martes, 14 de mayo de 2013

Única oportunidad

Acudí a mi emisora como cada mañana, a las seis en punto. Esa vez, me correspondía presentar el programa matinal, ya que uno de mis mejores locutores había tenido que guardar reposo en la cama, después de haber contraído un desagradable virus que le estaba causando temblores y fiebre alta. Como disfrutaba muchísimo con mi trabajo, no me importaba en absoluto dedicar a mi pasión doce e incluso catorce horas siempre que fuese necesario. Ser mi propia jefa tenía múltiples ventajas y, entre ellas, el hecho de poder dirigir y moldear los contenidos radiofónicos a mi antojo. Por eso, aquel día me disponía a afrontar la jornada con un optimismo especial. 

Dentro de un par de días, iba a cumplir treinta y cinco años. Si bien se trataba de una edad que me podía generar cierta tristeza, las circunstancias en las que me acercaba a esa barrera temporal no podían ser más positivas. Después de cinco años de incertidumbre y mucho esfuerzo, la empresa empezaba a despegar de verdad; los ingresos por publicidad crecían a pasos de gigante, disponíamos de oyentes fieles que nos seguían desde el principio y algunos nuevos que se incorporaban cada semana, y formábamos un buen equipo profesional, con miembros entusiastas, implicados y siempre dispuestos a ayudarse. 


Una vez que el país se recuperó y conseguimos dejar atrás la crisis, todas las posibilidades laborales que no me había atrevido a plantear, se acumularon en mi cabeza. Y las buenas ideas comenzaron a tomar forma, gracias a mis contactos y un gran derroche de ilusión. Alquilé un local (que más tarde compré), me nutrí del suficiente material tecnológico y de grandes profesionales del medio. Partí de cero, de mis bastos conocimientos sobre aquel mundo que siempre había amado, y mis ganas hicieron el resto. A los dos años de empezar a funcionar con normalidad, realicé varias entrevistas para cubrir un puesto de locución nocturna, ya que el encargado de presentar el programa de noche se había marchado, por motivos personales que no me quiso aclarar. 

Hubo candidatos de todas las edades y muy diversa experiencia profesional. Dudé entre dos hombres y una mujer durante varios días, e incluso me planteé que crearan un espacio de mayor duración de la prevista y a tres voces. Hasta que Elías entró por la puerta de mi estudio, aquella tarde de principios de marzo. En cuanto me saludó y me estrechó la mano, tuve el presentimiento de que ya no necesitaba buscar más. Su cálida y envolvente voz, sumada al aliciente de que había trabajado durante ocho años en distintas emisoras, habían pulverizado todas mis dudas. 

Le coloqué a cargo de toda la programación nocturna y, meses más tarde, me uní a sus proyectos como voz alternativa. Juntos creamos un programa de humor y entretenimiento en el ámbito profesional, y un recorrido de pasión y complicidad en el terreno íntimo. La noche que me pidió que me fuera con él a su casa después del trabajo, supe que nuestro compañerismo se había transformado en otra cosa. No obstante, lo único que hicimos en aquel primer encuentro más privado fue conocer nuestros labios, con ternura, muy seguros de que aquello era lo que ambos queríamos a largo plazo. Y dormimos juntos, abrazados, con nuestras manos entrelazadas. Como duermen quienes empiezan a enamorarse. 


Compartimos hogar y trabajo durante dos años y medio. Transcurrido ese tiempo de amor, confianza, respeto y felicidad, Elías me anunció que se iba a vivir a Escocia porque había encontrado allí una oportunidad laboral mucho mejor que la que yo podría ofrecerle jamás. Acompañó tal información con el deseo explícito y directo de romper todo vínculo que existiese conmigo. Mi perplejidad me impidió decirle absolutamente nada y le dejé ir, sin desvelarle mi secreto de las últimas cuatro semanas: me había quedado embarazada. En el momento en que se fue, después de que yo hubiese hecho las maletas y hubiese vuelto a mi piso de soltera, tomé la decisión de que él no formaría parte de la vida de mi bebé. 

Por eso, aquel día que tuve que madrugar debido a la indisposición de mi compañero, lo último que habría esperado era encontrarme a Elías en la puerta de la emisora, con semblante serio, de culpabilidad, y un brillo en los ojos que quizá, podría haberse definido como tristeza. Esperaba verme a mí, desde luego, pero lo que no había imaginado era encontrarme con una barriga de siete meses de embarazo. Su seriedad se convirtió en desconcierto y, de inmediato, se olvidó de las formalidades y se echó a mis brazos. Me apretó contra su cuerpo, en silencio, mientras apoyaba su cabeza sobre mi hombro y se esforzaba por respirar con tranquilidad. 

Percibía su agitación interna, pero no podía más que esperar que aquella muestra de afecto tardía y sin sentido alguno terminara. Cuando se serenó, me explicó que había vuelto porque me quería y que le parecía injusto que no le hubiese contado que guardaba en mi interior un bebé suyo. Me sobraban las palabras, las suyas y las mías, por lo que me limité a escucharle, sin decir nada. Luego, le invité amablemente a que se fuera por donde había venido y a que nos dejase en paz. 

Alguien que se hacía llamar un hombre, pero que me había tratado con tal desprecio y despreocupación en su día, no se merecía ni que le mirara a la cara. Yo ya tenía lo que quería: había cumplido mi sueño profesional y, lo más importante, mi pequeña estaba en camino. Eso era todo. 


viernes, 19 de abril de 2013

Sumergidos

Eva había tomado la decisión de marcharse sola de vacaciones durante aquella semana. Sus amigas no habían podido acompañarla porque sus días libres no encajaban entre sí, pero no había dudado en alejarse del bullicio de la ciudad, aunque no tuviera compañía. Había visto en las páginas posteriores del periódico un anuncio sobre el alquiler de esa pequeña casa, situada frente a la playa, en primera línea. Estaba hecha de madera, con dos plantas, una habitación y un cuarto de baño, además de una cocina con barra americana y una reducida terraza que cumplía la función de comedor al aire libre. Le estaba cogiendo el gusto a alimentarse allí, con los primeros rayos de sol iluminando su rostro ya enrojecido; sin duda, sería una de las cosas que más echaría de menos cuando regresara a su hogar. 


Cerró la puerta y se dirigió a la orilla de la playa. Se sentó sobre la arena y cerró los ojos, mientras escuchaba el rumor de las olas. A primera hora del día, allí sólo podía encontrar algunas gaviotas que sobrevolaban la zona y varias parejas de ancianos que caminaban por la arena fría y húmeda. Era el mejor momento para rendirse ante sus propios pensamientos y recrear la abrumadora intensidad de la jornada de ayer, nada menos que su primer día de descanso en aquel lugar. Un comienzo mucho más fuerte del que había previsto. Un accidente que pudo haberse convertido en un viaje sin posibilidad de retorno.  

Había llegado cargada con su equipaje el mediodía anterior y en cuanto hubo dejado las maletas en la casa, no pudo resistirse a darse el primer baño vacacional. Se enfundó el biquini, se calzó unas chanclas y salió corriendo en dirección al mar. Ignoró por completo la bandera roja que ondeaba en lo alto de un poste en el extremo derecho de la playa y lo cierto es que tampoco le pareció extraño que no hubiera nadie bañándose. Las enfurecidas olas sí que no le pasaron desapercibidas, pero aún así, se zambulló en el agua con rapidez, sin que le diese tiempo a escuchar los gritos de advertencia del socorrista, que se había aproximado hasta ella, al percatarse de sus intenciones. 

Después de eso, ya no podía recordar más. Le habían contado que un muchacho de su edad, ruso, se había lanzado al mar para sacarla, en cuanto se dio cuenta de que no podía salir. El golpe de unas de las olas contra su pecho la había dejado sin conocimiento y mucha agua salada estaba entrando por sus pulmones. Permaneció cuarenta y cinco segundos sumergida, quizá demasiado tiempo para no sufrir daños irreversibles, pero a pesar de todo, debía dar gracias por la actuación veloz de aquel desconocido. Le informaron de que el socorrista tuvo que aplicarle técnicas de reanimación, ya que al principio, su organismo no respondía; llegaron a temer que hubiera muerto. Sin embargo, pasado el susto inicial, comenzó a escupir agua y a toser, y de nuevo se encontraba en el mundo real. 

Mientras recordaba todo eso con los ojos cerrados, alguien se sentó a su lado, no lo bastante en silencio como para no despertarla de su ensimismamiento. Abrió los ojos y se encontró cara a cara con un chico rubio y musculado, de mirada azul, nariz prominente y finos labios. Estrechó su mano y se presentó, con un castellano perfecto, pero con marcado acento ruso: "Me llamo Nikolay, no sé si me recuerdas, pero ayer te saqué del agua. He venido para ver cómo estabas. Me dijeron que vivías por aquí". Eva sonrió, complacida, y le dio dos besos en las mejillas, como muestra de agradecimiento. "Sólo he venido a pasar las vacaciones, aunque creo que no volveré a meterme en el mar". El ruso le devolvió la sonrisa y le propuso que dieran un paseo por la orilla, mientras charlaban. 

La casualidad quiso que Nikolay también hubiese sufrido hacía unos años un percance parecido. Se encontraba practicando surf, cuando una ola le arrastró con violencia contra unas rocas. Nadie le vio en apuros, así que tuvo que valerse por sí mismo para salir de allí y salvar su vida. Ambos compartían la suerte de haber vuelto a nacer gracias al destino o a las propias circunstancias, y eso construyó la base para que tuvieran interés por conocerse mejor; mucho después, incluso, de aquella semana de vacaciones, en la que no se separaron el uno del otro. 

Nikolay se mudó a la ciudad natal de Eva y aprovechó para matricularse en la universidad. Del mismo modo que el tiempo les convirtió en íntimos amigos, la confianza y un trato continuo, les transformó en pareja. Vivieron su amor con prisa, a toda velocidad, apasionadamente, sin detenerse a saborear la fuerza de su contacto. Ambos tenían un fuerte temperamento y se dejaban llevar por sus ilusiones, por sus ganas de vivir el presente uno junto al otro. Nunca se hicieron promesas, no hablaron sobre quiénes eran como pareja, no le pusieron etiquetas a aquel sentimiento único que les había unido. Y quizá, fue mejor así. 


Murieron los dos a la vez, ahogados, sentados en el asiento del conductor y del copiloto de la furgoneta de Nikolay, cuando ésta se hundió en un pantano, después de colisionar contra otro vehículo que les envió por los aires a causa del impacto. Apenas llevaban siete meses juntos. 


martes, 9 de abril de 2013

El instinto todavía vive (3)

Después de más de media hora de caminata y cuando el sol estaba a punto de desaparecer en el horizonte, llegamos al punto donde estaba situado el escondite subterráneo. Nos quedamos inmóviles allí durante unos minutos, entre la abundante tierra mojada y los arbustos altos y oscuros, observando cada mínimo detalle a nuestro alrededor. El rumor del viento primaveral que anunciaba el inicio de la noche era lo único que se escuchaba en aquella zona, pero cualquier medida de protección no estaba de más. Siempre que salíamos en busca de alimentos y dinero, actuábamos bastante lejos de aquel lugar, con el fin de garantizar la seguridad de nuestros pequeños. En el caso de que nos ocurriese algo malo, no queríamos que nuestros niños fuesen descubiertos. 

Lo más triste de aquella larga jornada es que no habíamos encontrado nada de comida, por lo que tendríamos que seguir tirando de las provisiones con las que contábamos. Transcurridos unos diez minutos de exploración silenciosa del terreno, comenzamos a cavar en uno de los montones de barro que cubrían la trampilla de nuestro hogar improvisado. Cuando finalmente vimos la anilla, tiré de ella con fuerza y esperé a que Carol bajase las escaleras que recorrían un tramo de diez metros de profundidad. Eché un último vistazo al entorno exterior y me metí tras ella, cerrando la trampilla por dentro con una pequeña cadena que me encontré un día por casualidad. 


A pesar de que desde fuera no era un espacio visible, no se trataba de un refugio del todo seguro. Por ello, nuestras salidas diarias también iban encaminadas a encontrar otra alternativa, otro hogar que nos ofreciera mayores garantías de supervivencia. Cuando llegué al cuarto de apenas once metros cuadrados, me sorprendió el efusivo recibimiento de Mara, mi hija de cinco años, que se tiró a mis brazos y comenzó a besarme por toda la cara, mientras no paraba de reírse a carcajadas. La llevé en volandas hasta uno de los colchones y vi cómo sus preciosos rizos castaños se agitaban con el movimiento. Estaba creciendo muy deprisa, cada día más guapa, y había heredado la bonita sonrisa de su madre. 

Por su parte, Thomas estaba de pie junto a Carol mirando cómo ella preparaba la cena, que consistiría en unas latas de sardinas en aceite y unas macedonias de frutas. Nuestro hijo había cumplido siete años el mes pasado, aunque no pudimos celebrarlo tal y como la ocasión lo requería. En aquel tiempo, nos tocó vivir a la intemperie durante unos días; los peores que recuerdo desde que todo empezó. Ahora teníamos electricidad, pero no agua corriente, por lo que, a menudo, lo que más nos quitaba el sueño era no encontrar la suficiente agua potable en los supermercados abandonados. La situación cada vez era más crítica para todo el mundo. 

No obstante, nuestros niños vivían ajenos a todo aquello. Para los dos, no era más que una aventura divertida que los cuatro estábamos disfrutando. Carol y yo poníamos todo nuestro empeño para que sus vidas fueran fáciles y no tuvieran ni la más mínima preocupación. Sin embargo, la tristeza que a veces se reflejaba en nuestros ojos nos delataba. Cenamos en silencio, saboreando cada trozo que nos llevábamos a la boca, puesto que podía ser el último, y un rato más tarde, los pequeños ya estaban dormidos, abrazados en el mismo colchón. 

Carol soltó un prolongado suspiro que transmitía su agotamiento, y se tumbó en el otro colchón, donde dormíamos los dos. Seguí su ejemplo y me tendí a su lado, mientras la cogía de la mano con firmeza y contemplaba sus ojos tristes. Ella entendió enseguida mis deseos y me permitió que la besara apasionadamente, pero con sigilo; debíamos ser discretos para no despertar a Mara y a Thomas. Apenas abrimos un poco las cremalleras de nuestros pantalones para facilitar la penetración. Cuando estuve dentro de ella, la paz que había estado esperando todo el día me alcanzó de forma súbita. Me moví despacio, para que mi preciosa mujer pudiera sentirme del todo, para que comprendiera que, por muchas dificultades que atravesáramos, siempre cubriría sus expectativas íntimas; las físicas y las emocionales. 


Tuve que taparle la boca cuando logró el orgasmo y yo me mordí la lengua cuando llegó el mío. Me quedé quieto, en su interior, tumbado sobre ella, saboreando el momento más delicioso de la jornada. Exhaustos y anestesiados por aquella felicidad temporal, ni siquiera escuchamos que alguien había logrado abrir la trampilla y bajado las escaleras. Fue demasiado tarde para evitar que ese hombre que nos apuntaba con una escopeta, disparara en dirección a los niños. De inmediato, me abalancé sobre él, le empujé y desvié el tiro. Después de un breve forcejeo, conseguí quitarle la vida con su propia arma y entonces, respiré aliviado. Hasta que los niños comenzaron a gritar, aterrados. 

Carol estaba sangrando. El tiro la había alcanzado en el pecho y no se movía. Corrí a su lado y comprobé su pulso. No respiraba. Estaba tan muerta como los resquicios más ocultos de mi alma. Mis hijos acababan de perder a su madre. Y puede que también a su padre, a juzgar por la desolación que me embargaba. 


sábado, 6 de abril de 2013

El instinto todavía vive (2)

Carol se quedó quieta, a mi lado. El silencio era tenso y manifiesto; ninguno de los seis se atrevía casi a respirar. El más mínimo movimiento que tuviera lugar a continuación determinaría el curso de los acontecimientos. Los cuatro hombres armados nos miraban a la expectativa, como si deseasen que cometiésemos alguna imprudencia, con el fin de facilitarles las cosas. Ninguno de nosotros era un asesino, pero la crisis mundial nos había empujado a un túnel de egoísmo y pensamientos oscuros, en el que la vida de un ser humano casi no valía nada. 

Sostuve la mano de mi amante entre las mías y con un gesto le pedí que soltara su alfanje y que se mantuviera tranquila. Ella, pese a su desconcierto inicial, confió en mi criterio y ambos nos quedamos desarmados, ante la atenta y confusa mirada de nuestros cuatro enemigos, que decidieron aproximarse a nosotros, despacio, con excesiva cautela. Cuando se encontraban a tan sólo dos metros de distancia, nos informaron de sus intenciones. Uno de ellos, un anciano de corta estatura y pelo largo y cano, comenzó a hablar, mientras nos apuntaba en tono acusador con su cuchillo: "queremos vuestra parte del botín. No os vamos a matar, sólo cogeremos el dinero y nos iremos. Dejad los billetes en el suelo y nos marcharemos. Prometido". 


No pude evitar sonreír al escuchar las descaradas palabras de aquel desconocido, que nos daba falsas promesas de libertad. Sabía con certeza cómo acababan aquel tipo de conflictos y si de algo estaba seguro, era de que las personas que eran asaltadas pagaban su mala fortuna con la muerte. Aquel sería nuestro desenlace, desde luego. Los cuatro hombres se miraron unos a otros, molestos por mi sonrisa fuera de lugar y de repente, se acercaron mucho más, hasta que pude sentir el filo helado del sable de uno de ellos sobre mi mejilla derecha. Solté a Carol, levanté ambos brazos por encima de mi cabeza, en señal de aparente rendición, y decidí poner mis cartas sobre la mesa. 

"Os ofrezco un trato. Dado que fui yo quien propuso que nos repartiéramos el dinero en el banco, creo justo que me deis una breve ventaja. Vosotros me perdonáis mi parte del botín y, a cambio, yo os entrego a mi compañera y también su dinero, para que hagáis lo que os venga en gana. Con los billetes y con ella". Carol se apartó de mí, aterrada, y me dirigió una mirada cargada de rabia y de estupefacción, al mismo tiempo que varias lágrimas comenzaban a rodar por sus mejillas. Ignorando la presencia de aquellos hombres, empezó a golpearme en el pecho, rabiosa, y a darme patadas en las piernas. Aguanté su ataque, impasible y sin bajar los brazos, aunque en ningún momento cesé de clavar mis ojos en los suyos, lo cual avivó aún más su ferocidad, por lo que gritó de impotencia. Era lo correcto y no podía ceder, por mucho que la tuviera cariño. 

La respuesta de los desconocidos no llegó en forma de palabras, sino de hechos. El cincuentón rapado calmó los gritos frustrados de Carol en cuanto la agarró del cabello con violencia y tiró de ella para alejarla de mí. Ella trató de zafarse de él, pero sólo logró dar puñetazos al aire, a la vez que un chico rubio y delgado, el más joven de los cuatro, buscaba el dinero en los bolsillos del pantalón de mi amante. Finalmente, encontró los billetes en un bolsillo trasero, circunstancia que aprovechó, por supuesto, para manosear su culo. Con un gesto contundente, los cuatro tipos me invitaron a que me marchara de allí enseguida; así, de inmediato, cogí el alfanje de Carol y mi espada y me fui corriendo, sin mirar atrás. 

Me escondí detrás de uno de los muros de hormigón que delimitaban la carretera, a unos cincuenta metros de allí. No podía distinguir lo que sucedía con claridad, pero sí me hacía una idea de la escena, para poder intervenir en caso de que fuera necesario. Vi cómo el rapado soltó el pelo de Carol y entonces, los cuatro se despojaron de sus armas y también de sus pantalones, mientras ella trataba de demostrar su fortaleza y se mantenía desafiante. No obstante, cuando el joven rubio se le acercó para besarle el cuello, para mi sorpresa, Carol le siguió el juego y le besó apasionadamente en la boca, a la vez que los otros tres tipos la tocaban por todas partes, sin que ella opusiera la menor resistencia. Desde mi posición, no daba crédito a lo que estaba viendo. 

Sin embargo, casi sin que los hombres se diesen cuenta, vi cómo ella se sacaba los caramelos del bolsillo y los metía en las bocas de cada uno de ellos, distraída y en apariencia concentrada en aquella pasión múltiple. Tuvieron que transcurrir al menos quince minutos, en los que Carol tuvo que continuar con aquello sin que, afortunadamente, la excitación masculina fuera a mayores, hasta que los cuatro fueron cayendo en el suelo, uno a uno, retorcidos de dolor por las convulsiones. Ella recuperó hasta el último de sus billetes y se marchó de allí corriendo, sin esperar siquiera a que la muerte acogiera a los desconocidos. 

Enseguida la tuve junto a mí, tras el muro de hormigón. Apenas me miró y se limitó a guardarse el fajo de billetes en el bolsillo de donde no deberían haber salido. Después, por fin fijó su mirada en la mía el tiempo suficiente para que no pudiera ver venir el bofetón que me propinó a continuación. "Me has puesto en peligro. Sabes que siempre hago el truco del veneno cuando hay un solo hombre, a lo sumo dos. ¡No con cuatro! Podían haberme matado". Comprendía muy bien sus palabras, aunque Carol también sabía que yo jamás permitiría que la hiciesen daño, que existiese un riesgo real. 

No la contesté, pero sí la estreché entre mis brazos, mientras aspiraba el aroma de su cabello. Ella se resistió al principio, pero luego se abandonó a mi contacto. Sujeté su rostro entre mis manos y besé sus labios con ternura, con deleite, plenamente consciente de cuánto la amaba. Acaricié la piel de su cuello y la apremié para que me siguiese. "Regresemos al zulo, cariño. Nuestros pequeños deben estar preocupados. Mamá y papá han tardado demasiado esta vez. Y también hemos mentido más de lo que nos podíamos permitir en el día de hoy". 


jueves, 4 de abril de 2013

El instinto todavía vive

Carol me observó en silencio y con evidente preocupación, mientras apretaba con sus manos desnudas la herida de mi costado derecho, que no detenía su flujo de sangre. Tan sólo era un corte de cuchillo poco profundo, pero había bastado para debilitarme, por inesperado y doloroso. Mientras yo luchaba por no marearme, sentado y apoyado sobre su hombro, mi amante empezó a rasgar la parte inferior de sus pantalones con la navaja que solía usar para cortar ramas en los peligrosos caminos que, a menudo, transitábamos. Cuando tuvo en sus manos un trozo de tela lo bastante grande, lo utilizó para cubrir mi herida y apretar contra ella con más fuerza. Entonces, dirigí mi vista nublada a sus ojos compasivos y me sentí ciertamente humillado, por mostrar aquella debilidad delante de una mujer; la misma hembra que me daba calor cada noche.

El resto de integrantes de nuestro grupo improvisado, nos miraba a ambos con curiosidad, posiblemente preguntándose qué clase de relación nos unía. Los ocho (nosotros dos, cinco hombres y una mujer en su último tramo de embarazo) habíamos encontrado aquel puente, medio derribado, bajo el cual nos escondíamos de la persecución incansable a la que nos estaban sometiendo. Carol y yo habíamos coincidido con ellos, apenas unas horas antes, en una sucursal bancaria abandonada, donde descubrimos con incredulidad que había montones de billetes a la vista. Con el fin de evitar que se derramara sangre, decidimos repartir el botín a partes iguales entre todos y huir cada uno en una dirección. No obstante, enseguida fuimos conscientes de que otro pequeño grupo nos había seguido y también quería hacerse con el dinero, a cualquier precio. 


Después de un breve enfrentamiento físico con los diez hombres desconocidos, en el que habíamos empleado todo tipo de armas blancas, tomamos la determinación de salir corriendo y buscar la manera de despistarles. Durante la fiera persecución, alguien me lanzó a distancia un cuchillo de grandes dimensiones, que se insertó en mi costado. Me habían herido, sí, pero a cambio, había ganado un arma, lo cual, en aquellos tiempos, no estaba nada mal. A pesar del susto inicial, parecía que nos encontrábamos a salvo, puesto que tres horas más tarde, seguíamos bajo el puente sin saber nada de los asaltantes. 

Constaté que la hemorragia ya se había detenido y entonces, me dí cuenta de que la mujer embarazada y uno de los hombres, barbudo y corpulento, se encontraban de pie, uno frente al otro, y mantenían una discusión, lo que deduje por la tensión que dibujaba sus rostros, ya que ninguno de los dos había alzado la voz. De inmediato, calibré el posible peligro que se acercaba, cuando vi que la mujer cogía una de los sables que descansaban sobre el suelo y se lo daba al hombre, desafiándole a que lo usara contra ella. Me levanté despacio, mientras Carol me agarraba del brazo y me decía en voz baja que no hiciese nada de lo que pudiese arrepentirme. Sin embargo, antes de que fuera capaz de incorporarme del todo, vi cómo el barbudo atravesaba con el sable el vientre abultado de la mujer, ante el desconcierto generalizado de los allí presentes. Ella cayó al suelo en el acto, muerta. 

Si bien Carol emitió un suave grito que sólo pude escuchar yo, los demás contemplábamos la escena sorprendidos, pero no horrorizados. Dos años de calamidades y lucha por la propia supervivencia habían sido suficientes para no asustarse ya por casi nada. El caso de Carol era distinto; había aguantado encerrada en su casa con provisiones durante todo ese tiempo y casi no había tenido ocasión de ver en lo que se había convertido el mundo exterior. Hasta que hacía un par de meses, forcé la puerta de su casa, la descubrí allí escondida por casualidad y la obligué a salir, ya que uno de tantos grupos humanos especialmente agresivos se disponía a bombardear la vivienda. Ella, amenazada y vulnerable, me había seguido a ciegas, sin saber en realidad si yo era un tipo fiable. El día a día, el contacto continuo entre ambos y la mutua simpatía, nos habían convertido en amantes, aunque seguíamos siendo personas frías y superadas por las circunstancias. 

Estábamos en el año 2036, y la crisis económica mundial que había comenzado en 2008, había derivado en una situación insostenible en todo el planeta. Los bancos se habían quedado sin efectivo, la inmensa mayoría de las empresas habían hecho frente a un cierre masivo, los gobiernos de muchos países habían dimitido en bloque y la población, al verse sin trabajo ni alimentos, había decidido salir a la calle para robar comida y pelear con todo aquel que tratara de impedírselo. Cada uno de nosotros llevaba ya veinticuatro meses a la intemperie, buscando la forma de sobrevivir, mientras se consolaba con el placer de llevarse algún pequeño bocado al estómago, se resignaba a matar por necesidad o por gusto (la diferencia ya no importaba) o se deleitaba con un poco de sexo vacío cuando no había nada más que hacer. 


Yo trabajaba como piloto de combate hacía dos años, antes del declive final de nuestra sociedad. Quizá por mi preparación militar o por mi personalidad, ya de por sí poco emocional, no soportaba ver a la gente llorar a mi alrededor. Todos estábamos pasando por lo mismo, y mientras unos optaban por derramar unas lágrimas que no solucionarían sus problemas, otros preferíamos ignorar los sentimentalismos y comportarnos como animales, como fieras implacables dispuestas a conseguir lo que quieren. Por eso, cuando vi que Carol lloraba sin consuelo por el asesinato solicitado de aquella mujer encinta, no pude más que zarandearla y pedirle que dejase de lamentarse por alguien a quien ni siquiera conocía. Que ahorrase llanto para lo que estuviera por venir. 

De repente, uno de nuestros acompañantes, un hombre alto y rapado de unos cincuenta años, cogió su cuchillo curvado, se abalanzó sobre el barbudo y le hirió de muerte en el pecho. Carol, entonces, pareció reaccionar, se levantó, cogió su alfanje y se puso en guardia, a la vez que observaba al hombre moribundo que se quejaba en el suelo. "Scott, vámonos de aquí. La cosa se está complicando". A pesar de que ella me habló en susurros, nuestro compañero enloquecido la escuchó y dirigió a ella su mirada asesina, fulminante. 

Tuve claro que tenía que irme de allí con Carol, cuanto antes. Cogí su mano con fuerza y me disponía a abandonar la zona del puente, cuando me percaté de que los cuatro hombres del grupo que quedaban con vida (incluido el cincuentón rapado) nos apuntaban con sus armas y nos miraban con gesto rabioso, desesperados por abalanzarse sobre nosotros. Era evidente que lo único que querían era nuestro dinero, pero desconocían con qué clase de personas iban a tratar. 


martes, 2 de abril de 2013

Almas desnudas

Sumergida en las profundidades de un sueño reparador, su piel percibió las caricias mucho antes que ella misma. En la zona que rodeaba su ombligo, unos labios cálidos y suaves le daban pequeños besos, con absoluta dedicación, muy delicados, casi un simple roce en cada rincón de esa parte de su cuerpo. Los leves escalofríos que le estaba provocando ese contacto inesperado, la alejaron del mundo onírico y la permitieron recordar dónde se encontraba. Y con quién. 

Abrió los ojos despacio, aún con pesadez, pero con una sonrisa pícara pintada en la cara, y se encontró con la mirada traviesa de Valentín. Su novio, satisfecho por haber conseguido su propósito, abandonó su ombligo y se tumbó entonces junto a ella, en aquel enorme sofá acolchado. Hacía mucho calor, pese a que, de vez en cuando, entraba una ligera brisa marina por las ventanas abiertas. Formentera era un paraíso al que se habían acercado para evadirse de la rutina, conocerse más y entregarse con mayor esmero el uno al otro. 

Judith se volvió hacia él y le miró a los ojos con auténtica admiración. En aquel momento, él sólo llevaba puestas unas bermudas con estampados florales hawaianos, que le llegaban a la altura de la rodilla y que aún estaban un poco húmedas. Ella llevaba puesto un biquini blanco y un pareo decorado con dibujos de jeroglíficos egipcios. Valentín se aproximó hasta ella y la abrazó con ternura, sin apartar su mirada azulada de la de ella, aún somnolienta y relajada. Se incorporó despacio y comenzó a besar y lamer con cuidado una de sus orejas, mientras Judith se estremecía, de sorpresa y gozo a partes iguales. 


Sonrió al percibir el sabor salado en el lóbulo, y recordó el baño que se habían dado juntos una hora antes en la playa, antes de que ella se durmiera cuando terminaron de comer. Valentín tenía ganas de que ella sintiera, de nuevo, el placer que dos cuerpos enamorados podían proporcionarse. Judith había descubierto, desde hacía unos meses, que su hombre era insaciable, que no podía controlar la atracción que sentía hacia ella y que el deseo le dominaba en cualquier lugar y circunstancia. 

Ella cogió sus manos y las colocó con toda la intención sobre sus pechos, todavía cubiertos por el sujetador del biquini. De inmediato, Valentín dejó de besar sus orejas y se dedicó a su boca hambrienta, formando círculos dentro con su lengua y la de ella. La cogió en brazos, agarrándola de las nalgas, y la llevó con él hasta el cuarto de baño, donde había un amplio jacuzzi. La dejó de pie en el suelo, abrió el grifo del agua caliente, encendió los botones que generarían las burbujas y echó abundante gel con el fin de lograr suficiente espuma. Mientras se formaba la mezcla, se acercó a Judith y la despojó del traje de baño y del pareo, de la misma forma que él se quitó las bermudas. 

Con el agua ya preparada, la cogió de la mano y la invitó a meterse con él en el interior del jacuzzi.  Ambos se colocaron uno al lado del otro, envueltos en espuma, desnudos, excitados, especialmente sensibles al percibir el roce y la calidez del agua sobre sus pieles un poco enrojecidas por el sol. De inmediato, aunque con movimientos lentos y sensuales, Judith se sentó a horcajadas sobre él y comenzó a besar su cuello, mientras su hombre acariciaba sus glúteos con las manos y sus pezones con la lengua. Ella se dejó hacer y comenzó a gemir, sin preocuparle lo más mínimo quien pudiera escucharla en aquel bloque de apartamentos. 

Valentín se olvidó por el momento de su trasero y colocó una de sus manos entre sus piernas, primero para estimular su zona secreta y después, para introducirle dos dedos. Ella cerró los ojos, al mismo tiempo que perdía la noción del espacio y la voluntad sobre su propio cuerpo. Aquel masaje íntimo, unido a los vaivenes de las burbujas, le hicieron abandonarse a un placer desconocido. Ella trató de agarrar su miembro, pero él no se lo permitió y le colocó ambas manos a su espalda, para inmovilizarla. Entonces, fue él mismo quien sostuvo su pene rígido y se lo introdujo despacio, con una lentitud cruel y dolorosa, hasta que le concedió el alivio de dejarse caer, sentada sobre él, completamente llena. 


Judith se movió con frenesí, al ritmo de las sacudidas que él le daba desde esa postura. Como consecuencia de su pasión, derramaron agua por los bordes del jacuzzi, aunque se mostraron ajenos a ello y concentrados en su satisfacción sexual. Valentín, a medida que se acercaba al límite de sus fuerzas, agarró a su novia del cabello con fuerza, y tiró de ella hacia atrás, a la vez que los dos caían rendidos por el éxtasis final. Abrazada a él y agotada, Judith apoyó su cabeza sobre su hombro y recuperó, poco a poco, su respiración normal. 

De repente, Valentín la apartó a un lado con suavidad y salió de allí, sin importarle que pudiera mojar el suelo. Ella, sin moverse del agua, le siguió con una mirada desconcertada, hasta que le vio volver con algo escondido detrás de su espalda. Con cuidado de que ella no viera el misterioso objeto, lo dejó sobre una estantería del cuarto de baño y se acercó al enorme espejo, lleno de vaho por la humedad. Entonces, con su dedo índice aprovechó el vapor de agua para escribir una frase, casi una orden, un imperativo, que Judith pudo leer con claridad: "Cásate conmigo".

Valentín recogió el pequeño estuche que había depositado antes y lo abrió delante de ella. Un anillo de oro blanco, brillante, sencillo, tallado con diminutas flores y con las iniciales de sus nombres, descansaba en su interior, aguardando que el dedo de ella lo acogiera. Judith se tapó la boca con las manos de pura emoción y salió del agua rápidamente para abrazarle, mientras afirmaba con rotundidad que se casaría con él. Había encontrado al hombre ideal, uno capaz de enloquecerla en la cama y además, de convertir su existencia diaria en la más bella historia romántica. 


miércoles, 13 de marzo de 2013

Un café

Marina cayó en la cuenta de que se había dejado el teléfono móvil sobre la mesa de su dormitorio.  Llegaba muy tarde a su cita, por lo que aceleró el paso y cruzó la calle sin mirar atrás, pese a que acababa de percatarse de su olvido. Nada menos que quince minutos de retraso para acudir a aquel encuentro, que tantas veces habían pospuesto ambos y que por fin se iba a materializar. Por supuesto, siempre que su amigo virtual todavía la estuviera esperando. 

Caminó los últimos cien metros de trayecto a toda velocidad, casi a trote, pero se detuvo al escuchar su nombre detrás de ella. Una voz masculina la estaba llamando a gritos; podía ser él. Se detuvo y se giró sobre sus pasos, hasta que se encontró con la mirada del desconocido que la estaba siguiendo. No pudo ocultar su asombro, aunque aún albergaba dudas sobre si se trataba de su futuro acompañante, el mismo de su cita. Se daba cuenta de que, quizá, había sido un error no intercambiar fotografías antes de encontrarse, por lo menos para acudir con una mayor claridad de ideas. Ambos se detuvieron, entonces, frente a frente, ella agitada por las prisas y él tranquilo, muy sonriente y con las manos en los bolsillos de su pantalón. 

Mientras recuperaba el aliento y la compostura, Marina se detuvo a mirarle con detenimiento. Estaba vestido de forma impecable: elegante abrigo negro, zapatos y pantalones del mismo color, y hubiera apostado que debajo llevaba una camisa de seda o de algún otro material caro. Él pareció percibir el gesto de aprobación de la muchacha que tenía delante, porque se limitó a sonreír con satisfacción, y a continuación, se presentó y la saludó con un cariñoso beso en la mejilla. Luis, era él, el chico con el que llevaba chateando casi un año, aquel alegre y despreocupado joven, de vida sencilla y gustos musicales extravagantes. No podía ser, quizá ambos se habían equivocado, una simple coincidencia en los nombres. Un encuentro casual en mitad de la calle, que nada tenía que ver con ellos. 

Ese Luis no tenía, ni por asomo, veinte años. Más bien, llevaba a sus espaldas más del doble, lo que, en principio, suponía una clara diferencia entre ambos, porque Marina acababa de cumplir diecinueve. Ella le dirigió una mirada interrogativa, que bastó para que él considerase necesario darle una explicación. "Está claro que no soy lo que esperabas. Tengo cuarenta y dos años y te seguí el juego por chat por pura diversión, hasta que me di cuenta de que, realmente, me apetecía conocerte. Espero que la edad no sea un problema para que, de momento, nos tomemos un café". Marina asintió con la cabeza, convencida, y caminó junto a él hasta la cafetería más cercana. 


Durante la conversación que acompañó a aquel café, ambos descubrieron que todo lo que habían compartido en esos meses de palabras escritas no había sido una fantasía. Luis solo había mentido en la edad; todo lo demás era rigurosamente cierto. La complicidad era real, palpable, y las muestras físicas de cariño tan espontáneas, que costaba creer que acabaran de verse en persona por primera vez. La única pega es que Marina consideraba que era un hombre demasiado mayor para ella, con el que existía una distancia abismal en cuanto a la manera de vivir y a las propias experiencias. No obstante, a él parecía no importarle en absoluto. 

Luis era mucho más atractivo de lo que ella habría imaginado, aún cuando pensaba que era un chico de casi su edad. Tenía unos profundos ojos verdes, unos pómulos bien marcados y muy masculinos y unos labios preciosos; un rostro, sin duda, muy armónico. La camisa, que ya había quedado al descubierto, dejaba entrever unos brazos fuertes y un pecho bien definido. Marina se estaba excitando con sólo observarle y no hacía más que moverse, inquieta, en su silla. Aquella situación era más estimulante de lo que se podía esperar, aunque ambos no fuesen capaces de comentar nada al respecto. Hasta que Luis se aproximó a ella y se atrevió a susurrar en su oído. 

"Quizá, eres demasiado joven para escuchar esto, o puede que no comprendas ni siquiera de lo que voy a hablarte. Me encantas, Marina, y quiero que vengas a mi casa, conmigo, para que descubras por ti misma lo que puedo ofrecerte". Al escuchar aquello, Marina sintió cómo se le secaba la boca al instante, por la emoción, por la sorpresa, por la curiosidad. Sabía muy bien que no era nada prudente irse con aquel desconocido, pero por otro lado, el deseo se había apoderado de ella y no podía ignorarlo. Pagaron los cafés y subieron al coche de Luis, aparcado en esa misma calle. Mientras circulaban, ella fue consciente de otra mentira, puesto que él no vivía en aquella urbanización, como le había asegurado, sino en el centro de la ciudad.  

Ya en el piso de él, después de arrancarse la ropa el uno al otro con desesperación, Luis la penetró en infinidad de posturas, muchas de ellas totalmente desconocidas para la muchacha, y le mostró el lado insaciable de un hombre apasionado. Unieron sus cuerpos durante dos horas, agotadoras para ella, muy placenteras para él. Ya tumbados, descansando, Marina no dejaba de preguntarse a sí misma cómo había podido resistir aquella pasión enloquecida sin desmayarse. Luis, a su lado, la miraba como si nada, con una amplia sonrisa, mientras acariciaba uno de sus pezones con despreocupación, como si aún tuviera ganas de más.

Llegó la noche. Después de cinco sesiones de sexo salvaje y casi doloroso en una sola tarde, y una cena exquisita, Marina había comprendido dos cosas. La primera era que existían hombres adictos al sexo, perversos, con ciertos desequilibrios mentales, que permanecían recluidos en sus casas porque la sociedad los marginaba, ya que no querían curarse; para ellos, aquella lujuria era una bendición. Y la segunda, que ella había tenido la desgracia de toparse con unos de ellos, que sentía mucho miedo y que no sabía si iba a poder salir de aquella casa. 


lunes, 11 de marzo de 2013

Nueve años

Me llamo Andrés y cumplí treinta y dos años hace un par de días. A mi fiesta particular solo vinieron mis padres y mi hermana mayor; la pequeña vive en Chipre desde hace varios años (aún nos preguntamos todos qué se le ha perdido allí, pero dice que, por el momento, no quiere regresar). Soy un tipo solitario: en eso coincidimos mi único amigo y yo, ya que ambos hemos llevado hasta sus últimas consecuencias aquello de poder escoger a nuestras amistades. Raúl y yo nos conocimos en el colegio y a fuerza de sentirnos distintos con respecto a los demás, nos hicimos inseparables. No obstante, tampoco nos vemos demasiado: la nuestra es más una relación a distancia, a pesar de vivir a doscientos metros el uno del otro. 

Trabajo en una empresa que se dedica a la realización y distribución de videojuegos. Dedico casi todo mi tiempo libre a supervisar los últimos detalles de cada una de mis creaciones; los jefes dicen de mí que soy muy bueno en mi puesto, un verdadero artista haciendo gráficos. A veces, incluso me lo creo, porque es lo único que tiene un auténtico sentido en mi existencia, es lo que otorga coherencia a mis días. No es que sea un hombre obsesionado con el trabajo, ni mucho menos, simplemente me refugio en la calidez que me proporciona, ya que mis horas en casa suelen estar vacías. A veces, me pregunto qué pensarían mis padres si me viesen encerrado en mi piso tanto tiempo, sin ver a nadie, sin ni siquiera desear algún tipo de contacto físico con alguien en el exterior. 

La respuesta es muy sencilla: creerían (con acierto) que mi timidez ha adquirido la capacidad de controlarme. Suelo comparar mi problema con las células malignas que se adueñan de un cuerpo sano y lo convierten en un organismo herido, sin esperanzas. Al principio, de niño, sufría la timidez propia de la infancia; era el típico chaval que se escondía detrás de su madre para evitar las miradas de los desconocidos e incluso, de ciertos allegados. Durante la adolescencia, ya no me ocultaba, pero aquello alcanzó cierta gravedad, hasta convertirse en mi mal actual. El hecho de tener que relacionarme con los demás me provoca dolor físico: mi estómago empieza a encogerse hasta formar un nudo compacto que me genera angustia y me hace tartamudear. 

Mis compañeros de trabajo y demás conocidos ya saben cómo soy y, por eso, ya no se cuestionan porqué tengo tantas dificultades para enlazar frases sin que mi voz temblorosa e insegura divida las palabras por la mitad. Me han escuchado, con infinita paciencia, dar breves charlas sobre mis últimos juegos para ordenador; en teoría, debían durar diez minutos, pero se convertían en conferencias de más de veinte. Y todo esto porque permito que mi vida transcurra con la idea constante de que el mundo entero tiene pensamientos negativos sobre mí. Tengo pánico a la posibilidad de ser juzgado o criticado por las personas a las que me dirijo, como si hablar demasiado fuera un derroche que no puedo asumir; entonces, opto por ahorrar palabras para evitar posibles contratiempos. 

Soy consciente de que mis problemas nacen de mí mismo. Soy el único culpable de lo que me sucede y de vivir a escondidas. Llevo seis años acudiendo al psicólogo cada mañana, temprano, justo antes de entrar al trabajo. El doctor Ortiz me conoce mejor que nadie, con mayor precisión que mi propia familia, y ha sido siempre muy sincero: mi hermetismo social es grave y difícil de superar, aunque también reconoce que pongo mucho empeño en salir de él. Suelo seguir sus consejos con bastante exactitud, salvo en lo que respecta a las prostitutas. Él me recomienda que dejen de frecuentar mi casa, por el bien de mi salud emocional. 


Desde que me di cuenta de que un hombre virgen con veintitrés años, y en los tiempos que corren, era algo bastante inusual, decidí poner remedio a mi sequía sexual. Sabía que mi problema para entablar conversaciones de más de cinco minutos con el resto de seres humanos, iba a ser un gran obstáculo para conocer mujeres. Así que, tomé la decisión de solicitar los servicios de prostitutas de lujo, la mayoría de las veces para acostarme con ellas, pero también para que me acompañasen a eventos o me dejasen hablarles de mis miedos. 

Hasta ahora, me había ido muy bien, hasta que me he enamorado de una de mis acompañantes femeninas,Vanessa, una chica dulce y única, que también me ama, cada vez más en cada uno de nuestros encuentros. Ella me comprende, le ha dado un sentido a mi presencia en este mundo, y por primera vez, siento que podría superar mis temores. Estos cuatro meses a su lado han sido una maravilla. 


Ya hace dos años que escribí aquello, una declaración de amor hacia mi niña, mi razón para vivir.  Al poco tiempo de irnos a vivir juntos, Vanessa abandonó su profesión para siempre y se dio la oportunidad de estudiar una carrera universitaria.

Esta mañana me he despertado con la noticia del atentado. Mi estupefacción se ha convertido en un dolor desgarrador cuando he descubierto que Vanessa iba en uno de los trenes y que ha muerto casi en el acto. Aún estaba dormido cuando me dio su último beso, antes de marcharse. 


domingo, 10 de marzo de 2013

La barrera emocional


Son las siete de la mañana del sábado. No puedo dormir y me limito a observar al hombre que tengo a mi lado en la cama, que descansa tranquilo y ajeno a mi inusual insomnio. Su presencia me abruma y me impide concentrarme en el descanso, a pesar de las horas de frenética actividad que precedieron a la noche. Hemos escalado por una pared rocosa a escasa altura (mi primera experiencia de estas características), hemos remado por el río, bajo la atenta mirada de un guía de la zona y, para rematar el día, he tenido una sesión vespertina de footing (casi nunca lo perdono), mientras mi amigo se dirigía a la casa rural y se duchaba. 


Después de tal derroche de esfuerzo físico, lo más lógico habría sido que estuviera muerta de sueño. En cambio, aquí me encuentro, con los ojos abiertos de par en par, mucho antes de lo que sería sensato. Esto se lo debo a mi acompañante, un hombre introvertido y extraño, cuya apariencia física me parece irresistible, aunque no puedo comprender su personalidad (aunque no sé si quiero, en realidad). Observo su rostro relajado, sus labios gruesos y apetecibles, y sólo puedo recordar el sexo salvaje de hace unas pocas horas. 

Le conocí hace cuatro o cinco meses, en una de esas excursiones para amantes de la fotografía, organizada por el centro para la juventud de mi ciudad. Siempre me ha gustado plasmar los aspectos más ocultos de la vida en imágenes estáticas de todo tipo, y él compartía la misma afición, aunque, en su caso, a nivel profesional. Aprendí muchísimo durante aquella semana de viaje, simplemente al contemplarle hacer su trabajo, con una habilidad y exquisitez de la que muy pocas veces había sido testigo. Digamos que su mayor virtud con respecto a la fotografía era su silencio, su escasa conversación, lo que facilitaba que pudiera captar instantáneas únicas fruto de su concentración extrema, aunque esto se convertía en un defecto a la hora de intentar establecer cierta comunicación productiva con él. 

No es que fuese tímido. Más bien, se trataba de su dificultad mayúscula para expresar aspectos íntimos de sí mismo, lo cual es completamente normal si acabas de conocer a alguien, pero no después de varios meses. Porque, pese a su carácter reservado, nos hicimos muy amigos, cuando descubrimos que a ambos nos encantaba la naturaleza y hacer escapadas a lugares recónditos. Así, con relativa frecuencia, salíamos juntos para explorar rincones poco transitados y hacíamos fotografías, que más tarde retocábamos y dotábamos de distintos efectos visuales. 

Ahora, estoy confundida. Su cuerpo y su mera presencia me cautivan. Soy incapaz de mirarle fijamente, mientras duerme, sin sonreír con una ternura estúpida que se refleja en mi pupilas. Dicen que las mujeres nos prendamos de los tipos que menos nos convienen, que más nos hacen sufrir, que nos someten a la desdicha, porque queremos creer que les convertiremos en hombres más accesibles emocionalmente hablando, y que eso solo será posible gracias a nuestra intervención. No obstante, olvidamos con facilidad que la gente nunca cambia. 


Lo cierto es que, a veces, llego a pensar que podré curar sus reservas, por medio de la paciencia y el diálogo, pero al minuto siguiente, me doy cuenta de que es una misión perdida de antemano. No se puede competir contra el halo de misterio y oscuridad que le envuelve, su mundo propio, al que no permite que nadie acceda. Y eso que en la intimidad parece otro: un ser humano tierno, atento, más preocupado por los deseos de su amante que por los suyos propios, con la capacidad de hacer sentir una princesa a la mujer más insegura del planeta. Sin embargo, en cuanto la pasión termina, la claridad le abandona; es la novedad que me ha sido desvelada esta noche. 

Mi transparencia y mi curiosidad innata chocan de bruces contra el muro que él ha levantado como consecuencia de su miedo y de su dolor. No me es posible mostrarme tal y como soy del todo, si tengo delante a alguien cuya apertura interior es mínima. En cuanto me besó anoche, sentí las famosas mariposas en el estómago de las que muchos hablan, un agradable hormigueo que recorría mi cuerpo de arriba a abajo; durante un breve instante, quise que aquello fuera eterno. No obstante, ahora quiero irme de aquí. 

Dejo de mirarle y me incorporo en la cama. Salgo de ella y me pongo a buscar mi ropa, esparcida por el suelo, junto con la suya. Mientras me visto, recuerdo de forma fugaz el roce de sus manos sobre mi piel, su autoridad cuando entró en mí, su dominio de la situación, la elegancia de sus movimientos. Y me percato de que todas sus virtudes reales se ciñen al plano sexual, al terreno de lo físico, al mismo tiempo que la mayoría de sus carencias son emocionales, pertenecen a aquello que no podemos ver, pero sí sentir. Y doy con la clave de todo: el escudo que le protege de sí mismo y de los demás es su sentido del humor, su habilidad para provocar carcajadas y permitir que los demás, los que le conocen poco, crean estar más próximos a él. 

Noto que se remueve en la cama y percibe mi ausencia. De inmediato, abre los ojos y me mira intensamente, con esa profundidad aparente que solo él sabe proporcionar. Al verme vestida, su rostro se muestra extrañado, como si no comprendiera que está pasando. Entonces, extiende los brazos para reclamar mi cercanía y decido volver a meterme en la cama, con ropa de calle, y acurrucarme en su cálido abrazo. Él no para de dedicarme pequeños besos por toda la cara, pero me aparto y le confieso que no quiero iniciar nada con un hombre que no se comunica, que anhela un futuro romántico conmigo, pero no puede ofrecerme una estabilidad sentimental auténtica. Sus silenciosas lágrimas mojan mis mejillas y le veo cerrar los ojos con amargura. 

Es un hombre herido, dañado por sus desgracias vitales, esas experiencias que no quiere compartir, y al que le falta desahogarse con aquellos que le quieren y que podrían llegar a amarle. Su llanto casi imperceptible me parte el alma, pero no puedo hacer nada, porque sé que él no cambiará. Sigo abrazada a él, aunque tengo la certeza de que en unos minutos tendré que marcharme, empujada más por mi sentido común que por mis deseos. 


miércoles, 20 de febrero de 2013

Aromas y colores

Alicia siempre fue una mujer muy elegante. Cuando la vi entrar por la puerta de la galería, aquella mañana de otoño, su imagen impecable me transmitió la idea errónea de una fémina distante y fría. Su larga melena castaña y rizada conjuntaba a la perfección con sus ojos de un color verde claro, y su atuendo, formado por chaqueta de lana y falda de tubo a juego, le daba un toque de distinción al que no estaba acostumbrado. Mi mundo estaba integrado, en su mayoría, por gente despreocupada que apenas cuidaba su aspecto físico. Quizá por eso, me fijé tanto en ella y me armé de mi valor habitual para acercarme sin ser presentado. Se me daba bien tratar con las personas. 

Estábamos en una exposición de arte contemporáneo que había organizado uno de mis mejores amigos. Observé cómo ella se detenía frente a uno de los paisajes que yo mismo había pintado, un amanecer nórdico al óleo. Había tardado meses en decidirme a exponerlo, ya que no era de los mejores de mi colección, por lo que me acerqué a aquella mujer y mientras miraba su perfil, me pregunté qué habría llamado su atención exactamente. Entonces, ella se volvió y me dedicó la sonrisa más transparente que he visto jamás; sus gruesos labios pintados con carmín rojo y su dentadura blanca y deslumbrante, por poco me robaron la cordura en aquel segundo. Con un gesto espontáneo, me agarró del brazo y se aproximó para darme dos besos, mientras me confesaba que sabía que yo era el autor del cuadro y que había sido invitada allí por mi amigo, que era un vecino suyo de la infancia. La imagen de mujer esquiva quedó desmontada al instante, ante su actitud cercana y su conversación agradable.


Ese día nos reímos mucho, no sólo en la exposición, sino también después, cuando nos fuimos a una cafetería próxima a la galería. Allí, compartiendo zumos de piña, descubrí a una chica con la pizca de inmadurez justa para hacerla irresistible, con una mirada cristalina en la que cualquier hombre podría perderse y unas cualidades artísticas únicas. Se dedicaba a crear bellas figuras de mimbre, material que manejaba a su antojo para darle la forma deseada. Tenía escasos clientes, aunque selectos y fieles, y trabajaba duro para hacerse un hueco en el negocio. Es posible que esa circunstancia nos uniera para siempre, porque en los días sucesivos, empezamos a ponernos en contacto para intercambiar ideas relacionadas con nuestras dos pasiones. Yo le facilité direcciones de numerosos amigos que podrían estar interesados en sus creaciones, mientras ella acudía a mi casa con frecuencia para darme su opinión (siempre particular y vitalista) de mis pinturas.

Transcurrieron meses en los que compartimos cenas, visitas culturales, risas, confidencias y preocupaciones de diversa índole. La atracción entre los dos era palpable, pero ninguno quería dar el paso que marcara la diferencia entre un trato amistoso y cordial y una relación profunda que podría destruirnos si acaso salía mal. Me detenía a menudo en sus ojos y no podía evitar estremecerme de pies a cabeza; era la mujer con la que siempre había soñado. Fantaseaba con enredar mis dedos en los rizos que formaban su precioso cabello, en tomar aquel suave y atlético cuerpo, en abrazarla sobre mi cama mientras la lluvia caía afuera. Desconocía la dimensión de sus sentimientos hacia mí, pero sí estaba seguro de que deseaba que nos besáramos tanto como yo. Por eso, una noche helada de finales de febrero, mientras veíamos una película sentados en mi cómodo sofá, me tomé la libertad de aproximarme a ella y la invité a tumbarse de espaldas sobre mi regazo. Ella dudó un instante, pero después se acomodó sobre mí y permitió que la abrazase desde atrás, mientras yo no podía reprimir el impulso de besar su cuello.

Su estremecimiento me mostró que mi roce le había gustado, por lo que ya no pudimos controlarnos más y unimos nuestros labios en un beso hambriento, intenso, cargado de ilusiones. Nos olvidamos de la película, la cogí en brazos con suavidad y la llevé a mi dormitorio. Allí, la desnudé por completo sin apenas estimularla y fijé mis ojos en los suyos mientras ella permanecía tumbada en la cama, silenciosa, expectante. Me dirigí al armario donde guardaba los pinceles y la pintura y cogí uno de los maletines con los que solía trabajar. Sin mediar palabra, mojé uno de los pinceles más gruesos en la pintura naranja y empecé a manchar sus pezones, marcando unos trazos firmes sobre esa zona tan sensible. Alicia cerró los ojos y se abandonó a aquella experiencia tan nueva y placentera. No me dejé ni un solo rincón de su piel por recorrer con las distintas brochas y colores, y cuando ella ya estuvo lo bastante loca por mí, le hice el amor apasionadamente, embriagado por todo lo que me hacía sentir. Destrozados por tal derroche de amor, dormimos juntos por primera vez, con nuestras piernas enredadas y el dulce olor de nuestros cuerpos saciados envolviendo la habitación.


Ya nos habíamos enamorado antes de esa noche y lo que vino después, no hizo más que confirmar lo que ya sabíamos: nuestro futuro emocional y profesional estaba en nosotros como pareja. Durante muchos años, nos retroalimentamos con nuestras aportaciones mutuas, el entusiasmo de ella y mis pequeñas dosis de pesimismo, su carácter alocado y mi punto de vista sensato. La cuidé como nunca cuando se quedó embarazada de nuestros gemelos, un niño y una niña de personalidades rebeldes que acabaron con la calma de nuestro hogar, pero que también nos enseñaron que nuestra felicidad podía ser aún mayor.
Nunca nos casamos porque eso de firmar unos papeles para demostrar que nos amábamos no iba con nosotros. No obstante, vivimos juntos cincuenta y tres años, en los que la pasión y la comprensión fueron constantes, y una buena educación para nuestros dos hijos, siempre una prioridad.

Me llamo Santos, el mes pasado cumplí ochenta y dos años, y ésta es una historia feliz. Es el relato del amor incondicional que me ha unido a Alicia para siempre y que todavía vive en sus figuras de mimbre, que decoran la mayor parte de nuestro salón y un reducido espacio de la terraza. Ella ya no está, dejó de respirar mientras dormía, una noche de verano de hace cuatro años. Cuando desperté y la encontré tendida a mi lado, con el rostro relajado y feliz, fui consciente de que se había ido sin perder su espíritu alegre; en paz. Y entonces sonreí, porque me di cuenta de que, en el fondo, estaría viva toda la eternidad, en el recuerdo de aquellos que tuvimos la buena fortuna de impregnarnos con el aroma de su optimismo.


martes, 19 de febrero de 2013

El refugio pétreo

Primeros cinco días de abril, en mitad de algún rincón montañoso que ya no sabía ubicar. Sarah abrió los ojos despacio, dolorida, pues tenía los párpados ligeramente quemados por el sol. Puso su mano derecha sobre su frente, a modo de visera, para protegerse de los suaves destellos solares de la mañana. Una jornada más, y para no variar, sentía malestar en todo su cuerpo, mareo y mucha sed. Todo ese tiempo perdida en medio de ningún sitio, había sido capaz de beber agua de los lugares más insospechados y poco fiables. 

Se incorporó sobre la incómoda roca cubierta de musgo donde había pasado la noche y movió las piernas despacio, lo suficiente para percatarse de que una hilera de hormigas rojas había empezado a avanzar alrededor de sus rodillas. Se puso en pie de un salto y se sacudió aquellos bichos con rapidez, asqueada. Cuando se hubo calmado, abrió su mochila y comprobó que apenas le quedaba un poco de agua de la última vez que había visto una charca o alguna fuente natural, y apenas cuatro galletas de chocolate. De nuevo, maldijo su suerte (tal y como había hecho los días anteriores), por haberse despistado del resto del grupo de aquella forma tan ridícula, al adelantarse unos pasos para ver un nido de mirlos; cuando volvió la vista, ya no había nadie. 

Las primeras nueve horas, el teléfono móvil le fue de utilidad, ya que le envió a sus compañeros la ubicación exacta en la que se encontraba, pero después, se le acabó la batería y no tuvo más noticias de ellos. No obstante, había intentado no moverse de la misma zona, con la esperanza de que llegasen en algún momento. El clima no parecía estar de su parte, porque, a pesar de que era primavera, en ese punto había hecho de todo: frío, viento, lluvia e incluso granizo; una de las bolas de hielo fue tan gruesa, que le provocó un moratón en el brazo. Ni el chubasquero ni los árboles y ramas con los que había tratado de cubrirse habían sido suficientes para evitar que acabase calada hasta los huesos. 

Aquella mañana, con el sol por fin en lo más alto del cielo, se despertó con la firme determinación de marcharse de allí. Después de cinco días, estaba claro que sus amigos no iban a aparecer y que, si quería escapar viva de esa montaña, tendría que hacerlo por sí misma. O, al menos, intentarlo. De todos modos, sus fuerzas empezaban a flaquear, le temblaban las piernas y no podía dar más de cuatro pasos seguidos sin detenerse enseguida. Caminó durante un par de horas, sin rumbo, ausente, con la única certeza de que seguía en movimiento. Delante de ella, apareció, como una señal, un refugio de piedra de pequeñas dimensiones, pero lo bastante acogedor a simple vista para poder pasar, al menos, lo que le quedaba de día. Entró en él, exhausta, y sin pensarlo, tiró su mochila en su interior y se desplomó en el suelo, sucio y lleno de ramas. 


Posteriormente, no pudo recordar cuánto tiempo se quedó dormida allí dentro, pero sí el mensaje que su subconsciente le había transmitido en sueños. En su fantasía onírica, volvía al punto de encuentro donde se había reunido con sus compañeros antes de iniciar la travesía, y el trayecto embarrado era tan nítido, que casi parecía real. Muy animada por aquella revelación, que quizá no significara nada, se esforzó por hacer memoria y trasladar al presente cada tramo que había recorrido mientras dormía. Eso le salvó la vida. 

Al llegar al pueblo donde sus amigos habían estacionado sus coches, descubrió dos patrullas de la guardia civil, que habían organizado un plan de rescate para dar con ella. Sorprendidos por encontrarla allí, un tanto deshidratada, pero bastante sana, le informaron entonces de la muerte de sus cuatro compañeros, sepultados por varias rocas como consecuencia de un desprendimiento de tierra. El hecho de haberse despistado del grupo había impedido que ella corriese la misma suerte. Lo que para ella, en principio, había supuesto una situación terrible, en realidad, había sido una oportunidad única para sobrevivir. 


lunes, 18 de febrero de 2013

Reencuentro con el deporte

Hace unos años, mi pereza era tal que no lograba comprender el porqué de mi afición desproporcionada por el deporte. La comodidad del sofá y la calma que se respiraba por medio del descanso, me impedían ver aquella realidad paralela que tanto había amado. Hoy puedo decir que mi decisión prematura de dejarlo todo un mal día de confusión mental, fue uno de los caminos más absurdos que he tomado. Para que la mente funcione con coherencia, el cuerpo debe encontrarse en sintonía, lo más sano posible, muy activo, dispuesto a todo lo que se pueda presentar. 

Aquella frase tan acertada que dice "quien mueve las piernas, mueve el corazón", vuelve a cobrar un sentido en mi vida. El miedo a no dar la talla y a ser sólo la migaja de una deportista venida a menos, ha dificultado durante largo tiempo mi retorno a este mundo de actividad física y endorfinas enloquecidas. No hay droga más sana que la que te da el ejercicio, esa que recorre las venas a un ritmo frenético, que se inyecta en el organismo en poco tiempo y que proporciona una felicidad poco comparable con la que viene por cualquier otra vía. 

Ese hormigueo en las piernas que nace después de un esfuerzo relativo, supone una sensación motivadora para el espíritu. Pocas cosas nos hacen sentir tan orgullosos de nosotros mismos, tan satisfechos por el trabajo bien hecho, una labor de cuidado personal y de salud. Cómo queramos llegar a la vejez está en nuestras manos, sólo depende de las alternativas que deseemos seguir. Quien escoja la opción saludable tendrá garantizados muchos años de resistencia, buena voluntad y optimismo. Una visión positiva de todo estará más cerca que nunca. 

En cambio, la apatía y el estatismo nos empujan a un trayecto de pesimismo del que suele ser difícil salir, al tratarse de un círculo vicioso en el que conviven la poca voluntad y las percepciones mediocres. La vida transcurre sin más y nos convertimos en simples espectadores de nuestra propia historia, que carece de estímulos lo bastante fuertes. Así pues, las metas son muy necesarias para lograr cierta paz interior, producto de un intenso afán de lucha. 


lunes, 11 de febrero de 2013

No es él

Ana se incorporó en la cama, sobresaltada y con la espalda y la frente cubiertas de sudor. Aquel mes de julio estaba siendo muy caluroso y húmedo, y suponía todo un reto la decisión de irse a dormir para enfrentarse a los mosquitos nocturnos y al agobio de las altas temperaturas. No podía soportarlo más. Se levantó con rapidez y se dirigió a la cocina para servirse un vaso de zumo de manzana bien frío. Mientras bebía, se asomó por la ventana que daba al patio trasero y contempló el reflejo de la inmensa luna sobre su pequeño terreno, en el que había plantado alcornoques, naranjos y parras. Junto a ese espacio frutal, había un pozo de agua helada, demasiado gélida incluso para aquella época del año. 

Con el vaso en la mano, se dirigió al oscuro salón y se sentó en una de las sillas que rodeaban la mesa principal. Pensó en Jorge, en lo inteligente que era, en su blanca y resplandeciente sonrisa, en esos hoyuelos entrañables que se le formaban a los lados de la boca y que le daban cierta apariencia infantil y traviesa. Se lo imaginó entrando por la puerta, una tarde cualquiera después del trabajo, con su traje impecable y su corbata ya medio deshecha, y casi pudo sentirle de nuevo rodeándola con sus brazos y subiéndola a aquella misma mesa para hacerle el amor. Él era así de pasional, así de impulsivo, así de auténtico. 


Uno de esos días, después de ese sexo desenfrenado habitual, Ana escuchó de sus labios lo mucho que la adoraba, los planes a corto plazo que anhelaba para ellos, lo feliz que era él desde que sus caminos se habían cruzado y un montón de cosas más, mientras su limpia mirada no se apartaba de la de ella. Entre murmullos de amor, se quedó dormido, relajado sobre el pecho de Ana, que más tarde, también sucumbió al sueño. A pesar de la cercanía íntima de sus cuerpos, ella no se dio cuenta de que él había muerto en sus brazos hasta que se despertó por la mañana. Un infarto fulminante y absolutamente impropio para un hombre de treinta y cinco años se lo llevó para siempre. Su secreta adicción a la cocaína había dañado su organismo de manera imprevisible e irreversible. Ana deseó haber muerto con él. 

No obstante, en esos casos, la abundancia de dinero permite a los desamparados pensar en soluciones extravagantes y arriesgadas. Fue lo que le pasó a Ana. Descubrió un centro de investigación que se dedicaba a clonar seres humanos, dentro de unos límites poco legales, y pagó una gran cantidad para que los especialistas hicieran lo imposible por devolverle a Jorge. Su actitud respondió más a una conducta egoísta, pues no quería vivir sin él, ya no podía. A pesar de los avances científicos, los expertos dudaban de que la personalidad del nuevo hombre fuese la misma, aunque su aspecto físico fuera idéntico. Era complicado saberlo con certeza hasta que la imitación de Jorge no estuviera en casa, con ella. 

Varios meses más tarde, tenía a esa nueva persona a su lado. Un hombre, cuyo exterior era exactamente igual, pero que enseguida dio muestras de tener un interior bastante diferente. Mientras ella apuraba su zumo de manzana, pensó que el clon de Jorge dormía en ese justo momento en su misma habitación, pero en otra cama. Desde que pisó su casa, él se había mostrado inflexible: tenía recuerdos de Ana, muy vagos y confusos, pero no le apetecía dormir junto a una mujer por la que no se sentía atraído y que le resultaba muy superficial, a juzgar por los lujos que invadían aquel hogar. Resultaba muy cruel tal apreciación, si tenía en cuenta que él mismo (el verdadero Jorge) había comprado todo aquello con su dinero, pasando por alto la austeridad que siempre había defendido Ana. 

En ese preciso instante, era una mujer derrotada por las circunstancias, consumida por sus propios deseos frustrados, por sus inmensas ganas de que alguien parecido a Jorge ocupara su lugar. Lo único que podía hacer era conformarse con ver su rostro cada mañana, aunque su expresión fuera la de un desconocido desubicado, que no sabía qué quería hacer con su vida, ni mucho menos con respecto a esa fémina que le miraba siempre enamorada. Con el zumo ya terminado y el vaso sobre la mesa, comenzó a llorar, desconsolada. Un llanto desgarrador e imprevisto salió de su garganta con tal fuerza, que ella misma se sorprendió y logró controlarse durante unos segundos. Sin embargo, Jorge se había despertado y la miraba desde el umbral de la puerta con un amargo gesto de preocupación. 

Ella permaneció callada, observándole, haciendo un terrible esfuerzo por detener el agua que resbalaba a través de sus ojos. Jorge se le acercó y le pidió permiso para sentarse a su lado. Con el pulgar, tocó sus húmedas mejillas y secó sus lágrimas. Por un momento, Ana se acordó del amor de su vida, de aquel hombre cariñoso y dulce, que había sido reemplazado por la ciencia por un tipo frío e insensible, aquel mismo tipo que ahora la miraba con comprensión. 

    - Ana, esto es difícil para los dos. Tú sufres porque no sé corresponderte, mientras que yo me siento culpable por no desear besarte ni hacerte el amor. Él te amaba, yo sólo te respeto. Sin embargo, es posible que el tiempo me permita sentir algo por ti. Podemos esperar a ver qué ocurre o, si lo prefieres, puedo marcharte de aquí ahora y tratar de ser feliz en otro lugar. 

La respuesta directa de Ana les sorprendió a ambos. Le dirigió una mirada dura, estremecedora, y le pidió que se fuera al día siguiente. Le anunció que el amor no se podía forzar, bajo ninguna circunstancia, y que lo último que ella quería eran sentimientos artificiales, que surgieran de un empeño calculado. Le deseó muy buena suerte y se levantó de la silla, para dirigirse de nuevo a su cama. Jorge se quedó allí, pasmado, sin decir ni una palabra, y agachó la cabeza, frustrado. Al fin y al cabo, volvía a ser cierto eso de que el dinero no puede lograrlo todo.