viernes, 19 de abril de 2013

Sumergidos

Eva había tomado la decisión de marcharse sola de vacaciones durante aquella semana. Sus amigas no habían podido acompañarla porque sus días libres no encajaban entre sí, pero no había dudado en alejarse del bullicio de la ciudad, aunque no tuviera compañía. Había visto en las páginas posteriores del periódico un anuncio sobre el alquiler de esa pequeña casa, situada frente a la playa, en primera línea. Estaba hecha de madera, con dos plantas, una habitación y un cuarto de baño, además de una cocina con barra americana y una reducida terraza que cumplía la función de comedor al aire libre. Le estaba cogiendo el gusto a alimentarse allí, con los primeros rayos de sol iluminando su rostro ya enrojecido; sin duda, sería una de las cosas que más echaría de menos cuando regresara a su hogar. 


Cerró la puerta y se dirigió a la orilla de la playa. Se sentó sobre la arena y cerró los ojos, mientras escuchaba el rumor de las olas. A primera hora del día, allí sólo podía encontrar algunas gaviotas que sobrevolaban la zona y varias parejas de ancianos que caminaban por la arena fría y húmeda. Era el mejor momento para rendirse ante sus propios pensamientos y recrear la abrumadora intensidad de la jornada de ayer, nada menos que su primer día de descanso en aquel lugar. Un comienzo mucho más fuerte del que había previsto. Un accidente que pudo haberse convertido en un viaje sin posibilidad de retorno.  

Había llegado cargada con su equipaje el mediodía anterior y en cuanto hubo dejado las maletas en la casa, no pudo resistirse a darse el primer baño vacacional. Se enfundó el biquini, se calzó unas chanclas y salió corriendo en dirección al mar. Ignoró por completo la bandera roja que ondeaba en lo alto de un poste en el extremo derecho de la playa y lo cierto es que tampoco le pareció extraño que no hubiera nadie bañándose. Las enfurecidas olas sí que no le pasaron desapercibidas, pero aún así, se zambulló en el agua con rapidez, sin que le diese tiempo a escuchar los gritos de advertencia del socorrista, que se había aproximado hasta ella, al percatarse de sus intenciones. 

Después de eso, ya no podía recordar más. Le habían contado que un muchacho de su edad, ruso, se había lanzado al mar para sacarla, en cuanto se dio cuenta de que no podía salir. El golpe de unas de las olas contra su pecho la había dejado sin conocimiento y mucha agua salada estaba entrando por sus pulmones. Permaneció cuarenta y cinco segundos sumergida, quizá demasiado tiempo para no sufrir daños irreversibles, pero a pesar de todo, debía dar gracias por la actuación veloz de aquel desconocido. Le informaron de que el socorrista tuvo que aplicarle técnicas de reanimación, ya que al principio, su organismo no respondía; llegaron a temer que hubiera muerto. Sin embargo, pasado el susto inicial, comenzó a escupir agua y a toser, y de nuevo se encontraba en el mundo real. 

Mientras recordaba todo eso con los ojos cerrados, alguien se sentó a su lado, no lo bastante en silencio como para no despertarla de su ensimismamiento. Abrió los ojos y se encontró cara a cara con un chico rubio y musculado, de mirada azul, nariz prominente y finos labios. Estrechó su mano y se presentó, con un castellano perfecto, pero con marcado acento ruso: "Me llamo Nikolay, no sé si me recuerdas, pero ayer te saqué del agua. He venido para ver cómo estabas. Me dijeron que vivías por aquí". Eva sonrió, complacida, y le dio dos besos en las mejillas, como muestra de agradecimiento. "Sólo he venido a pasar las vacaciones, aunque creo que no volveré a meterme en el mar". El ruso le devolvió la sonrisa y le propuso que dieran un paseo por la orilla, mientras charlaban. 

La casualidad quiso que Nikolay también hubiese sufrido hacía unos años un percance parecido. Se encontraba practicando surf, cuando una ola le arrastró con violencia contra unas rocas. Nadie le vio en apuros, así que tuvo que valerse por sí mismo para salir de allí y salvar su vida. Ambos compartían la suerte de haber vuelto a nacer gracias al destino o a las propias circunstancias, y eso construyó la base para que tuvieran interés por conocerse mejor; mucho después, incluso, de aquella semana de vacaciones, en la que no se separaron el uno del otro. 

Nikolay se mudó a la ciudad natal de Eva y aprovechó para matricularse en la universidad. Del mismo modo que el tiempo les convirtió en íntimos amigos, la confianza y un trato continuo, les transformó en pareja. Vivieron su amor con prisa, a toda velocidad, apasionadamente, sin detenerse a saborear la fuerza de su contacto. Ambos tenían un fuerte temperamento y se dejaban llevar por sus ilusiones, por sus ganas de vivir el presente uno junto al otro. Nunca se hicieron promesas, no hablaron sobre quiénes eran como pareja, no le pusieron etiquetas a aquel sentimiento único que les había unido. Y quizá, fue mejor así. 


Murieron los dos a la vez, ahogados, sentados en el asiento del conductor y del copiloto de la furgoneta de Nikolay, cuando ésta se hundió en un pantano, después de colisionar contra otro vehículo que les envió por los aires a causa del impacto. Apenas llevaban siete meses juntos. 


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