martes, 9 de abril de 2013

El instinto todavía vive (3)

Después de más de media hora de caminata y cuando el sol estaba a punto de desaparecer en el horizonte, llegamos al punto donde estaba situado el escondite subterráneo. Nos quedamos inmóviles allí durante unos minutos, entre la abundante tierra mojada y los arbustos altos y oscuros, observando cada mínimo detalle a nuestro alrededor. El rumor del viento primaveral que anunciaba el inicio de la noche era lo único que se escuchaba en aquella zona, pero cualquier medida de protección no estaba de más. Siempre que salíamos en busca de alimentos y dinero, actuábamos bastante lejos de aquel lugar, con el fin de garantizar la seguridad de nuestros pequeños. En el caso de que nos ocurriese algo malo, no queríamos que nuestros niños fuesen descubiertos. 

Lo más triste de aquella larga jornada es que no habíamos encontrado nada de comida, por lo que tendríamos que seguir tirando de las provisiones con las que contábamos. Transcurridos unos diez minutos de exploración silenciosa del terreno, comenzamos a cavar en uno de los montones de barro que cubrían la trampilla de nuestro hogar improvisado. Cuando finalmente vimos la anilla, tiré de ella con fuerza y esperé a que Carol bajase las escaleras que recorrían un tramo de diez metros de profundidad. Eché un último vistazo al entorno exterior y me metí tras ella, cerrando la trampilla por dentro con una pequeña cadena que me encontré un día por casualidad. 


A pesar de que desde fuera no era un espacio visible, no se trataba de un refugio del todo seguro. Por ello, nuestras salidas diarias también iban encaminadas a encontrar otra alternativa, otro hogar que nos ofreciera mayores garantías de supervivencia. Cuando llegué al cuarto de apenas once metros cuadrados, me sorprendió el efusivo recibimiento de Mara, mi hija de cinco años, que se tiró a mis brazos y comenzó a besarme por toda la cara, mientras no paraba de reírse a carcajadas. La llevé en volandas hasta uno de los colchones y vi cómo sus preciosos rizos castaños se agitaban con el movimiento. Estaba creciendo muy deprisa, cada día más guapa, y había heredado la bonita sonrisa de su madre. 

Por su parte, Thomas estaba de pie junto a Carol mirando cómo ella preparaba la cena, que consistiría en unas latas de sardinas en aceite y unas macedonias de frutas. Nuestro hijo había cumplido siete años el mes pasado, aunque no pudimos celebrarlo tal y como la ocasión lo requería. En aquel tiempo, nos tocó vivir a la intemperie durante unos días; los peores que recuerdo desde que todo empezó. Ahora teníamos electricidad, pero no agua corriente, por lo que, a menudo, lo que más nos quitaba el sueño era no encontrar la suficiente agua potable en los supermercados abandonados. La situación cada vez era más crítica para todo el mundo. 

No obstante, nuestros niños vivían ajenos a todo aquello. Para los dos, no era más que una aventura divertida que los cuatro estábamos disfrutando. Carol y yo poníamos todo nuestro empeño para que sus vidas fueran fáciles y no tuvieran ni la más mínima preocupación. Sin embargo, la tristeza que a veces se reflejaba en nuestros ojos nos delataba. Cenamos en silencio, saboreando cada trozo que nos llevábamos a la boca, puesto que podía ser el último, y un rato más tarde, los pequeños ya estaban dormidos, abrazados en el mismo colchón. 

Carol soltó un prolongado suspiro que transmitía su agotamiento, y se tumbó en el otro colchón, donde dormíamos los dos. Seguí su ejemplo y me tendí a su lado, mientras la cogía de la mano con firmeza y contemplaba sus ojos tristes. Ella entendió enseguida mis deseos y me permitió que la besara apasionadamente, pero con sigilo; debíamos ser discretos para no despertar a Mara y a Thomas. Apenas abrimos un poco las cremalleras de nuestros pantalones para facilitar la penetración. Cuando estuve dentro de ella, la paz que había estado esperando todo el día me alcanzó de forma súbita. Me moví despacio, para que mi preciosa mujer pudiera sentirme del todo, para que comprendiera que, por muchas dificultades que atravesáramos, siempre cubriría sus expectativas íntimas; las físicas y las emocionales. 


Tuve que taparle la boca cuando logró el orgasmo y yo me mordí la lengua cuando llegó el mío. Me quedé quieto, en su interior, tumbado sobre ella, saboreando el momento más delicioso de la jornada. Exhaustos y anestesiados por aquella felicidad temporal, ni siquiera escuchamos que alguien había logrado abrir la trampilla y bajado las escaleras. Fue demasiado tarde para evitar que ese hombre que nos apuntaba con una escopeta, disparara en dirección a los niños. De inmediato, me abalancé sobre él, le empujé y desvié el tiro. Después de un breve forcejeo, conseguí quitarle la vida con su propia arma y entonces, respiré aliviado. Hasta que los niños comenzaron a gritar, aterrados. 

Carol estaba sangrando. El tiro la había alcanzado en el pecho y no se movía. Corrí a su lado y comprobé su pulso. No respiraba. Estaba tan muerta como los resquicios más ocultos de mi alma. Mis hijos acababan de perder a su madre. Y puede que también a su padre, a juzgar por la desolación que me embargaba. 


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