miércoles, 20 de febrero de 2013

Aromas y colores

Alicia siempre fue una mujer muy elegante. Cuando la vi entrar por la puerta de la galería, aquella mañana de otoño, su imagen impecable me transmitió la idea errónea de una fémina distante y fría. Su larga melena castaña y rizada conjuntaba a la perfección con sus ojos de un color verde claro, y su atuendo, formado por chaqueta de lana y falda de tubo a juego, le daba un toque de distinción al que no estaba acostumbrado. Mi mundo estaba integrado, en su mayoría, por gente despreocupada que apenas cuidaba su aspecto físico. Quizá por eso, me fijé tanto en ella y me armé de mi valor habitual para acercarme sin ser presentado. Se me daba bien tratar con las personas. 

Estábamos en una exposición de arte contemporáneo que había organizado uno de mis mejores amigos. Observé cómo ella se detenía frente a uno de los paisajes que yo mismo había pintado, un amanecer nórdico al óleo. Había tardado meses en decidirme a exponerlo, ya que no era de los mejores de mi colección, por lo que me acerqué a aquella mujer y mientras miraba su perfil, me pregunté qué habría llamado su atención exactamente. Entonces, ella se volvió y me dedicó la sonrisa más transparente que he visto jamás; sus gruesos labios pintados con carmín rojo y su dentadura blanca y deslumbrante, por poco me robaron la cordura en aquel segundo. Con un gesto espontáneo, me agarró del brazo y se aproximó para darme dos besos, mientras me confesaba que sabía que yo era el autor del cuadro y que había sido invitada allí por mi amigo, que era un vecino suyo de la infancia. La imagen de mujer esquiva quedó desmontada al instante, ante su actitud cercana y su conversación agradable.


Ese día nos reímos mucho, no sólo en la exposición, sino también después, cuando nos fuimos a una cafetería próxima a la galería. Allí, compartiendo zumos de piña, descubrí a una chica con la pizca de inmadurez justa para hacerla irresistible, con una mirada cristalina en la que cualquier hombre podría perderse y unas cualidades artísticas únicas. Se dedicaba a crear bellas figuras de mimbre, material que manejaba a su antojo para darle la forma deseada. Tenía escasos clientes, aunque selectos y fieles, y trabajaba duro para hacerse un hueco en el negocio. Es posible que esa circunstancia nos uniera para siempre, porque en los días sucesivos, empezamos a ponernos en contacto para intercambiar ideas relacionadas con nuestras dos pasiones. Yo le facilité direcciones de numerosos amigos que podrían estar interesados en sus creaciones, mientras ella acudía a mi casa con frecuencia para darme su opinión (siempre particular y vitalista) de mis pinturas.

Transcurrieron meses en los que compartimos cenas, visitas culturales, risas, confidencias y preocupaciones de diversa índole. La atracción entre los dos era palpable, pero ninguno quería dar el paso que marcara la diferencia entre un trato amistoso y cordial y una relación profunda que podría destruirnos si acaso salía mal. Me detenía a menudo en sus ojos y no podía evitar estremecerme de pies a cabeza; era la mujer con la que siempre había soñado. Fantaseaba con enredar mis dedos en los rizos que formaban su precioso cabello, en tomar aquel suave y atlético cuerpo, en abrazarla sobre mi cama mientras la lluvia caía afuera. Desconocía la dimensión de sus sentimientos hacia mí, pero sí estaba seguro de que deseaba que nos besáramos tanto como yo. Por eso, una noche helada de finales de febrero, mientras veíamos una película sentados en mi cómodo sofá, me tomé la libertad de aproximarme a ella y la invité a tumbarse de espaldas sobre mi regazo. Ella dudó un instante, pero después se acomodó sobre mí y permitió que la abrazase desde atrás, mientras yo no podía reprimir el impulso de besar su cuello.

Su estremecimiento me mostró que mi roce le había gustado, por lo que ya no pudimos controlarnos más y unimos nuestros labios en un beso hambriento, intenso, cargado de ilusiones. Nos olvidamos de la película, la cogí en brazos con suavidad y la llevé a mi dormitorio. Allí, la desnudé por completo sin apenas estimularla y fijé mis ojos en los suyos mientras ella permanecía tumbada en la cama, silenciosa, expectante. Me dirigí al armario donde guardaba los pinceles y la pintura y cogí uno de los maletines con los que solía trabajar. Sin mediar palabra, mojé uno de los pinceles más gruesos en la pintura naranja y empecé a manchar sus pezones, marcando unos trazos firmes sobre esa zona tan sensible. Alicia cerró los ojos y se abandonó a aquella experiencia tan nueva y placentera. No me dejé ni un solo rincón de su piel por recorrer con las distintas brochas y colores, y cuando ella ya estuvo lo bastante loca por mí, le hice el amor apasionadamente, embriagado por todo lo que me hacía sentir. Destrozados por tal derroche de amor, dormimos juntos por primera vez, con nuestras piernas enredadas y el dulce olor de nuestros cuerpos saciados envolviendo la habitación.


Ya nos habíamos enamorado antes de esa noche y lo que vino después, no hizo más que confirmar lo que ya sabíamos: nuestro futuro emocional y profesional estaba en nosotros como pareja. Durante muchos años, nos retroalimentamos con nuestras aportaciones mutuas, el entusiasmo de ella y mis pequeñas dosis de pesimismo, su carácter alocado y mi punto de vista sensato. La cuidé como nunca cuando se quedó embarazada de nuestros gemelos, un niño y una niña de personalidades rebeldes que acabaron con la calma de nuestro hogar, pero que también nos enseñaron que nuestra felicidad podía ser aún mayor.
Nunca nos casamos porque eso de firmar unos papeles para demostrar que nos amábamos no iba con nosotros. No obstante, vivimos juntos cincuenta y tres años, en los que la pasión y la comprensión fueron constantes, y una buena educación para nuestros dos hijos, siempre una prioridad.

Me llamo Santos, el mes pasado cumplí ochenta y dos años, y ésta es una historia feliz. Es el relato del amor incondicional que me ha unido a Alicia para siempre y que todavía vive en sus figuras de mimbre, que decoran la mayor parte de nuestro salón y un reducido espacio de la terraza. Ella ya no está, dejó de respirar mientras dormía, una noche de verano de hace cuatro años. Cuando desperté y la encontré tendida a mi lado, con el rostro relajado y feliz, fui consciente de que se había ido sin perder su espíritu alegre; en paz. Y entonces sonreí, porque me di cuenta de que, en el fondo, estaría viva toda la eternidad, en el recuerdo de aquellos que tuvimos la buena fortuna de impregnarnos con el aroma de su optimismo.


martes, 19 de febrero de 2013

El refugio pétreo

Primeros cinco días de abril, en mitad de algún rincón montañoso que ya no sabía ubicar. Sarah abrió los ojos despacio, dolorida, pues tenía los párpados ligeramente quemados por el sol. Puso su mano derecha sobre su frente, a modo de visera, para protegerse de los suaves destellos solares de la mañana. Una jornada más, y para no variar, sentía malestar en todo su cuerpo, mareo y mucha sed. Todo ese tiempo perdida en medio de ningún sitio, había sido capaz de beber agua de los lugares más insospechados y poco fiables. 

Se incorporó sobre la incómoda roca cubierta de musgo donde había pasado la noche y movió las piernas despacio, lo suficiente para percatarse de que una hilera de hormigas rojas había empezado a avanzar alrededor de sus rodillas. Se puso en pie de un salto y se sacudió aquellos bichos con rapidez, asqueada. Cuando se hubo calmado, abrió su mochila y comprobó que apenas le quedaba un poco de agua de la última vez que había visto una charca o alguna fuente natural, y apenas cuatro galletas de chocolate. De nuevo, maldijo su suerte (tal y como había hecho los días anteriores), por haberse despistado del resto del grupo de aquella forma tan ridícula, al adelantarse unos pasos para ver un nido de mirlos; cuando volvió la vista, ya no había nadie. 

Las primeras nueve horas, el teléfono móvil le fue de utilidad, ya que le envió a sus compañeros la ubicación exacta en la que se encontraba, pero después, se le acabó la batería y no tuvo más noticias de ellos. No obstante, había intentado no moverse de la misma zona, con la esperanza de que llegasen en algún momento. El clima no parecía estar de su parte, porque, a pesar de que era primavera, en ese punto había hecho de todo: frío, viento, lluvia e incluso granizo; una de las bolas de hielo fue tan gruesa, que le provocó un moratón en el brazo. Ni el chubasquero ni los árboles y ramas con los que había tratado de cubrirse habían sido suficientes para evitar que acabase calada hasta los huesos. 

Aquella mañana, con el sol por fin en lo más alto del cielo, se despertó con la firme determinación de marcharse de allí. Después de cinco días, estaba claro que sus amigos no iban a aparecer y que, si quería escapar viva de esa montaña, tendría que hacerlo por sí misma. O, al menos, intentarlo. De todos modos, sus fuerzas empezaban a flaquear, le temblaban las piernas y no podía dar más de cuatro pasos seguidos sin detenerse enseguida. Caminó durante un par de horas, sin rumbo, ausente, con la única certeza de que seguía en movimiento. Delante de ella, apareció, como una señal, un refugio de piedra de pequeñas dimensiones, pero lo bastante acogedor a simple vista para poder pasar, al menos, lo que le quedaba de día. Entró en él, exhausta, y sin pensarlo, tiró su mochila en su interior y se desplomó en el suelo, sucio y lleno de ramas. 


Posteriormente, no pudo recordar cuánto tiempo se quedó dormida allí dentro, pero sí el mensaje que su subconsciente le había transmitido en sueños. En su fantasía onírica, volvía al punto de encuentro donde se había reunido con sus compañeros antes de iniciar la travesía, y el trayecto embarrado era tan nítido, que casi parecía real. Muy animada por aquella revelación, que quizá no significara nada, se esforzó por hacer memoria y trasladar al presente cada tramo que había recorrido mientras dormía. Eso le salvó la vida. 

Al llegar al pueblo donde sus amigos habían estacionado sus coches, descubrió dos patrullas de la guardia civil, que habían organizado un plan de rescate para dar con ella. Sorprendidos por encontrarla allí, un tanto deshidratada, pero bastante sana, le informaron entonces de la muerte de sus cuatro compañeros, sepultados por varias rocas como consecuencia de un desprendimiento de tierra. El hecho de haberse despistado del grupo había impedido que ella corriese la misma suerte. Lo que para ella, en principio, había supuesto una situación terrible, en realidad, había sido una oportunidad única para sobrevivir. 


lunes, 18 de febrero de 2013

Reencuentro con el deporte

Hace unos años, mi pereza era tal que no lograba comprender el porqué de mi afición desproporcionada por el deporte. La comodidad del sofá y la calma que se respiraba por medio del descanso, me impedían ver aquella realidad paralela que tanto había amado. Hoy puedo decir que mi decisión prematura de dejarlo todo un mal día de confusión mental, fue uno de los caminos más absurdos que he tomado. Para que la mente funcione con coherencia, el cuerpo debe encontrarse en sintonía, lo más sano posible, muy activo, dispuesto a todo lo que se pueda presentar. 

Aquella frase tan acertada que dice "quien mueve las piernas, mueve el corazón", vuelve a cobrar un sentido en mi vida. El miedo a no dar la talla y a ser sólo la migaja de una deportista venida a menos, ha dificultado durante largo tiempo mi retorno a este mundo de actividad física y endorfinas enloquecidas. No hay droga más sana que la que te da el ejercicio, esa que recorre las venas a un ritmo frenético, que se inyecta en el organismo en poco tiempo y que proporciona una felicidad poco comparable con la que viene por cualquier otra vía. 

Ese hormigueo en las piernas que nace después de un esfuerzo relativo, supone una sensación motivadora para el espíritu. Pocas cosas nos hacen sentir tan orgullosos de nosotros mismos, tan satisfechos por el trabajo bien hecho, una labor de cuidado personal y de salud. Cómo queramos llegar a la vejez está en nuestras manos, sólo depende de las alternativas que deseemos seguir. Quien escoja la opción saludable tendrá garantizados muchos años de resistencia, buena voluntad y optimismo. Una visión positiva de todo estará más cerca que nunca. 

En cambio, la apatía y el estatismo nos empujan a un trayecto de pesimismo del que suele ser difícil salir, al tratarse de un círculo vicioso en el que conviven la poca voluntad y las percepciones mediocres. La vida transcurre sin más y nos convertimos en simples espectadores de nuestra propia historia, que carece de estímulos lo bastante fuertes. Así pues, las metas son muy necesarias para lograr cierta paz interior, producto de un intenso afán de lucha. 


lunes, 11 de febrero de 2013

No es él

Ana se incorporó en la cama, sobresaltada y con la espalda y la frente cubiertas de sudor. Aquel mes de julio estaba siendo muy caluroso y húmedo, y suponía todo un reto la decisión de irse a dormir para enfrentarse a los mosquitos nocturnos y al agobio de las altas temperaturas. No podía soportarlo más. Se levantó con rapidez y se dirigió a la cocina para servirse un vaso de zumo de manzana bien frío. Mientras bebía, se asomó por la ventana que daba al patio trasero y contempló el reflejo de la inmensa luna sobre su pequeño terreno, en el que había plantado alcornoques, naranjos y parras. Junto a ese espacio frutal, había un pozo de agua helada, demasiado gélida incluso para aquella época del año. 

Con el vaso en la mano, se dirigió al oscuro salón y se sentó en una de las sillas que rodeaban la mesa principal. Pensó en Jorge, en lo inteligente que era, en su blanca y resplandeciente sonrisa, en esos hoyuelos entrañables que se le formaban a los lados de la boca y que le daban cierta apariencia infantil y traviesa. Se lo imaginó entrando por la puerta, una tarde cualquiera después del trabajo, con su traje impecable y su corbata ya medio deshecha, y casi pudo sentirle de nuevo rodeándola con sus brazos y subiéndola a aquella misma mesa para hacerle el amor. Él era así de pasional, así de impulsivo, así de auténtico. 


Uno de esos días, después de ese sexo desenfrenado habitual, Ana escuchó de sus labios lo mucho que la adoraba, los planes a corto plazo que anhelaba para ellos, lo feliz que era él desde que sus caminos se habían cruzado y un montón de cosas más, mientras su limpia mirada no se apartaba de la de ella. Entre murmullos de amor, se quedó dormido, relajado sobre el pecho de Ana, que más tarde, también sucumbió al sueño. A pesar de la cercanía íntima de sus cuerpos, ella no se dio cuenta de que él había muerto en sus brazos hasta que se despertó por la mañana. Un infarto fulminante y absolutamente impropio para un hombre de treinta y cinco años se lo llevó para siempre. Su secreta adicción a la cocaína había dañado su organismo de manera imprevisible e irreversible. Ana deseó haber muerto con él. 

No obstante, en esos casos, la abundancia de dinero permite a los desamparados pensar en soluciones extravagantes y arriesgadas. Fue lo que le pasó a Ana. Descubrió un centro de investigación que se dedicaba a clonar seres humanos, dentro de unos límites poco legales, y pagó una gran cantidad para que los especialistas hicieran lo imposible por devolverle a Jorge. Su actitud respondió más a una conducta egoísta, pues no quería vivir sin él, ya no podía. A pesar de los avances científicos, los expertos dudaban de que la personalidad del nuevo hombre fuese la misma, aunque su aspecto físico fuera idéntico. Era complicado saberlo con certeza hasta que la imitación de Jorge no estuviera en casa, con ella. 

Varios meses más tarde, tenía a esa nueva persona a su lado. Un hombre, cuyo exterior era exactamente igual, pero que enseguida dio muestras de tener un interior bastante diferente. Mientras ella apuraba su zumo de manzana, pensó que el clon de Jorge dormía en ese justo momento en su misma habitación, pero en otra cama. Desde que pisó su casa, él se había mostrado inflexible: tenía recuerdos de Ana, muy vagos y confusos, pero no le apetecía dormir junto a una mujer por la que no se sentía atraído y que le resultaba muy superficial, a juzgar por los lujos que invadían aquel hogar. Resultaba muy cruel tal apreciación, si tenía en cuenta que él mismo (el verdadero Jorge) había comprado todo aquello con su dinero, pasando por alto la austeridad que siempre había defendido Ana. 

En ese preciso instante, era una mujer derrotada por las circunstancias, consumida por sus propios deseos frustrados, por sus inmensas ganas de que alguien parecido a Jorge ocupara su lugar. Lo único que podía hacer era conformarse con ver su rostro cada mañana, aunque su expresión fuera la de un desconocido desubicado, que no sabía qué quería hacer con su vida, ni mucho menos con respecto a esa fémina que le miraba siempre enamorada. Con el zumo ya terminado y el vaso sobre la mesa, comenzó a llorar, desconsolada. Un llanto desgarrador e imprevisto salió de su garganta con tal fuerza, que ella misma se sorprendió y logró controlarse durante unos segundos. Sin embargo, Jorge se había despertado y la miraba desde el umbral de la puerta con un amargo gesto de preocupación. 

Ella permaneció callada, observándole, haciendo un terrible esfuerzo por detener el agua que resbalaba a través de sus ojos. Jorge se le acercó y le pidió permiso para sentarse a su lado. Con el pulgar, tocó sus húmedas mejillas y secó sus lágrimas. Por un momento, Ana se acordó del amor de su vida, de aquel hombre cariñoso y dulce, que había sido reemplazado por la ciencia por un tipo frío e insensible, aquel mismo tipo que ahora la miraba con comprensión. 

    - Ana, esto es difícil para los dos. Tú sufres porque no sé corresponderte, mientras que yo me siento culpable por no desear besarte ni hacerte el amor. Él te amaba, yo sólo te respeto. Sin embargo, es posible que el tiempo me permita sentir algo por ti. Podemos esperar a ver qué ocurre o, si lo prefieres, puedo marcharte de aquí ahora y tratar de ser feliz en otro lugar. 

La respuesta directa de Ana les sorprendió a ambos. Le dirigió una mirada dura, estremecedora, y le pidió que se fuera al día siguiente. Le anunció que el amor no se podía forzar, bajo ninguna circunstancia, y que lo último que ella quería eran sentimientos artificiales, que surgieran de un empeño calculado. Le deseó muy buena suerte y se levantó de la silla, para dirigirse de nuevo a su cama. Jorge se quedó allí, pasmado, sin decir ni una palabra, y agachó la cabeza, frustrado. Al fin y al cabo, volvía a ser cierto eso de que el dinero no puede lograrlo todo. 


miércoles, 6 de febrero de 2013

Todavía derretida

Sus palabras escritas aún son dardos veloces que se cuelan entre los resquicios de las (ahora) diminutas heridas de mi alma. No me canso de leer esas frases que, a pesar de que dudo de su veracidad, me producen escalofríos internos que no me atrevo a hacer visibles. Con el paso del tiempo, me he negado a vivir anclada a unos sentimientos que no volverán jamás. 

Mis recuerdos son armas arrojadizas, que regresan cuando estoy despistada. Algunos actos y actitudes totalmente inofensivos son, en realidad, pruebas reales de que en el fondo, debajo de todo aquello que podemos ver y tocar, hay varios motivos para seguir recordando. Razones contundentes para justificar el hueco que ocupa mi añoranza. 

El día a día me envuelve en múltiples satisfacciones que me hacen sonreír, pero instantes puntuales me devuelven a esos meses, a esas caricias, a esas miradas. A él. Pocas veces mi memoria retiene un tono de voz concreto, como si lo pudiera detectar junto a mi oído, pero en cambio, olvida actos físicos específicos, como si tal vez, nunca hubieran tenido lugar. Quizá, lo más corporal desaparece para hacer de todo ello un trago más fácil. 

Dicen que tendemos a idealizar las historias más intensas. Es probable que sea mi caso, aunque escasas veces en mi vida he sentido que mi mente y mi corazón caminen agarrados de la mano. Pasional, sumergida en mis propias sensaciones, tiendo a apartar lo que no se va de mi alma pero está fuera de mi campo visual. En cambio, los breves períodos de descanso vital, son una excusa para la nostalgia y la reflexión, una oportunidad para albergar aventuras imposibles. 

Alguien que no me conviene nada, pero que sigue presente en mis aspiraciones de amor futuras. Pensar en él y en lo que vivimos, después de tanto tiempo, me sirve de ejemplo para lo que me gustaría sentir más adelante. Sé que deseo justo eso, hacia otra persona, en otro momento, pero con idéntica intensidad. Sentimientos verdaderos que no pueden plasmarse en ningún papel, conexiones inolvidables que me siguen en mi recorrido, rutinas diarias que favorecieron mi bienestar. 

Fue una época idónea para soñar, por la equilibrada y perfecta combinación de factores que hicieron posible ese amor y, que más tarde, lo hirieron de muerte. Lo mismo que nos unió, nos terminó separando. Y a menudo, crece la duda sobre si debo depositar la vista atrás, de nuevo en él, o continuar mi camino sin detenerme. 



Pinceladas del ayer

Casi carece de sentido afirmar que es imposible volver al punto vital exacto en el que todo funcionaba sobre ruedas, aunque entonces no fuéramos conscientes de tal certeza. Todos hemos disfrutado de ese tramo existencial (ya fueran segundos, minutos, meses o años) en el que conocimos la felicidad absoluta o, por lo menos, tuvimos una impresión similar a ésa. Sabemos con exactitud qué personas intervinieron y qué circunstancias se dieron para lograr aquella placentera sensación de plenitud, que sólo respiramos en momentos determinados. 

Los inconformistas aprenden, fruto de sus experiencias, que todo en la vida se puede mejorar, que es factible superar una situación de por sí maravillosa y permitir que se haga, por poco, inalcanzable para otros. Al mismo tiempo, esos deseos desmesurados por ser una persona rica en emociones únicas y diversas, se convierten en un arma de doble filo, ya que no se saborean bien las cosas buenas cuando se tienen delante. El afán por cumplir sueños cada vez más lejanos nos impide percibir y vivir los objetivos que ya hemos conseguido. 

El ser humano debería pensar más a menudo que una de las ideas principales para ser feliz es sentir admiración por uno mismo. Es un pensamiento que va muy ligado a una elevada autoestima, al hecho de tener capacidad para ser objetivo con la propia persona, caminar con seguridad y saber quererse a uno mismo de manera sana y justa. Es un conformismo temporal positivo, en el sentido de que valoramos el presente y nuestras cualidades y habilidades actuales, por encima de cualquier otro instante ya vivido o que éste por venir. Nadie es dueño de la verdad sobre quiénes seremos mañana, en qué nos habremos convertido como consecuencia de nuestros éxitos y fracasos, o por culpa de acontecimientos que no podamos controlar. 


Existen emociones pasadas que podemos traer hasta hoy. Aficiones que hace unos años colmaban nuestro espíritu y nos permitían construir alas a una creatividad escondida o desconocida. De niños y de adolescentes, disponíamos de más tiempo para divagar en los rincones más mágicos de nuestra mente, porque era una época para experimentar, adquirir ideas, dar rienda suelta a la imaginación, descubrir ilusiones. Por eso, muchos de nosotros dibujábamos, escribíamos cuentos cargados de fantasía y no necesariamente lógicos, y nos buscábamos a nosotros mismos por medio de inquietudes, duraderas o pasajeras. 

El impulso de la novedad da una mayor intensidad a aquello que nos gusta. Cuando dibujamos o escribimos por primera vez, el hecho de que sea una actividad nueva, le otorga un mayor valor, un interés más fuerte que viene tanto de nosotros, como de los demás. Uno enseguida sabe si lo que está haciendo surge de una obligación académica o nace producto de una habilidad que no creía poseer. Lo bonito de aprender es la posibilidad de poder elegir más tarde; aquello que nos aburre, se deshecha y lo que nos apasiona, vive para siempre. 

El cerebro, a veces, selecciona lo que más le conviene, ya sea para la supervivencia en este mundo competitivo o para garantizar una mayor presencia en nuestra vida de aquello que nos hará triunfar. Sin embargo, lo que nos emociona, lo que somos, siempre aflora a la superficie, tarde o temprano, en forma de recuerdo eterno.