sábado, 6 de abril de 2013

El instinto todavía vive (2)

Carol se quedó quieta, a mi lado. El silencio era tenso y manifiesto; ninguno de los seis se atrevía casi a respirar. El más mínimo movimiento que tuviera lugar a continuación determinaría el curso de los acontecimientos. Los cuatro hombres armados nos miraban a la expectativa, como si deseasen que cometiésemos alguna imprudencia, con el fin de facilitarles las cosas. Ninguno de nosotros era un asesino, pero la crisis mundial nos había empujado a un túnel de egoísmo y pensamientos oscuros, en el que la vida de un ser humano casi no valía nada. 

Sostuve la mano de mi amante entre las mías y con un gesto le pedí que soltara su alfanje y que se mantuviera tranquila. Ella, pese a su desconcierto inicial, confió en mi criterio y ambos nos quedamos desarmados, ante la atenta y confusa mirada de nuestros cuatro enemigos, que decidieron aproximarse a nosotros, despacio, con excesiva cautela. Cuando se encontraban a tan sólo dos metros de distancia, nos informaron de sus intenciones. Uno de ellos, un anciano de corta estatura y pelo largo y cano, comenzó a hablar, mientras nos apuntaba en tono acusador con su cuchillo: "queremos vuestra parte del botín. No os vamos a matar, sólo cogeremos el dinero y nos iremos. Dejad los billetes en el suelo y nos marcharemos. Prometido". 


No pude evitar sonreír al escuchar las descaradas palabras de aquel desconocido, que nos daba falsas promesas de libertad. Sabía con certeza cómo acababan aquel tipo de conflictos y si de algo estaba seguro, era de que las personas que eran asaltadas pagaban su mala fortuna con la muerte. Aquel sería nuestro desenlace, desde luego. Los cuatro hombres se miraron unos a otros, molestos por mi sonrisa fuera de lugar y de repente, se acercaron mucho más, hasta que pude sentir el filo helado del sable de uno de ellos sobre mi mejilla derecha. Solté a Carol, levanté ambos brazos por encima de mi cabeza, en señal de aparente rendición, y decidí poner mis cartas sobre la mesa. 

"Os ofrezco un trato. Dado que fui yo quien propuso que nos repartiéramos el dinero en el banco, creo justo que me deis una breve ventaja. Vosotros me perdonáis mi parte del botín y, a cambio, yo os entrego a mi compañera y también su dinero, para que hagáis lo que os venga en gana. Con los billetes y con ella". Carol se apartó de mí, aterrada, y me dirigió una mirada cargada de rabia y de estupefacción, al mismo tiempo que varias lágrimas comenzaban a rodar por sus mejillas. Ignorando la presencia de aquellos hombres, empezó a golpearme en el pecho, rabiosa, y a darme patadas en las piernas. Aguanté su ataque, impasible y sin bajar los brazos, aunque en ningún momento cesé de clavar mis ojos en los suyos, lo cual avivó aún más su ferocidad, por lo que gritó de impotencia. Era lo correcto y no podía ceder, por mucho que la tuviera cariño. 

La respuesta de los desconocidos no llegó en forma de palabras, sino de hechos. El cincuentón rapado calmó los gritos frustrados de Carol en cuanto la agarró del cabello con violencia y tiró de ella para alejarla de mí. Ella trató de zafarse de él, pero sólo logró dar puñetazos al aire, a la vez que un chico rubio y delgado, el más joven de los cuatro, buscaba el dinero en los bolsillos del pantalón de mi amante. Finalmente, encontró los billetes en un bolsillo trasero, circunstancia que aprovechó, por supuesto, para manosear su culo. Con un gesto contundente, los cuatro tipos me invitaron a que me marchara de allí enseguida; así, de inmediato, cogí el alfanje de Carol y mi espada y me fui corriendo, sin mirar atrás. 

Me escondí detrás de uno de los muros de hormigón que delimitaban la carretera, a unos cincuenta metros de allí. No podía distinguir lo que sucedía con claridad, pero sí me hacía una idea de la escena, para poder intervenir en caso de que fuera necesario. Vi cómo el rapado soltó el pelo de Carol y entonces, los cuatro se despojaron de sus armas y también de sus pantalones, mientras ella trataba de demostrar su fortaleza y se mantenía desafiante. No obstante, cuando el joven rubio se le acercó para besarle el cuello, para mi sorpresa, Carol le siguió el juego y le besó apasionadamente en la boca, a la vez que los otros tres tipos la tocaban por todas partes, sin que ella opusiera la menor resistencia. Desde mi posición, no daba crédito a lo que estaba viendo. 

Sin embargo, casi sin que los hombres se diesen cuenta, vi cómo ella se sacaba los caramelos del bolsillo y los metía en las bocas de cada uno de ellos, distraída y en apariencia concentrada en aquella pasión múltiple. Tuvieron que transcurrir al menos quince minutos, en los que Carol tuvo que continuar con aquello sin que, afortunadamente, la excitación masculina fuera a mayores, hasta que los cuatro fueron cayendo en el suelo, uno a uno, retorcidos de dolor por las convulsiones. Ella recuperó hasta el último de sus billetes y se marchó de allí corriendo, sin esperar siquiera a que la muerte acogiera a los desconocidos. 

Enseguida la tuve junto a mí, tras el muro de hormigón. Apenas me miró y se limitó a guardarse el fajo de billetes en el bolsillo de donde no deberían haber salido. Después, por fin fijó su mirada en la mía el tiempo suficiente para que no pudiera ver venir el bofetón que me propinó a continuación. "Me has puesto en peligro. Sabes que siempre hago el truco del veneno cuando hay un solo hombre, a lo sumo dos. ¡No con cuatro! Podían haberme matado". Comprendía muy bien sus palabras, aunque Carol también sabía que yo jamás permitiría que la hiciesen daño, que existiese un riesgo real. 

No la contesté, pero sí la estreché entre mis brazos, mientras aspiraba el aroma de su cabello. Ella se resistió al principio, pero luego se abandonó a mi contacto. Sujeté su rostro entre mis manos y besé sus labios con ternura, con deleite, plenamente consciente de cuánto la amaba. Acaricié la piel de su cuello y la apremié para que me siguiese. "Regresemos al zulo, cariño. Nuestros pequeños deben estar preocupados. Mamá y papá han tardado demasiado esta vez. Y también hemos mentido más de lo que nos podíamos permitir en el día de hoy". 


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