martes, 14 de mayo de 2013

Única oportunidad

Acudí a mi emisora como cada mañana, a las seis en punto. Esa vez, me correspondía presentar el programa matinal, ya que uno de mis mejores locutores había tenido que guardar reposo en la cama, después de haber contraído un desagradable virus que le estaba causando temblores y fiebre alta. Como disfrutaba muchísimo con mi trabajo, no me importaba en absoluto dedicar a mi pasión doce e incluso catorce horas siempre que fuese necesario. Ser mi propia jefa tenía múltiples ventajas y, entre ellas, el hecho de poder dirigir y moldear los contenidos radiofónicos a mi antojo. Por eso, aquel día me disponía a afrontar la jornada con un optimismo especial. 

Dentro de un par de días, iba a cumplir treinta y cinco años. Si bien se trataba de una edad que me podía generar cierta tristeza, las circunstancias en las que me acercaba a esa barrera temporal no podían ser más positivas. Después de cinco años de incertidumbre y mucho esfuerzo, la empresa empezaba a despegar de verdad; los ingresos por publicidad crecían a pasos de gigante, disponíamos de oyentes fieles que nos seguían desde el principio y algunos nuevos que se incorporaban cada semana, y formábamos un buen equipo profesional, con miembros entusiastas, implicados y siempre dispuestos a ayudarse. 


Una vez que el país se recuperó y conseguimos dejar atrás la crisis, todas las posibilidades laborales que no me había atrevido a plantear, se acumularon en mi cabeza. Y las buenas ideas comenzaron a tomar forma, gracias a mis contactos y un gran derroche de ilusión. Alquilé un local (que más tarde compré), me nutrí del suficiente material tecnológico y de grandes profesionales del medio. Partí de cero, de mis bastos conocimientos sobre aquel mundo que siempre había amado, y mis ganas hicieron el resto. A los dos años de empezar a funcionar con normalidad, realicé varias entrevistas para cubrir un puesto de locución nocturna, ya que el encargado de presentar el programa de noche se había marchado, por motivos personales que no me quiso aclarar. 

Hubo candidatos de todas las edades y muy diversa experiencia profesional. Dudé entre dos hombres y una mujer durante varios días, e incluso me planteé que crearan un espacio de mayor duración de la prevista y a tres voces. Hasta que Elías entró por la puerta de mi estudio, aquella tarde de principios de marzo. En cuanto me saludó y me estrechó la mano, tuve el presentimiento de que ya no necesitaba buscar más. Su cálida y envolvente voz, sumada al aliciente de que había trabajado durante ocho años en distintas emisoras, habían pulverizado todas mis dudas. 

Le coloqué a cargo de toda la programación nocturna y, meses más tarde, me uní a sus proyectos como voz alternativa. Juntos creamos un programa de humor y entretenimiento en el ámbito profesional, y un recorrido de pasión y complicidad en el terreno íntimo. La noche que me pidió que me fuera con él a su casa después del trabajo, supe que nuestro compañerismo se había transformado en otra cosa. No obstante, lo único que hicimos en aquel primer encuentro más privado fue conocer nuestros labios, con ternura, muy seguros de que aquello era lo que ambos queríamos a largo plazo. Y dormimos juntos, abrazados, con nuestras manos entrelazadas. Como duermen quienes empiezan a enamorarse. 


Compartimos hogar y trabajo durante dos años y medio. Transcurrido ese tiempo de amor, confianza, respeto y felicidad, Elías me anunció que se iba a vivir a Escocia porque había encontrado allí una oportunidad laboral mucho mejor que la que yo podría ofrecerle jamás. Acompañó tal información con el deseo explícito y directo de romper todo vínculo que existiese conmigo. Mi perplejidad me impidió decirle absolutamente nada y le dejé ir, sin desvelarle mi secreto de las últimas cuatro semanas: me había quedado embarazada. En el momento en que se fue, después de que yo hubiese hecho las maletas y hubiese vuelto a mi piso de soltera, tomé la decisión de que él no formaría parte de la vida de mi bebé. 

Por eso, aquel día que tuve que madrugar debido a la indisposición de mi compañero, lo último que habría esperado era encontrarme a Elías en la puerta de la emisora, con semblante serio, de culpabilidad, y un brillo en los ojos que quizá, podría haberse definido como tristeza. Esperaba verme a mí, desde luego, pero lo que no había imaginado era encontrarme con una barriga de siete meses de embarazo. Su seriedad se convirtió en desconcierto y, de inmediato, se olvidó de las formalidades y se echó a mis brazos. Me apretó contra su cuerpo, en silencio, mientras apoyaba su cabeza sobre mi hombro y se esforzaba por respirar con tranquilidad. 

Percibía su agitación interna, pero no podía más que esperar que aquella muestra de afecto tardía y sin sentido alguno terminara. Cuando se serenó, me explicó que había vuelto porque me quería y que le parecía injusto que no le hubiese contado que guardaba en mi interior un bebé suyo. Me sobraban las palabras, las suyas y las mías, por lo que me limité a escucharle, sin decir nada. Luego, le invité amablemente a que se fuera por donde había venido y a que nos dejase en paz. 

Alguien que se hacía llamar un hombre, pero que me había tratado con tal desprecio y despreocupación en su día, no se merecía ni que le mirara a la cara. Yo ya tenía lo que quería: había cumplido mi sueño profesional y, lo más importante, mi pequeña estaba en camino. Eso era todo.