra complicidad era mutua, después de tantos años jugando al despiste conmigo. Sólo se me ocurrió decirle que me esperase ahí (como si acaso tuviese alguna intención de marcharse a otra parte), que iba a ducharme y en diez minutos estaría con ella. Katniss simplemente asintió con una malévola sonrisa.
Mientras me encontraba debajo del agua templada, mi cabeza iba a toda velocidad. Aquello era pura tensión sexual, un deseo irrefrenable por lo prohibido, por la esposa (en apariencia intocable) de mi hermano. El morbo me recorría de arriba a abajo, mis instintos más primarios estaban controlando mi cerebro y también mi entrepierna. Me vi obligado a inspirar y expirar unas cuantas veces, ya que no podía creer lo que estaba sucediendo. A todo aquello se añadía que ella tiene quince años más que yo, puesto que apenas soy un niño de veinte años que tiene fantasías sexuales con una noruega de treinta y cinco. Siempre he sido un chulo capaz de controlar las situaciones de índole sexual, pero algo me decía que esa vez no iba a ser así. Estaba hecho un flan.
De repente, Katniss me sacó de mis pensamientos al abrir la mampara de la ducha e introducirse dentro conmigo, sólo con los tacones y la lencería puesta. El agua empezó a caer sobre ella, empapándole el cabello y la poca ropa que cubría su cuerpo. Sólo se me ocurrió agarrarla de la cintura con fuerza y mirarla a los ojos, mientras las gotas corrían a borbotones por su rostro y su escote. Sus pezones estaban erectos debajo del sujetador y su boca entreabierta, esperando a que yo hiciese algo. Estaba tan nervioso, que no podía actuar con claridad, así que opté por lanzarme a sus labios y que mi cuerpo hablase por mí.
Nuestras bocas empezaron a succionarse con ansiedad, mientras sus manos me apretaban el culo con fuerza y las mías le apartaban el sujetador hacia un lado. Como si el tiempo fuera a desaparecer, empecé a lamerle los pezones, jadeante, cachondo. El agua siempre me ha excitado mucho y tener a aquella impresionante mujer junto a mí en la ducha, iba a acabar conmigo. Sin darme tiempo a reaccionar, ya tenía a mi Katniss agachada frente a mí, disfrutando de lo que tenía dentro de la boca, como toda una profesional. Nadie me lo había hecho tan bien hasta el momento y tuve que apoyarme en las paredes del pequeño espacio para no caerme, porque me estaban temblando las rodillas. Tras un rato de lametones, me ordenó en su lujurioso castellano que saliese de la ducha y me tumbase en el suelo. Lo hice y ella me siguió, ambos mojados por el agua y por el placer que estábamos sintiendo. De inmediato, se despojó de las bragas y se puso al revés sobre mí y abrió sus piernas sobre mi boca, invitándome a cumplir sus deseos. Me alimenté de ella durante bastante tiempo, loco de desesperación al escuchar sus gemidos, que cada vez subían más de volumen.
Cuando estaba a punto, decidió prolongar su propia agonía y cambiar de estrategia. Me pidió que me sentase sobre el váter cerrado y sin pensárselo dos veces, empezó a cabalgarme. Al introducirme lentamente en ella, sentí un calor especial, como si su cuerpo estuviera hecho para mí, como si encajase a la perfección. Se movía como una diosa en celo, enajenada por el momento de descontrol, ansiosa por sacar mucho más de mí. Mientras ella saltaba con fuerza, yo la agarraba de los pechos, cohibido en parte por aquella maestría, aquel dominio perfecto del acto. De vez en cuando, le introducía la lengua en la boca, como un salvaje, hambriento por comerme a aquella hembra enloquecida. Ella me correspondía aferrándose más a mí, sujetándose con firmeza para no perder el equilibrio. Entonces, la agarré de los glúteos y la levanté sin salir de su interior, para embestirla contra la pared. Su delgadez me hacía sencillo el movimiento y me facilitaba el hacer con ella lo que me pedía el cuerpo.
En una de mis brutales embestidas, no pude contenerme más y me vacié dentro de ella, al tiempo que ella callaba mis jadeos con húmedos besos en los labios. Ella terminó casi al mismo tiempo, sin poder contener los gritos (hay mujeres muy extremas y ella parecía ser una de ellas). Ni me esforcé en silenciar su escándalo, ya que me había encantado y después de todo, me encontraba ya exhausto, con el pulso a mil por hora. La deposité con cuidado en el suelo y ambos nos quedamos allí sentados, con los ojos cerrados, al tiempo que empezábamos a recuperar el aliento.
Minutos más tarde, cuando ya estábamos vestidos y sonrientes, sonó el timbre. Eran las dos de la madrugada y no esperaba a nadie, por lo que me extrañé. Abrí la puerta con absoluta tranquilidad, sin siquiera acercarme a la mirilla y descubrí frente a mí a mi hermano, relajado, con una pícara sonrisa en la cara, que me miraba con curiosidad, como cuando sabe que he ligado y viene en busca de detalles. Entró en mi casa, sin más, sin que pudiera detenerle y al ver a su esposa, lo único que hizo fue acercarse a ella y darle un cariñoso golpe en el trasero. Después, con el mismo gesto pícaro de antes, me confesó: "has tardado en descubrir nuestro juego, pero ¿a qué ha merecido la pena? Tu Katniss es una fiera". No podía estar más de acuerdo con su última frase, pero mi confusión era total. Más aún, cuando me enteré de que a mi hermano le excita que su esposa se acueste con otros hombres. Qué mundo de locos.
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