jueves, 29 de noviembre de 2012

Pasiones sumergidas

Un rincón neuronal poco comunicado con el resto del cerebro. Aspiraciones vitales relegadas a un segundo plano, en ese recodo de la memoria, casi nada transitado. Un estímulo nacido del impulso de desear más, de querer mejorar, de no conformarse con lo que viene. Una chispa que enciende el mecanismo cerebral por el cual, los sueños de ayer podrían convertirse en las ilusiones de hoy y las satisfacciones de mañana. La felicidad no se gesta dentro de la buena suerte, sino en el interior del la perseverancia. 

Etapas transitorias de desesperanza, languidez, miedo, nervios, que nos paralizan y nos impiden continuar con los propósitos marcados. Cobardía que nos asalta en el instante menos oportuno de nuestro trayecto hasta un éxito, en ocasiones, improbable. Por naturaleza, ignoramos la posibilidad de afrontar riesgos, ante el temor de un fracaso que podría hundir nuestra autoestima. No obstante, la locura de zambullirse en unas aguas de profundidad desconocida nutre nuestra existencia de una adrenalina que ya no se puede controlar. 

Una vez dentro de la vorágine de buscar un porvenir feliz, es imposible desmontar los engranajes y retomar el estatismo anterior. Nunca hay que detenerse ante los obstáculos, porque librarse de ellos, a menudo nos coloca frente a una oportunidad mejor que las previas. No debemos atemorizarnos cuando nos topemos con la novedad y el desconocimiento. Algo maravilloso nos espera en el fondo del hueco subterráneo que esconde nuestros secretos. 

Errores que no pueden volver a repetirse. Objetivos profesionales por los que hay que pelear con uñas y dientes, cueste lo que cueste, aunque el tiempo y el entorno jueguen en contra, en una liga que no les corresponde. Mi sueño está más cerca de lo que jamás habría podido imaginar. En lo más profundo de mi corazón intuyo que puedo aproximarme a importantes metas, sonreír a la vida y a los demás. Apuesto la cantidad más alta a que lo que uno desea se puede cumplir. La clave es creer en uno mismo. Ahora y en todo momento. 


miércoles, 28 de noviembre de 2012

Meningitis

Se trata de una inflamación de las meninges, que son unas membranas que recubren el cerebro y la médula espinal. Su causa puede ser alguna enfermedad, la ingestión de determinados medicamentos o la aparición de virus o bacterias. Se puede distinguir la meningitis viral y la bacteriana. La primera, también conocida como meningitis aséptica, es frecuente (hasta en un 80% de los casos) y de menor gravedad, con síntomas parecidos a los de la gripe, por lo que en ocasiones, es difícil de descubrir. En cambio, la segunda es poco habitual (se da en un 15% de los casos) y puede provocar la muerte si no se detecta y se trata a tiempo. 

Muchos de los virus o bacterias que generan la meningitis son muy comunes y se les vincula con enfermedades bastante habituales; aquellos que infectan el aparato gastrointestinal y urinario y las vías respiratorias pueden extenderse (por medio del líquido cefalorraquídeo) hasta las meninges, utilizando la sangre como elemento conductor. Asimismo, una infección local grave (como otitis o sinusitis) o un fuerte traumatismo craneal pueden hacer que una bacteria alcance las meninges. 

La infección se extiende con facilidad en lugares estrechos, como pueden ser hospitales o centros educativos. Si se diagnostica pronto, la curación es completa. Es fundamental poner las vacunas establecidas y acudir al médico en cuanto se sospeche de su presencia. Algunos de los síntomas que conviene observar son fiebre, dolor de cabeza, irritabilidad, sensibilidad a la luz (denominada fotofobia), convulsiones, erupciones en la piel, cuello rígido y una disminución de la conciencia (estado de letargo). Los primeros indicios pueden aparecer con rapidez o varios días después de que se manifiesten otras características de la infección, como vómitos o diarrea. 


En el caso de los lactantes, a veces no existen síntomas, aunque pueden presentar un llano agudo, un tono amarillento en la piel, una succión débil al mamar o carencias alimenticias. En la mayor parte de los casos de meningitis viral, la curación se produce transcurridos entre siete y diez días desde que comenzó. 

Para establecer el diagnóstico, se realizarán pruebas de laboratorio y una punción lumbar para extraer líquido cefalorraquídeo, para que sea analizado y poder determinar si la infección se ha producido por un virus o por una bacteria. A veces, es necesaria la hospitalización, sobre todo, en los casos más graves. La terapia a seguir consiste en reposo, un tratamiento con medicamentos y beber mucho líquido. 

Si se sospecha de su presencia o se padece meningitis bacteriana, se aplicarán antibióticos por vía intravenosa cuanto antes. La meningitis bacteriana puede generar ciertas complicaciones, como baja presión arterial, estado de shock, problemas de audición, falta de oxígeno y dificultades respiratorias, convulsiones, carencias en el aprendizaje o deficiencias neurológicas. 

Esta infección, sea del tipo que sea, se contagia por el aire o por el contacto directo con pequeñas gotas de fluido de la garganta o de la nariz de una persona infectada. El hecho de compartir utensilios de cocina o comida también puede causar el contagio. Lo habitual es que la infección se transmita entre personas muy próximas, como aquellas que viven juntas o tienen cierta intimidad. 

Los especialistas médicos recomiendan la aplicación de la vacuna (conocida como vacuna antimeningocócica tetravalente o MCV4) a los niños de once años, con una dosis de refuerzo a los dieciséis años. También, una buena higiene puede prevenir la enfermedad. Si se sabe que existe un contacto directo con alguien que padece meningitis, conviene consultar con el médico si se puede tomar algún medicamento como medida de prevención. 


sábado, 24 de noviembre de 2012

El misterioso músico

Compartía piso con dos inocentes jóvenes, mis dos amigas del alma, que parecían haberse escapado de un centro de clausura, aunque yo las quería igual. Gemma era el colmo del recato y la elegancia, no salía de casa jamás sin su cabello perfectamente liso y peinado, su bolso de marca acorde con su indumentaria y con su estado de ánimo, y su ropa interior conjuntada, de un color distinto en función del día (los sábados tocaba el rojo, por si recibía una visita inesperada). Su esmero por estar siempre impecable contrastaba con su repulsión generalizada hacia los hombres. No soportaba que la tocaran, aunque sólo fuese para saludarla; los datos que tenía sobre ellos eran demasiado negativos. Por ello, aún conservaba su virginidad, recién cumplidos los treinta, aunque este secreto sólo lo conocíamos un selecto e íntimo grupo de personas.

Sonia, por su parte, vivía en una especie de mundo paralelo, en el que los hombres perfectos aparecen frente a tu puerta sin que tengas que salir a buscarlos. Creía en el príncipe azul más que cualquier princesa de cuento y se pasaba los días suspirando por los tipos que aparecían por televisión sin camiseta (por supuesto, entre ellos se incluía Mario Casas). Con veintidós años, costaba creer que ya fuese una prometedora publicista y en cambio, se mantuviese virgen. Ni siquiera mis intentos por emborracharla en las fiestas que hacíamos en casa, servían para que acabase en la cama de alguien, aunque fuese por equivocación. Ella seguía fiel a su romanticismo. 

Sobra decir que yo era la frívola oficial del piso. Ellas consideraban que el hecho de que me acostase con quien me apetecía en cada momento y no le diese vueltas al asunto, me convertía en una mujer sin escrúpulos ni sentimiento alguno. Hasta que no tuvimos problemas serios para pagar el alquiler entre las tres y nos dimos cuenta de que necesitábamos a alguien más para compartir gastos, no fuimos conscientes de que podíamos tener cosas en común. En el mismo momento en que decidimos elegir a Santi como compañero de piso de entre más de veinte posibles candidatos, nuestros gustos se hicieron tan similares que causaban estupefacción. 

A Gemma no le gustó nada porque era heavy y vestía "en plan sucio", como ella misma lo definió. A Sonia le pareció que tenía mirada de pervertido, únicamente porque llevaba dos piercings en la ceja derecha y, a menudo, solía humedecerse los labios con la lengua (parecía una especie de tic nervioso o algo por el estilo). Y a mí, sencillamente, no me resultó atractivo a primera vista, no porque no fuese guapo (que lo era), sino porque su larga melena, que le llegaba casi a la altura de la cintura, me recordaba a la de una niña. Precisamente por todo eso, era el compañero de piso ideal, ya que ninguna llegaría a implicarse emocionalmente con él y por tanto, no habría complicaciones en nuestra tranquila convivencia. 


Sin embargo, las tres estábamos equivocadas. Santi revolucionó nuestro despreocupado mundo. Durante el primer mes, le conocimos con cierta profundidad y descubrimos a un chico de veinticinco años sensible (a pesar de su apariencia), que tocaba la guitarra eléctrica y cantaba en un grupo heavy, que leía biografías de escritores contemporáneos y al que le encantaba cocinar (nunca habíamos comido tan bien en esa casa hasta que llegó él). Tardamos dos meses más en percatarnos de que era de ese tipo de hombres que te envuelve con sus palabras, que sabe qué decir con exactitud en cada momento, que te derrite con sólo mirarte, que te dejarías cortar un brazo si con ello pudieras conseguir que te besara. 

Y nos enamoramos de él. Las tres. Y comenzó la guerra, los malos gestos y los insultos a todas horas y con cualquier excusa. Santi se mantenía neutral, en el medio, soportando las acusaciones de unas y otras, las críticas feroces y los gritos descontrolados. Su estancia en el piso empezó a resultarle muy cuesta arriba y aunque intuía el motivo de aquel ambiente terrible, se le escapaban muchas cosas. Un día le vi en su habitación haciendo la maleta: el vaso de su paciencia se había llenado. Me acerqué, le miré a los ojos y rompí a llorar; llevaba meses aguantando mucha presión y nosotras le habíamos echado de su hogar. Se quedó muy desconcertado al verme así y me pidió que me sentara en el salón con él. Las chicas estaban fuera, de fin de semana. 

Entonces, mientras él intentaba secar mis lágrimas con sus dedos, me confesó que me amaba, pero que no era tonto y se había dado cuenta de que las tres queríamos estar con él. Santi sintió un flechazo nada más verme y enseguida supo que vivir conmigo iba a ser muy difícil. No obstante, pensó que nadie se metería en medio, que los sentimientos no serían tan brutales por parte de los cuatro. Por eso, había tomado la decisión de marcharse, de permitirme que conservara a mis amigas, que recuperara la relación que tenía con ellas antes de que él irrumpiera en nuestras vidas. Rompí a llorar con más fuerza aún y entonces, él comenzó a besarme apasionadamente, mientras mi desconcierto crecía por minutos. Embriagados por la intensidad de su confesión y excitados por lo imprevisto de aquellas caricias, acabamos en la misma cama. 

A la mañana siguiente, me desperté sola sobre el colchón y al dirigirme a la cocina, me encontré una nota escrita de su puño y letra, en la que me decía adiós, para siempre. A veces, como ahora, recuerdo aquello y siento dolor, pero también le agradezco que actuase así. Me enseñó mucho más del amor y de la amistad de lo que nadie podrá mostrarme nunca. Me transmitió una idea de suma importancia: amar a alguien significa desear su felicidad, aunque eso suponga tu desdicha. Gracias a él, hoy mis dos mejores amigas siguen siéndolo y puedo decir que un día alguien me amó de verdad. Tanto como para renunciar a mí. 


viernes, 23 de noviembre de 2012

En sus sueños

Tumbado en la cama mientras leía su novela favorita, un recuerdo fugaz pasó por su mente, lo que le hizo cerrar el volumen y colocarlo con cuidado sobre la mesita de noche. Se quitó las gafas de lectura y cogió la foto de su esposa que descansaba dentro del cajón superior. No la guardaba allí porque no quisiera verla, sino más bien porque ese sencillo gesto le causaba dolor, y ya le escocían los ojos de tanto llorar. Tan sólo hacía un mes que había muerto, sumiéndole en la más profunda oscuridad y en el más denso vacío. 

Su recuerdo se remontaba a cincuenta años atrás, ambos con treinta y dos años y una vitalidad única. Teresa se hacía de rogar. Era la menor de seis hermanos varones y estaba protegida en exceso por todos ellos. Ricardo la pretendía desde hacía un año, puesto que se había enamorado de ella en cuanto la vio en la iglesia del pueblo, durante la misa de aquel domingo nublado. Él era el único hijo de un matrimonio de agricultores y, en su caso, no estaba demasiado mal visto que, a su edad, aún no se hubiese casado. Para ella era diferente: los lugareños ya empezaban a referirse a su persona como la solterona del pastor, además de por su estado civil, porque su padre se dedicaba a cuidar un rebaño de ovejas. 

Aquel día, después de largos meses de insistencia silenciosa, la suerte estuvo de parte de Ricardo.  Mientras se dirigía a la tienda de ultramarinos, coincidió por casualidad con aquella bonita mujer de ojos claros y cabello ondulado. Por primera vez desde que la conocía, caminaba sola por la calle. Cargaba con un montón de bolsas y además, llevaba un carro de la compra lleno hasta arriba. Le costaba trabajo dar dos pasos seguidos con tanto peso y él, de inmediato, se ofreció a ayudarla con la mercancía. Pasearon en silencio el tramo que les separaba de la casa de Teresa, hasta que él se detuvo de repente y la condujo de la mano hacia el interior de una calle estrecha, por la cual apenas pasaba gente. 


Ella le miró con ojos asustados, con nerviosismo, pues en el fondo, no estaba segura de sus auténticas intenciones. Ricardo se saltó todos los códigos morales de la época y sin mediar palabra, le dio un tierno y cálido abrazo, rodeándola con sus bastos brazos, muy trabajados por sus jornadas en el campo. Teresa se dejó hacer, ya que aquello le había sorprendido gratamente. Él se separó un poco y le dedicó una mirada embobada, mientras le apartaba un mechón de pelo que se le había deslizado sobre el pómulo izquierdo. Años después, ella le confesaría con cierta timidez que fue ese gesto concreto el que la enamoró y la permitió entregarse a él. Acto seguido, Ricardo reunió el valor suficiente para acercar sus labios a su deliciosa boca y le emocionó comprobar que ella no se apartaba; más bien, también le estaba besando, aunque sin abandonar del todo sus particulares miedos. Si alguien les hubiese descubierto en ese íntimo y maravilloso momento, el escándalo habría recorrido todo el pueblo. Afortunadamente, aquello sólo les perteneció a los dos, para siempre. 

Una semana más tarde y, sin que Teresa lo hubiese sospechado, Ricardo se presentó con su mejor traje de chaqueta en la puerta de la casa de su padre. Su objetivo era muy claro: quería pedirle su mano. El buen hombre, al comprobar sus buenas intenciones y lo que aquel joven amaba a su hija, aceptó la petición sin reservas. Teresa no podía ser más feliz y cuando todos les dejaron solos, no pararon de besarse y abrazarse, con una ilusión que les encendía el rostro. La boda tuvo lugar al mes siguiente y sus tres hijos (dos chicas y un chico) vinieron al mundo en los tres años posteriores. 

Ahora recordaba todo aquello y no podía evitar que las lágrimas rodaran por sus mejillas, como una pequeña cascada que bajaba por la roca de una montaña. La enfermedad había vencido a Teresa, aunque le quedaba el consuelo de haberla amado intensamente durante toda su vida. Sabía que se habían hecho felices el uno al otro, que las discusiones del día a día sólo habían sido tonterías, que habían disfrutado juntos de cada novedad de su existencia (el nacimiento de un hijo, la llegada al mundo de un nieto, los viajes para descubrir el mar, las cenas ocasionales fuera de casa). Y desde que ella se había marchado, todas las noches aparecía en sus sueños en cuanto se dormía. 

Hoy no podía ser distinto. Con su memoria en plena actividad, acabó dormido, medio destapado a pesar del frío que hacía ahí fuera. Y en sus sueños, volvió a aparecer Teresa. De nuevo, era joven, como cuando la besó por primera vez. Llevaba un camisón hasta los tobillos, blanco perla, y el cabello alborotado. Estaba junto a él, acababan de jugar a lanzarse cojines sobre el sofá de su modesta casa: en los primeros meses de matrimonio, esa fue su forma de diversión. Por eso, tenía el cabello revuelto. Aquellos ajetreados encuentros siempre terminaban con ellos haciendo el amor en cualquier parte de la casa, incluso cuando ella ya estuvo embarazada. 

Aquella visión onírica era tremendamente real. De repente, Teresa se sentó junto a él, que aparecía tal y como se encontraba en realidad: dormido sobre su cama, respirando con suavidad. Una Teresa de treinta y dos años acariciaba, con delicadeza y amor, el rostro de aquel Ricardo de más de ochenta. Se aproximó más a él y, en susurros lentos y apenas imperceptibles, le dijo: "ven conmigo, cariño. Seremos jóvenes de nuevo si permaneces aquí, a mi lado. Mi vida contigo ha sido como un sueño y qué mejor manera de acabarla que en uno de ellos. Nunca te agradeceré lo suficiente que tomaras la iniciativa aquel día en esa estrecha calle. Me convertiste en una mujer feliz.". 

Su corazón dormido se rindió frente a aquella confesión y se detuvo para siempre, con el único fin de poder reunirse junto a su esposa en el mundo de los sueños. Cuando sus hijos se enteraron de su final, días más tarde, le encontraron sobre el colchón, con el rostro relajado y la foto de Teresa apretada contra su pecho. 


jueves, 22 de noviembre de 2012

¡Qué bien viviríamos así!

En mi mundo ideal, un lugar de una lejanía inquietante, los vehículos no se alimentarían de combustible, sino de aire. Así, se acabarían las situaciones incómodas en mitad de la autovía, al quedarnos tirados por no haber llegado cinco minutos antes a la gasolinera más próxima. 
Bastaría con que el aire ambiental fuese absorbido por un diminuto orificio, situado en el techo del vehículo, junto a la antena que capta la señal de radio. Por supuesto, esto sería gratuito y garantizaría suministros de por vida, además de permitirnos escapar de los abusos de las petroleras. Sobra decir que las pistas de peaje dejarían de existir, por lo ridículo de su presencia.  Mantener un coche sería bastante más barato y mucho menos contaminante. 


Un gobierno perfecto no permitiría que las matemáticas dejasen de tener sentido al adquirir una vivienda. Desde pequeños, en el colegio, nos enseñaron la importancia de las proporciones y de las fracciones y que, por ejemplo, dos cuartos significa la mitad del total. Pues bien, si una familia lleva quince años pagando una hipoteca cuya duración es de veinte años y de repente, no pueden pagar, en mi sociedad utópica, el poder les proporcionaría de inmediato una vivienda alternativa, cuyo precio sería el proporcional al que ya llevan pagado, es decir, las tres cuartas partes del total. No tendrían que seguir pagando (puesto que ya pagaron lo que corresponde) y tendrían el hogar que se merecen. 

Mi país soñado tendría sólo tres gobernantes: el presidente de la nación, un asesor económico y financiero y un ministro que se encargase de todos los ministerios. Sus elevados sueldos se mantendrían, al estar más justificados por la cantidad de tareas que tendrían que llevan a cabo. Por fin, podríamos considerarles trabajadores y, en caso de que alguno de ellos no desempeñara sus funciones correctamente, sería despedido al momento y sin contemplaciones (tal y como nos ocurre a los empleados de a pie), y sustituido por alguien más competente. La Familia Real desaparecería del mapa y se marcharía a países como Mónaco, donde el despilfarro está bien visto e incomprensiblemente aceptado. 

En mis fantasías más oscuras, Hacienda nunca metería las narices donde no debe. España se sostendría, únicamente, con el esfuerzo de pagar impuestos. Quitando a los tres integrantes del Gobierno, todos cobraríamos el mismo salario, una cantidad estándar que nos hiciera felices y nos diera la oportunidad de sentirnos motivados en nuestros puestos. Hablo de dos mil euros mensuales, para que los que ganan setecientos sean capaces de tener una vida digna y los que arrebatan al Estado más de diez mil, entiendan que tal insulto hacia los demás no puede consentirse ni sostenerse. Todos perteneceríamos a la clase media, no habría ni ricos ni pobres, las desigualdades sociales desaparecerían, no habría mendigos en las calles y todos estaríamos satisfechos con nuestras vidas. Con ese reparto de la riqueza, el desempleo se convertiría en un mal recuerdo. 

Cada uno tendría derecho a administrar su dinero como quisiera y a comprar lo que considerara oportuno. La libertad, en todos los sentidos, estaría más establecida que nunca. El papeleo de los juzgados de todo el país sería puesto al día mediante la contratación de suficientes funcionarios y se agilizarían los juicios para que los culpables cumplieran sus condenas cuanto antes. Los okupas de centros abandonados y viviendas particulares serían desalojados en un plazo máximo de 48 horas desde que fuesen descubiertos, al igual que los inquilinos que no pagasen el alquiler. En definitiva, los tiempos de espera absurdos se reducirían casi por completo. 

La Sanidad sería sólo pública y las esperas dejarían de existir, al aumentar la plantilla de profesionales en cada centro. Las clínicas privadas repartirían sus especialistas por los hospitales e instituciones del Estado, lo que aseguraría una medicina de mayor calidad, al no existir diferencias por cuestiones económicas. Los turnos se reducirían y las guardias se repartirían entre más personas, con el objetivo de reducir los riesgos provocados por la falta de descanso de los médicos. Los diagnósticos anticipados disminuirían la mortalidad por enfermedad y la tranquilidad de los ciudadanos sería mayor. 



La calidad de vida y el Estado de bienestar estarían garantizados. La incertidumbre y el miedo por perder el trabajo o la vivienda ya no existirían al ofrecerse la oportunidad de un sueldo estable y estándar. Al vivir todos en las mismas condiciones y con los mismos recursos, ninguna empresa se vería al borde de la quiebra, pues sus ventas y su nivel de clientela estarían asegurados. El precio de los inmuebles y de los automóviles sería idéntico dentro de su misma categoría, lo que quiere decir, por ejemplo, que todos los apartamentos de tres habitaciones situados en una ciudad costera, valdrían lo mismo, fuera cual fuese la localidad precisa. 

La felicidad casi dependería sólo de nosotros mismos, pues los aspectos "prácticos" estarían resueltos. Soñar es un ejercicio que enriquece nuestros pensamientos con la fuerza de la esperanza. Y de las pocas cosas gratuitas del presente. 


miércoles, 21 de noviembre de 2012

La infidelidad natural

Según los últimos datos sobre el tema, los hombres y las mujeres somos infieles por igual. Hace unos años, los hombres nos ganaban por goleada en el inmoral acto de poner los cuernos, por culpa de la extendida idea de que ellos "tienen necesidades". ¡Como si nosotras no las tuviéramos! Éramos (y todavía somos) muy machistas, pues los cuernos masculinos se perdonaban e incluso, se aceptaban como algo inherente a su naturaleza "dominante". Hoy el cuento ha cambiado, aunque las primeras féminas infieles eran castigadas con fulminantes miradas de desaprobación, al tratarse de un hecho poco habitual y, para algunos, incomprensible. 

Ideas sexistas aparte, cabe preguntarse por qué se comete una infidelidad. Ya el simple hecho de emplear la palabra "cometer" para referirse a ello, nos indica que el propio lenguaje lo engloba dentro de la categoría de delito. Y lo cierto es que nos escondemos de los demás para no ser descubiertos; si estuviera bien, no habría de qué preocuparse. No obstante, sabemos que es algo feo, vergonzoso, un acto de debilidad y de cobardía (algunos recurren a los cuernos para huir de sus problemas personales). Pero eso no impide que suceda una y otra vez. 


Podemos distinguir dos tipos de personas infieles: las ocasionales y las reincidentes. Las primeras engañan a sus parejas puntualmente, como consecuencia de un calentón sexual irrefrenable (ya sea un impulso o un acto meditado días atrás) o una necesidad temporal; pero no vuelven a repetir, porque se arrepienten. En cambio, la gente reincidente actúa sin pensar en absoluto en las consecuencias, sólo les mueven sus instintos y visitan casas ajenas sin realizar ningún tipo de discriminación: cualquier hombre o mujer atractivos se convierten en amantes potenciales, varias veces. 

Las féminas siempre hemos sido más emocionales que ellos. Cuando un hombre se nos pone por delante, nuestro cerebro lo compara de forma inconsciente con nuestra pareja, destaca los atributos de ambos, el tipo de comunicación que mantenemos con cada uno y, en ocasiones, la balanza se inclina por el nuevo amigo. No obstante, antes de plantearse la posibilidad de unos cuernos, la mujer es infiel de pensamiento y entra en reflexiones que confunden sus sentimientos por completo. Entra en una espiral de querer y no poder o de querer y no deber, pero cuando se da cuenta de que su vida será más rica si se arriesga, no hay punto de retorno. 

Los motivos para estar con otra persona son completamente opuestos en ellos y en nosotras. Nosotras buscamos comprensión, cariño, comunicación, expresividad y que nos hagan reír, pero todo eso, con la rutina y las preocupaciones diarias, tiende a pasar a un segundo plano en el seno de cualquier pareja. Y ahí es cuando aparece el chico nuevo, esa personalidad distinta que tanto contrasta con la de nuestro novio (siempre contrasta demasiado), esa novedad que nos permite flotar sobre una nube imaginaria pensando en otras sensaciones y otros estímulos emocionales. Y a las pocas semanas (con suerte, meses) acabamos en la cama del nuevo. Con una culpabilidad posterior, que no tiene parangón y que perdura en el tiempo. 

Sin embargo, los hombres funcionan de otra manera. Ellos son mucho más sencillos que todo eso. Si conocen a alguien que les atrae físicamente y que les muestra interés sexual durante semanas, terminan por caer rendidos a sus pies, aunque la mujer que les espere en casa tenga mayor cociente intelectual que su amante. Son más primarios, les motiva más el tema físico (a nosotras también, pero va en equilibrio con otros aspectos) y no suelen sentir remordimientos (lo máximo que hacen es regalar flores o bombones a sus parejas para mitigar su propia culpa; un tópico que genera sospecha). Otra cosa es que se enamoren de la nueva mujer con la que comparten sábanas, lo que les plantearía la posibilidad de abandonar su estable vida.  

La auténtica amenaza futura para el amor son los cuernos. Hoy en día, muy pocas parejas permanecen blindadas a la posibilidad de una infidelidad, ya sea por una de las partes o por ambas. Es fácil pensar que, antes de irse con otras personas, es mucho mejor romper la relación. No obstante, la falta de comunicación puede incitar la búsqueda fuera de aquello que extrañamos dentro, cuando sería mucho más productivo hablar de ello con el compañero de vida. El amor se mantiene fruto del trabajo constante, con el objetivo de conservar la emoción del principio, pero no todo el mundo es capaz de hacer ese pequeño esfuerzo. 


La existencia es prolongada y todos hemos tenido o tendremos las ganas de estar con otra persona que no sea nuestra pareja, al menos una vez en toda nuestra vida. Es una idea más natural de lo que pudiera parecer, porque los animales tienen varias parejas sexuales a la vez. Los seres humanos también somos animales (aunque racionales) y quienes defienden la infidelidad suelen sostener que la monogamia es una decisión que va en contra de la naturaleza. En ciertas culturas, no está mal visto que un hombre tenga varias esposas, aunque en la sociedad occidental no se contempla. 

No obstante, las personas tenemos sentimientos. Al poner los cuernos, no sólo debemos tener en cuenta nuestros propios deseos y placer sexual, sino también cómo se sentirá la persona engañada cuando se entere (si es que llega a enterarse). Hay gente realmente hipócrita, que se mantiene infiel durante largas temporadas, y que afirma seguir con su pareja por costumbre o comodidad. Otros tienen la poca vergüenza de sostener dos relaciones estables al mismo tiempo, incluso tres (es sobrecogedor su poco valor como personas). 

No disculpo, ni por asomo, a los infieles, pero debo considerar un aspecto que desencadena el engaño. Si una pareja no nos da lo que necesitamos, nuestro afán por tenerlo todo nos empuja a buscarlo en otra parte. Somos egoístas, es una triste verdad. Con frecuencia, pensamos antes en nosotros mismos y nuestros deseos, que en la persona que nos acompaña. Somos tan poco inteligentes, que caemos en la tentación que el demonio nos ofrece, antes de dialogar con la persona que amamos. Y pocos se salvan de cometer este error. 


Nos encanta lo prohibido, aquello que es, en apariencia, inaccesible. Al estar mal visto, nos atrae todavía más, porque nos provoca un morbo muy difícil de controlar. La curiosidad y la novedad son nuestras peores enemigas en circunstancias de confusión y de pérdida. Si estamos pasando una mala racha y aparece por la puerta un enorme y delicioso caramelo, es complicado decir que no. La dinámica de los mensajes furtivos enviados al móvil, las llamadas a escondidas y los encuentros clandestinos nos cargan de adrenalina y de diversión, aunque se trate de un arma de doble filo. 

Por último, hago referencia a mi persona y después de haberme dejado llevar por el pecado en una ocasión en mi vida, puedo afirmar con rotundidad que se pierde mucho más de lo que se gana. Nadie, en su sano juicio, debería anteponer los placeres carnales al amor, ya que los sentimientos están por encima de cualquier cosa. El peso de los cuernos persigue al reincidente hasta convertirle en un desgraciado. Quien engaña suele ser más inseguro e infeliz que el engañado. El que se mantiene fiel demuestra que la verdad sigue siendo el mejor trayecto hacia la dicha. 


martes, 20 de noviembre de 2012

Soy tímida

La timidez es un estado de ánimo que implica sentirse asustado frente a personas, situaciones o circunstancias más o menos nuevas. No es ninguna enfermedad y, en pequeñas dosis, puede resultar útil, ya que permite observar a la gente y el entorno que nos rodea, antes de dar el paso de integrarnos y comunicarnos. No obstante, es una pauta de comportamiento que limita, en cierto modo, el desarrollo social del individuo. Todos somos tímidos de vez en cuando y no es algo malo, siempre que no influya en negativo en nuestro día a día. 


En la niñez, la timidez es más habitual, ya que experimentamos cambios constantes en nuestra vida y no estamos preparados para enfrentarnos a ellos. Todo es novedoso y por tanto, nos asusta. Existe un tipo de timidez que desaparece en cuanto uno se adapta a la situación que la provoca. Por ejemplo, un niño puede mostrarse tímido las primeras veces que acude a entrenar con sus compañeros para jugar partidos de fútbol, pero pasado un tiempo, y al acostumbrarse a esa rutina, su timidez se irá. Eso no significa que haya dejado de tener miedo a las circunstancias nuevas, pero, al menos, esa costumbre concreta ya no le provocará ese estado. 

El problema surge cuando la timidez se convierte en algo mucho más grave, cuando impide tener una vida normal. Hay personas incapaces de salir a la calle por temor a encontrarse con aquello que les dificulta relacionarse con normalidad. Se convierten así en individuos introvertidos, que son felices dentro de su mundo interior y no necesitan ni desean el contacto con los demás. Los tímidos patológicos tienen serias complicaciones para enfrentarse a las obligaciones de su día a día, ya que casi todas las responsabilidades de la vida requieren una cierta relación con los demás. 


Hay cuatro teorías que explican este estado de ánimo:
- Teoría innatista: defiende que la timidez puede darse por la modificación cerebral que se produce al repetir una determinada actitud o comportamiento. Cuando este estado tiene lugar frente a un grupo, se conoce como miedo escénico. 

- Teoría de Zimbardo: el terapeuta Philip Zimbardo define la timidez como una sensación de incomodidad al creer que las relaciones con los demás van a traer consecuencias negativas. Puede tratarse de un "tímido privado", que tiene muchos problemas para relacionarse y adaptarse, o de un "tímido público", que a pesar de sus dificultades, consigue tener una vida social más o menos normal al ser capaz de controlar su temor. 

- Teoría de Goleman: en su libro, titulado Inteligencia Emocional, este psicólogo estadounidense sostiene que la timidez surge fruto de una probable disposición neuronal innata, aunque también aclara que la timidez nace, sobre todo, socialmente. 

- Teoría de Yagosesky: este escritor y orientador de conducta afirma que la timidez es una condición innata, cuyas características son ansiedad, estrés, interpretaciones equivocadas en las relaciones, inhibición expresiva e incomodidad. En los casos más extremos, también pueden producirse alteraciones psicosomáticas. 

Las personas tímidas suelen pensar demasiado en la impresión externa que causarán a su interlocutor. A veces, hablan lo justo para hacer notar su presencia, pero sin destacar dentro del grupo. Suelen creer que sus ideas u opiniones serán valoradas de forma negativa por sus acompañantes, aunque se trate de una creencia errónea. Pueden actuar de manera diferente en función del grupo dentro del cual se encuentren, ya sea por cuestiones de afinidad, ideas políticas o pensamientos sobre la vida cotidiana. 


Los casos más graves de timidez desembocan en fobia social. La mayoría de las personas sentimos incertidumbre, ansiedad e inseguridad cuando estamos a punto de conocer a gente nueva. No obstante, después de un rato de charla agradable con esos desconocidos, todo se normaliza y logramos sentirnos más o menos a gusto. Sin embargo, quien sufre fobia social tiene unos niveles mucho más elevados de ansiedad y ésta no desaparece, a pesar de la interacción. Además, suele tener palpitaciones, sudores, rubor, sequedad en la boca, falta de concentración y temblores musculares y en la voz, entre otros indicios físicos. 

Algunos individuos con fobia social suelen recurrir a las drogas o al alcohol para desinhibirse y facilitar sus relaciones con los demás, aunque no es una solución adecuada. Sentirse obligado a ser el centro de atención, ya sea por razones laborales (como es el caso de actores, vendedores, profesores) o académicas (exponer temas en público), no hace más que agravar el problema. 

Como es habitual en la mayoría de dificultades con matices psicológicos, la única manera de solucionar o hacer más llevadero el problema es acudir a la consulta de un experto en psicología. El profesional dará con el origen de la timidez y/o la fobia social y aplicará los mecanismos precisos para que el paciente aprenda a integrarse en la sociedad y controle sus miedos. Es fundamental que la persona tímida ponga de su parte y entienda que la interacción con los demás puede ser realmente satisfactoria. 


lunes, 19 de noviembre de 2012

Exigente a mi pesar

Defraudada por la inercia de los acontecimientos ridículos del presente y con los protagonistas de este cuento absurdo. Arrepentida, por primera vez en mi historia vital, de haber perdido mi tiempo con alguien insulso, cuya felicidad depende de la exposición pública de sus miserias. 

Contenta por haber seleccionado el mejor camino de todos los posibles, por no haberme conformado con menos. Excelente momento para elegir bien y en consecuencia. Instante memorable para saltar, justo antes de que el barco se hunda en lo más hondo del fraude humano. 

La pérdida de sentido común condenará a los de personalidad débil, los convertirá en papel mojado, casi sin que puedan percibirlo, tal es su afán por ser el centro de todas las miradas. Las carencias ocupan un inmenso lugar en su paseo a la deriva. 

Nula madurez expuesta en el escaparate de los que lucen mala conciencia. Aún no lo saben, pero su falta de apego a lo que aman les golpeará en el futuro, y ya no les quedará hueco ni para el despecho. Cuando sus pérdidas sean más grandes que su ego, lamentarán su actitud despreocupada e infantil. 

Mi lucha por seguir el tramo correcto contrasta con las ansias de autodestrucción de otros. Fiel a mi propia convicción e ideas, busco fascinarme por lo bonito de las intensas compañías que enriquecen mi existencia. 

Apoyos fieles que no me dicen lo que quiero oír, sino lo que debo entender. Constructores de una balsa que me sacó de una pena inútil e inmerecida. Suficiente soledad voluntaria para analizar lo que me hace feliz y lo que me causa dolor, porque la corriente impide la sinceridad con uno mismo. 

Un cierto control garantiza no perder el juicio, ya que los desmadres me dejarían ciega de apreciaciones contradictorias. Por ello, en la tranquilidad de mi buen hacer comienza a tejerse la tela del nuevo tapiz, de vivos colores y envolvente tacto. 

El silencio es la mejor de nuestras armas cuando los demás eligen librar la batalla de las palabras mal empleadas y peor entendidas. Callar asegura que lo dicho jamás podrá convertirse en el enemigo, aunque en ocasiones, las personas se empeñen en ser rivales de sí mismas. 


Dudar no es bueno para nadie y, a veces, despejar la incógnita ayuda limpiar la mente de malos pensamientos. Es más arriesgado vivir que proyectar una posible vida, pero sin duda, mucho más apasionante. 

Amistades masculinas valiosas para recibir el empujón definitivo, en el momento en que el rumbo se presenta difuso. Gente que llena los vacíos del alma en un par de meses con más fuerza y rapidez, que otras personas en años. Personalidades ricas en fascinantes matices. 

El equilibrio entre el riesgo y la sensatez alimentará lo que esté por venir. Bueno o malo, todo dependerá del ojo con el que se mire y de las circunstancias en las que surja. 


miércoles, 14 de noviembre de 2012

La huelga de los valientes

Creo que quienes seguís este espacio con cierta regularidad, tenéis la intuición de que no me gusta hacer mención a temas políticos y económicos. Mi motivo no es, ni mucho menos, ignorar la realidad que vivimos en este país, ni tampoco mirar hacia otro lado. Escribo en este blog con una intención diferente, que no es otra que la de informar sobre otros temas que nos permitan olvidar nuestras desgracias particulares durante un rato. Considero que el mundo ya está lo bastante mal, como para añadir más leña al fuego. 

Sin embargo, en esta ocasión y con motivo de la huelga del día de hoy, deseo expresar mi opinión al respecto. No entraré en política, ya que es un campo que no me gusta, sobre el que apenas tengo conocimientos y, mucho menos, interés (debo ser sincera y reconocer que no me llama la atención en absoluto). Por eso, me centraré en lo que pienso acerca de los que desean hacer huelga y los que no. 


Para empezar, un grupo de personas unido tiene mayores probabilidades de éxito en cualquier empresa que se proponga, que un montón de individuos dispersos, cuya principal preocupación es tirarse piedras unos a otros. Sucede siempre: los que piensan de una manera atacan verbalmente a los que piensan de otra completamente distinta. No tenemos más que ver a los partidos políticos: el que se encuentra en la oposición ejerce una presión implacable contra el que gobierna el país. 

Como consecuencia de la convocatoria de esta huelga general, la situación no iba a ser diferente. La gente que defiende el derecho a la huelga es la misma que limita con sus opiniones el derecho a ir a trabajar de los que deciden, voluntariamente, hacerlo. Un empleo, en la actualidad, es un tesoro valioso que las familias que consiguen mantenerse a flote en mitad del hundimiento defienden por encima de cualquier cosa. Sí, de acuerdo, luchar por los derechos de todos está muy bien, pero quien tiene un puesto seguro no quiere arriesgarlo. Por nada del mundo. 

Y eso es, precisamente, lo que no comprenden los cinco millones de parados de este país. Ellos ya no tienen nada más que perder, no les importa sacar las uñas si es necesario, organizar protestas de todo tipo e intimidar a los ciudadanos por medio de los famosos piquetes. Critican a los que acuden a trabajar, con la máxima hipocresía de la que son capaces de valerse, ya que todos sabemos que si se encontrasen en el otro lado de la balanza, su visión del asunto sería radicalmente opuesta. Nuestro problema, pertenezcamos a un grupo o a otro, es la ausencia de empatía: tenemos serias dificultades para ponernos en el lugar de los demás. 


La libertad no es la misma para unos y otros. Los desempleados son cien por cien libres de manifestarse, ya que no deben rendir cuentas a nadie: no se deben a una empresa, no tienen que obedecer a un jefe ni sienten la necesidad de explicarse. Tanto si deciden acudir a las protestas, como si optan por quedarse en casa, ninguna persona de su entorno les va a juzgar por ello. En cambio, un trabajador debe justificarse delante de todo el mundo, sea cual sea su decisión. Si decide ir a trabajar, alguien le definirá como una persona débil, que no lucha por sus derechos o que le sigue la corriente a los gobernantes. Por el contrario, si sigue la huelga, su jefe le descontará una cantidad desproporcionada de su sueldo, se supone que equivalente al día perdido (aunque, en realidad, se corresponde con lo que ganaría por tres días trabajados), y además, su imagen como miembro de la empresa se verá dañada, lo que podría conducirle al despido. 

Un derecho deja de serlo cuando existe algún elemento que condiciona su ejercicio. En este caso, si al hacer huelga, pierdes dinero, se aprecia una amenaza implícita de la empresa hacia el empleado. Otra cosa es que el dinero descontado fuera acorde con las horas de ausencia en el puesto, ya que es razonable que no te paguen si no trabajas. Por desgracia, todos sabemos que nunca es un descuento proporcional. Por tanto, es un abuso. 

Defiendo, por encima de cualquier otra cosa, la libertad de unos y de otros a hacer lo que quieran. Basta ya de criticar al de al lado sólo porque tiene miedo a las represalias. Los valientes de hoy también fueron cobardes ayer, antes de quedarse en el paro. 


martes, 13 de noviembre de 2012

Fin

Me abrasa la herida del muslo derecho. Hace quince minutos, me la he vuelto a lavar con agua tibia, me he echado un poco de agua oxigenada y me la he tapado con una gasa. Mañana iré a la farmacia a comprar alcohol y un par de cajas de tiritas. A pesar de la cura casera, la zona me quema y me escuece demasiado. No puedo creer que este miserable haya llegado al extremo de apagar sus cigarrillos en mi piel. Hace un par de meses, cogió la costumbre de calmar sus frustraciones de esa manera y desde entonces, no hay una sola noche que no me haya ido a dormir con los ojos hinchados de tanto llorar.

Llevo inmersa en este infierno dos años, en un lugar en el que yo sola me he metido y del que no sé cómo salir. Por fortuna, vivo con mis padres y mi única hermana, que cumplió nueve años el mes pasado. A él sólo le veo cuando está tan desesperado por mi rechazo, que acude él mismo hasta mi puerta y casi me arrastra hasta la calle. Cuando aparece y mi familia está en casa, todo es amabilidad, buenas palabras bañadas con la brisa de la hipocresía, y sonrisas esquivas que dirige hacia mi persona, como un gesto cómplice inútil para garantizar por más tiempo mi silencio.


Mis padres creen con una seguridad ciega que Rubén es el novio ideal, un hombre obligado a lograr la madurez antes de tiempo, al haberse criado en hogares de acogida. Cuenta con una casa y un coche propios, como resultado de haber trabajado muy duro, y es diez años mayor que yo, que aún soy una tímida y estúpida niña de veinte años. No me atrevo a confesar a nadie que me pega, me controla, me prohíbe salir con mis amigos mucho más de lo que mis padres me han prohibido jamás (ni siquiera cuando tenía doce años) y me revisa el contenido de mi teléfono móvil cada vez que nos vemos. Si quisiera engañarle, tendría tiempo de sobra para borrar cualquier mensaje comprometido, aunque su cerebro enfermo no es capaz de imaginar más allá.

Mi amor por él se murió el mismo día que me abofeteó la primera vez, a los tres meses de comenzar a salir. Sigo a su lado por puro terror, pánico a que pueda volverse loco del todo y vaya contra mi familia, lo que no podría perdonarme nunca, al ser la única responsable. No obstante, soy consciente de que no puedo continuar encerrada dentro de esta unión sentimental enfermiza que amenaza con derrumbar todo lo que soy.

Hace unas horas que ellos se han marchado. Mis padres y mi hermana se han ido a casa de mis abuelos paternos. Hubiera querido irme también, pero Rubén me sugirió con toda la cortesía de la que fue capaz (a gritos) que me quedara, porque más tarde, tenía intención de venir a hacerme compañía, como así ha sido. Me quedo escasa de términos para definirle en este preciso y terrible momento de angustia y desolación.

Acabo de mirarme en el espejo de mi cuarto y sólo veo a una joven desorientada, confusa, de piel pálida y enrojecida, llena de marcas, arañazos, moratones. Repleta de golpes nacidos del absurdo de un amor mal entendido. Menos mal que no me ha tocado la cara, y mis ojos, de un azul muy vivo, siguen en su sitio. Cada vez que me hace esto, se ampara en su idea de que me terminará gustando el masoquismo tanto o más que a él, y que todo será cuestión de coger práctica y confianza. Me pide que confíe en él, en un ser humano de tan baja calaña. Qué estupidez suprema. 


A pesar de sus intentos para que me acostumbre a sus vejaciones, el dolor siempre habla en mi lugar: mi interior no para de sangrar ante la brutalidad a la que ha sido sometido de la manera más rastrera, y estoy aterrada porque no sé cómo detener la hemorragia. Finalmente, pasados unos minutos, por sí misma, remite. Parece que mi cuerpo, después de todo, es sabio y quiere ahorrarme el suplicio de tener que acudir a urgencias por un motivo semejante. Demasiadas explicaciones, que debería, pero que no quiero dar.

Me tumbo en mi cama y observo el techo con los ojos entrecerrados, mientras las lágrimas asoman de nuevo. Mi juventud, mi ser, mi entusiasmo ante la vida nunca se hubieran merecido este desconsuelo, que me ahoga el alma y me bloquea la capacidad de raciocinio. Sencillamente, no puedo pensar.

De repente, suena el teléfono fijo. Me levanto con pesadez, aún agotada por los últimos acontecimientos, y descuelgo el auricular. El femenino llanto desolado al otro lado de la línea contrasta con la media sonrisa que dibuja mi rostro. No puedo verme, pero casi puedo jurar que me brillan los ojos por la felicidad a medias que acaba de estallar dentro de mí. Rubén ha tenido un accidente con el coche, se ha estrellado contra una farola y se ha matado.

Cuelgo sin dejar que su madre finalice su historia. Ahora soy dichosa y me apetece hacerme unos huevos revueltos. Quizá, después, como postre, me coma un trozo de la tarta de chocolate que hizo mi madre hace un par días. Acudo a la cocina casi flotando. Siento las piernas muy ligeras, ya casi no me duele la herida del muslo y los ojos han dejado de liberar lágrimas. Me siento plena, libre. 

Una nunca se imagina que se alegrará de la muerte de alguien, hasta que descubre que su felicidad depende casi por completo de que tal desgracia ocurra. 


lunes, 12 de noviembre de 2012

Sentirse paralizado

Un ataque de pánico consiste en un momento de intensa angustia y miedo, que suele ir acompañado por una serie de síntomas físicos y cognitivos. Puede durar varios minutos (aunque quien lo sufre, suele percibirlo como un episodio muy prolongado) o varias horas (en función de si el sujeto se siente capaz o no de huir de aquello que le provoca la sensación de angustia). Su causa principal es un agente que activa ese estado, también conocido como "disparador", que aparece de forma súbita y genera confusión y ansiedad casi de inmediato. Es habitual percibir una sensación irreal, por la cual, el individuo piensa que ni él ni el entorno en el que se encuentra existen; incluso puede creer que se desprende de su propio cuerpo. 


Existen tres tipos de ataques de pánico:

- Espontáneos: no tienen causas ni síntomas. Pueden darse en cualquier momento del día, incluso mientras dormimos. Se trata del tipo de ataque más desconcertante, ya que no puede relacionarse con ningún miedo concreto y por lo tanto, es muy complicado buscar una explicación razonable. Al ser aleatorios, en ocasiones, se confunden con ataques cardíacos. 

- Específicos: se dan bajo circunstancias determinadas. Quien los sufre, se libera por completo de los síntomas cuando se encuentra en situaciones cómodas o junto a personas de confianza, ya que nunca sufre los ataques si no se encuentra en el lugar que los propicia. El individuo se siente débil, ya que hace verdaderos esfuerzos por evitar los ataques y eso le agota, física y mentalmente. 

- Predispuestos por situaciones: son aquellos ataques que se producen en situaciones concretas, a las que el individuo tiene algún tipo de temor, como puede ser montar en avión. No obstante, las crisis no se dan siempre que se presenta esa situación, aunque sí aumentan sus probabilidades con respecto a condiciones normales. 

Cuando se sufre un ataque de pánico, es como si el cuerpo del individuo se quedase congelado o paralizado. El cerebro alberga ideas paranoicas, pensamientos de peligro o de riesgo y, a veces,  surge el miedo a la muerte o la creencia de estar loco. Mientras tanto, además, se producen taquicardias, se siente calor, palpitaciones, sensación de asfixia, sudores, hormigueo en todo el cuerpo, náuseas, entumecimiento, mareos, dolores en el pecho, escalofríos, complicaciones para hablar y comunicarse, baja temperatura en brazos y piernas, contracciones musculares o sequedad en la boca, entre otros síntomas. 


Todos estos desagradables síntomas aparecen fruto de la llamada respuesta de lucha o huida, que es un mecanismo que activa químicos en nuestro cuerpo (como puede ser la adrenalina) para protegernos frente a situaciones peligrosas. Así, se acelera el ritmo cardíaco y aumenta la presión arterial, lo que nos permite reaccionar y defendernos ante el sujeto o el acontecimiento que nos provoca temor. Son las sensaciones que nos infunden valor para hacer frente a las situaciones que más nos asustan. Cuando el peligro disminuye o desaparece, estos síntomas también se van y se recupera el estado normal. Sin embargo, quienes sufren los ataques de pánico, experimentan estas sensaciones durante mucho más tiempo, por lo que la incomodidad y el estado de alerta permanecen un rato más. 

Hay que precisar que una situación no debe ser necesariamente peligrosa para que se produzca un ataque de pánico, pero los síntomas de éste son los mismos que si ocurriera algo malo. A veces, sólo se trata de un temor sin ningún sentido. Cuando los ataques de pánico se dan de forma repetida y continua y además van acompañados de temor constante a que vuelvan a producirse, tiene lugar el denominado trastorno de pánico, en el que las crisis son inesperadas, repentinas y no tienen causas. 

El sujeto suele utilizar tres tipos de "estrategias" para evitar que se le presenten los ataques de pánico, por lo que, en ocasiones, lo único que consigue es agravar el problema. En primer lugar, suele tener conductas evasivas (como evitar pasear por una determinada calle que representa un peligro para él), lo que limita su vida y sus relaciones con los demás. En segundo lugar, pide ayuda a las personas de su entorno, para que le acompañen a cualquier sitio en todo momento o le ofrezcan su apoyo. Y por último, intenta controlar su cuerpo y algunas de sus reacciones fisiológicas y psicológicas, como consecuencia de lo cual, a menudo, sólo consigue alterar todavía más esas respuestas. 

Con el objetivo de salir de este círculo vicioso, el individuo debe acudir a un especialista, para que éste le ayude a reducir la frecuencia de los ataques o a que éstos desaparezcan por completo. 


jueves, 8 de noviembre de 2012

¡Lo que nos gusta comer!

Imaginaos una reunión social, de unas diez o quince personas, sin una mesa situada en el centro en torno a la cual puedan sentarse, sin ceniceros, sin vasos, sin platos, sin comida. Le faltaría algo. Deberíamos plantearnos porqué cada vez que pedimos una bebida en cualquier bar, nos sirven, por lo menos, un pequeño aperitivo. La razón es sencilla: una conversación, ya sea seria o más distendida, adquiere mayor significado si tenemos algo de comida que llevarnos a la boca en las pausas cruciales. Y, por supuesto, el local gana clientes con este simple detalle. A la vista está la soledad que albergan muchos bares ante la ausencia de tentempiés sobre sus mesas. 

Somos una sociedad que aprecia la buena comida, hasta el punto de convertir el acto de alimentarse en todo un acontecimiento ritual. Esta forma de vivir está determinada por el poder adquisitivo de cada uno y la riqueza del país en el que se viva (obviamente, las malas condiciones en muchos lugares de África impiden considerar la comida de otro modo que no sea más allá de la pura supervivencia). Una conducta extraña es la de las personas a las que no les gusta comer (aunque parezca increíble, existen) y que sólo lo hacen para seguir vivas. Enseguida se cansan de lo que tienen en el plato, ingieren los alimentos con desgana y podrían saltarse alguna de las comidas principales diarias sin ningún reparo. En otro nivel, están quienes se alimentan con prisas y de mala manera: en el coche, de pie, a pleno sol, mientras van andando de un lado para otro o incluso, mientras trabajan (una mano en el sándwich y otra en el teclado del ordenador). Convendría detenerse a pensar que alimentarse correctamente es vital, precisamente porque de ello depende la vida. 

Conozco a mucha gente que valora la comida tanto como yo. Les veo disfrutar con cada bocado, saborear deliciosas salsas y condimentos, deleitarse con nuevos sabores. El fracaso de las dietas tiene todo el significado en este mundo desarrollado, en el que podemos permitirnos casi cualquier capricho culinario. Los más sibaritas acuden a tiendas especializadas en alimentos gourmet y no dudan a la hora de invertir cien euros en el mejor vino de la tienda o veinte euros en una caja de galletas elaboradas con exquisitos ingredientes. Mi pasión por comer no llega a tales extremos, aunque sí reconozco que no me privo tanto en cuestiones gastronómicas, como sí suelo hacerlo en otra clase de productos. 


Sin embargo, últimamente he cogido la fea costumbre de dejarme comida en el plato, cuando hace tan sólo unos meses, ni se me pasaba por la cabeza. A pesar de que estuviese a punto de reventar, el plato me quedaba completamente limpio, más que por ganas de terminarlo, por solidaridad con todas esas personas que se encuentran en el lado más desfavorecido del planeta. Hoy en día, me siento incapaz de acabar, porque tengo una fuerte tendencia a comer con los ojos y por tanto, suelo llenarme enseguida. La comida capta mi atención de manera muy intensa por medio de la vista: una hamburguesa cuyos componentes estén bien colocados y distribuidos a través del plato me enamora por completo, por no hablar de las pizzas o las ensaladas que parecen sacadas de una revista. De ahí mi afición por fotografiar los alimentos que me parecen, estéticamente, atractivos. 

Es por ello que, muchas veces, los dulces me atraen más visualmente que por la función que cumplen en el organismo (saciar la necesidad imperiosa de azúcar). Un trozo de tarta de frambuesa y queso bien presentado es lo más bonito que hay, igual que los muffins. Pocos dulces son tan bellos como un muffin con sus pepitas de chocolate o sus trozos de queso y arándanos, dispuesto en fila junto a otros iguales, dentro del escaparate de una cafetería o pastelería de cierto nivel. Porque a la hora de endulzarnos el paladar, no podemos conformarnos con ir a cualquier sitio. Diferencio dos tipos de pastelerías: las que elaboran "dulces secos" (galletas, bizcochos, pastas, barquillos) y las que preparan "dulces jugosos" (todo tipo de bollos recubiertos de chocolate, rellenos de crema o nata, o empapados en licor). Cuando se trata de dulces, descarto por completo la primera opción y me quedo, sin dudarlo, con la segunda. Dónde va a parar. 


Y es que, digan lo que digan algunos, comer es un verdadero placer. Los más exagerados lo comparan con el sexo, aunque considero que son satisfacciones muy diferentes. Es imposible ser capaz de sustituir una cosa por otra; ambas deben estar presentes en el día a día, en perfecto equilibrio. Por otra parte, y dejando a un lado el tema de que se trata de enfermedades graves con un alto componente psicológico, siempre he creído que quien ama la comida de verdad, es muy difícil que pueda caer en la anorexia o en la bulimia. La intención de perder los kilos de más se esfuma en cuanto nos ponen delante un buen manjar de elevado contenido calórico. Porque esa es otra cuestión: ¿qué es lo que más nos gusta? Todo aquello que engorda más. A uno le pueden gustar las ensaladas, pero nunca le apasionarán igual que un filete o un plato de pasta. A menudo, comemos como cerdos, para qué nos vamos a engañar. 



martes, 6 de noviembre de 2012

Inconformismo

La estabilidad del amor casi ha muerto; vive su mayor agonía. Navegamos a la deriva sobre relaciones de pareja efímeras (a modo de botes salvavidas) que nos vamos encontrando por el camino, como si tropezáramos con un inoportuno escalón mal construido de una escalera cualquiera. Una vive con miedo a darse de bruces con la certeza de un nuevo fracaso amoroso, igual que vivía aterrada cuando me faltaban dos cromos para terminar el álbum de La bella y la bestia, y no daba con ellos. 

Quien es perfecto físicamente (desde el punto de vista subjetivo de cada una, claro está), resulta ser un cabrón sin escrúpulos, capaz de ignorarte sin el menor indicio de disimulo y sin ningún sentido de la conciencia. Por supuesto, su atractivo externo suele ir acompañado de unas dotes culinarias a la altura de suegras con reconocido prestigio en la cocina. Y, del mismo modo, también sabe cuidar la casa, hacer masajes en los pies (para quien le gusten), preparar baños relajantes con espuma y con pétalos de esos que salen de pelotas de colores de aspecto poco fiable. Son estrellas del mundo de la seducción y de la sociedad actual, que te usan como un trapo, te tiran a la basura cuando no les eres útil o cuando descubren que nos estás a su mismo nivel en casi nada. 

Por su parte, el chico ideal para tus amigos y tu familia no te suele gustar. Es una fenómeno inversamente proporcional: cuanto más les gusta a ellos, menos te gusta a ti. Y las razones pueden ser muy diversas. Si está demasiado integrado en el seno de la familia, le consideras un primo más, delante del cual podrías pasearte en ropa interior por toda la casa sin el menor atisbo de vergüenza. Del mismo modo, él podría recorrer el estrecho pasillo que va desde la cocina hasta su habitación como Dios le trajo al mundo, y seguramente no te darías ni cuenta. La ausencia de atracción sexual es así de sobrecogedora. 


Todo esto ocurre si lo comparamos con nuestros primos de toda la vida, esos que vemos, al menos, una vez cada dos meses. Porque existe otro tipo de primos, más escondidos, a los que llevamos largos años sin ver, y que han cambiado. Mucho y para bien. 
En la ingenuidad que aún conservamos, les recordábamos con doce años, con un aparato en los dientes y granos en la cara, y de repente, una descubre que se han convertido en hombres hechos y derechos (algunos, porque otros nunca cambiarán), con inquietudes, un interesante dominio del lenguaje y amplios conocimientos sobre temas fuera de nuestro propio alcance intelectual. Es cuando te planteas si tus allegados verán con buenos ojos una mayor profundización en la relación familiar, y si el sexo entre primos se verá ahora igual de bien que en el siglo XV. 

No podemos olvidarnos del denominado prototipo emocional masculino por excelencia. Es el hombre culto, respetuoso, con sentido del humor, simpático, alegre, optimista, capaz de resolver con destreza cualquier tipo de problema que se le presente, deportista, risueño, encantador, seductor (pero sólo con su pareja), que te lleva el desayuno a la cama, que te regala flores, que te comprende (alguien que, por fin, sabe lo que me pasa cuando tengo la regla), que te dice lo que piensa de ti, pero con cariño ("ay, pero que tontita eres..."), romántico y cariñoso. Muchos llamarían calzonazos a este prodigio utópico de la naturaleza humana (algunas de nosotras también nos referiríamos a él con este calificativo, siempre que fuese el novio de cualquier otra mujer, o aunque fuese el nuestro; forma parte de la contradicción femenina), pero las mujeres, simplemente, estamos tranquilas porque sabemos que tantas cualidades juntas no pueden habitar dentro de una misma persona. 

Y hablo de tranquilidad porque semejante perfección aburriría incluso a las mantas. No es posible tener una relación con un hombre así durante más de seis meses, sin acabar vomitando purpurina. Eso, por no hablar de que los tipos con tales características no manejan el significado de palabras como morbo, pasión o locura sexual transitoria. Suelen ser bastante blandos en ese terreno, aunque tratan de compensarlo con todo lo demás. 

Y, llegados a este punto, es cuando aparece el chico de nuestros sueños. Es el hombre que reúne todas las cualidades mencionadas y, además, es una fiera en la cama, el amante perfecto, un dios caído del cielo para hacer destrozos en la Tierra. El yerno ideal, el amigo más fiel, el mejor hermano del mundo, el hijo ejemplar, el novio que todas quieren (pero sólo tú tienes). El hombre que te plancha las camisas mejor de lo que jamás lo harás tú, que deja la tapa del váter levantada, pero lo hace con estilo, al que le gustan los niños y los animales, el que colabora con una ONG, el que dedica los fines de semana a volverte loca entre las sábanas. Pero entonces, cuando llevas ya seis maravillosos años a su lado y estás completamente borracha de amor, te abandona por otra y te confiesa que odia a los perros.