viernes, 19 de abril de 2013

Sumergidos

Eva había tomado la decisión de marcharse sola de vacaciones durante aquella semana. Sus amigas no habían podido acompañarla porque sus días libres no encajaban entre sí, pero no había dudado en alejarse del bullicio de la ciudad, aunque no tuviera compañía. Había visto en las páginas posteriores del periódico un anuncio sobre el alquiler de esa pequeña casa, situada frente a la playa, en primera línea. Estaba hecha de madera, con dos plantas, una habitación y un cuarto de baño, además de una cocina con barra americana y una reducida terraza que cumplía la función de comedor al aire libre. Le estaba cogiendo el gusto a alimentarse allí, con los primeros rayos de sol iluminando su rostro ya enrojecido; sin duda, sería una de las cosas que más echaría de menos cuando regresara a su hogar. 


Cerró la puerta y se dirigió a la orilla de la playa. Se sentó sobre la arena y cerró los ojos, mientras escuchaba el rumor de las olas. A primera hora del día, allí sólo podía encontrar algunas gaviotas que sobrevolaban la zona y varias parejas de ancianos que caminaban por la arena fría y húmeda. Era el mejor momento para rendirse ante sus propios pensamientos y recrear la abrumadora intensidad de la jornada de ayer, nada menos que su primer día de descanso en aquel lugar. Un comienzo mucho más fuerte del que había previsto. Un accidente que pudo haberse convertido en un viaje sin posibilidad de retorno.  

Había llegado cargada con su equipaje el mediodía anterior y en cuanto hubo dejado las maletas en la casa, no pudo resistirse a darse el primer baño vacacional. Se enfundó el biquini, se calzó unas chanclas y salió corriendo en dirección al mar. Ignoró por completo la bandera roja que ondeaba en lo alto de un poste en el extremo derecho de la playa y lo cierto es que tampoco le pareció extraño que no hubiera nadie bañándose. Las enfurecidas olas sí que no le pasaron desapercibidas, pero aún así, se zambulló en el agua con rapidez, sin que le diese tiempo a escuchar los gritos de advertencia del socorrista, que se había aproximado hasta ella, al percatarse de sus intenciones. 

Después de eso, ya no podía recordar más. Le habían contado que un muchacho de su edad, ruso, se había lanzado al mar para sacarla, en cuanto se dio cuenta de que no podía salir. El golpe de unas de las olas contra su pecho la había dejado sin conocimiento y mucha agua salada estaba entrando por sus pulmones. Permaneció cuarenta y cinco segundos sumergida, quizá demasiado tiempo para no sufrir daños irreversibles, pero a pesar de todo, debía dar gracias por la actuación veloz de aquel desconocido. Le informaron de que el socorrista tuvo que aplicarle técnicas de reanimación, ya que al principio, su organismo no respondía; llegaron a temer que hubiera muerto. Sin embargo, pasado el susto inicial, comenzó a escupir agua y a toser, y de nuevo se encontraba en el mundo real. 

Mientras recordaba todo eso con los ojos cerrados, alguien se sentó a su lado, no lo bastante en silencio como para no despertarla de su ensimismamiento. Abrió los ojos y se encontró cara a cara con un chico rubio y musculado, de mirada azul, nariz prominente y finos labios. Estrechó su mano y se presentó, con un castellano perfecto, pero con marcado acento ruso: "Me llamo Nikolay, no sé si me recuerdas, pero ayer te saqué del agua. He venido para ver cómo estabas. Me dijeron que vivías por aquí". Eva sonrió, complacida, y le dio dos besos en las mejillas, como muestra de agradecimiento. "Sólo he venido a pasar las vacaciones, aunque creo que no volveré a meterme en el mar". El ruso le devolvió la sonrisa y le propuso que dieran un paseo por la orilla, mientras charlaban. 

La casualidad quiso que Nikolay también hubiese sufrido hacía unos años un percance parecido. Se encontraba practicando surf, cuando una ola le arrastró con violencia contra unas rocas. Nadie le vio en apuros, así que tuvo que valerse por sí mismo para salir de allí y salvar su vida. Ambos compartían la suerte de haber vuelto a nacer gracias al destino o a las propias circunstancias, y eso construyó la base para que tuvieran interés por conocerse mejor; mucho después, incluso, de aquella semana de vacaciones, en la que no se separaron el uno del otro. 

Nikolay se mudó a la ciudad natal de Eva y aprovechó para matricularse en la universidad. Del mismo modo que el tiempo les convirtió en íntimos amigos, la confianza y un trato continuo, les transformó en pareja. Vivieron su amor con prisa, a toda velocidad, apasionadamente, sin detenerse a saborear la fuerza de su contacto. Ambos tenían un fuerte temperamento y se dejaban llevar por sus ilusiones, por sus ganas de vivir el presente uno junto al otro. Nunca se hicieron promesas, no hablaron sobre quiénes eran como pareja, no le pusieron etiquetas a aquel sentimiento único que les había unido. Y quizá, fue mejor así. 


Murieron los dos a la vez, ahogados, sentados en el asiento del conductor y del copiloto de la furgoneta de Nikolay, cuando ésta se hundió en un pantano, después de colisionar contra otro vehículo que les envió por los aires a causa del impacto. Apenas llevaban siete meses juntos. 


martes, 9 de abril de 2013

El instinto todavía vive (3)

Después de más de media hora de caminata y cuando el sol estaba a punto de desaparecer en el horizonte, llegamos al punto donde estaba situado el escondite subterráneo. Nos quedamos inmóviles allí durante unos minutos, entre la abundante tierra mojada y los arbustos altos y oscuros, observando cada mínimo detalle a nuestro alrededor. El rumor del viento primaveral que anunciaba el inicio de la noche era lo único que se escuchaba en aquella zona, pero cualquier medida de protección no estaba de más. Siempre que salíamos en busca de alimentos y dinero, actuábamos bastante lejos de aquel lugar, con el fin de garantizar la seguridad de nuestros pequeños. En el caso de que nos ocurriese algo malo, no queríamos que nuestros niños fuesen descubiertos. 

Lo más triste de aquella larga jornada es que no habíamos encontrado nada de comida, por lo que tendríamos que seguir tirando de las provisiones con las que contábamos. Transcurridos unos diez minutos de exploración silenciosa del terreno, comenzamos a cavar en uno de los montones de barro que cubrían la trampilla de nuestro hogar improvisado. Cuando finalmente vimos la anilla, tiré de ella con fuerza y esperé a que Carol bajase las escaleras que recorrían un tramo de diez metros de profundidad. Eché un último vistazo al entorno exterior y me metí tras ella, cerrando la trampilla por dentro con una pequeña cadena que me encontré un día por casualidad. 


A pesar de que desde fuera no era un espacio visible, no se trataba de un refugio del todo seguro. Por ello, nuestras salidas diarias también iban encaminadas a encontrar otra alternativa, otro hogar que nos ofreciera mayores garantías de supervivencia. Cuando llegué al cuarto de apenas once metros cuadrados, me sorprendió el efusivo recibimiento de Mara, mi hija de cinco años, que se tiró a mis brazos y comenzó a besarme por toda la cara, mientras no paraba de reírse a carcajadas. La llevé en volandas hasta uno de los colchones y vi cómo sus preciosos rizos castaños se agitaban con el movimiento. Estaba creciendo muy deprisa, cada día más guapa, y había heredado la bonita sonrisa de su madre. 

Por su parte, Thomas estaba de pie junto a Carol mirando cómo ella preparaba la cena, que consistiría en unas latas de sardinas en aceite y unas macedonias de frutas. Nuestro hijo había cumplido siete años el mes pasado, aunque no pudimos celebrarlo tal y como la ocasión lo requería. En aquel tiempo, nos tocó vivir a la intemperie durante unos días; los peores que recuerdo desde que todo empezó. Ahora teníamos electricidad, pero no agua corriente, por lo que, a menudo, lo que más nos quitaba el sueño era no encontrar la suficiente agua potable en los supermercados abandonados. La situación cada vez era más crítica para todo el mundo. 

No obstante, nuestros niños vivían ajenos a todo aquello. Para los dos, no era más que una aventura divertida que los cuatro estábamos disfrutando. Carol y yo poníamos todo nuestro empeño para que sus vidas fueran fáciles y no tuvieran ni la más mínima preocupación. Sin embargo, la tristeza que a veces se reflejaba en nuestros ojos nos delataba. Cenamos en silencio, saboreando cada trozo que nos llevábamos a la boca, puesto que podía ser el último, y un rato más tarde, los pequeños ya estaban dormidos, abrazados en el mismo colchón. 

Carol soltó un prolongado suspiro que transmitía su agotamiento, y se tumbó en el otro colchón, donde dormíamos los dos. Seguí su ejemplo y me tendí a su lado, mientras la cogía de la mano con firmeza y contemplaba sus ojos tristes. Ella entendió enseguida mis deseos y me permitió que la besara apasionadamente, pero con sigilo; debíamos ser discretos para no despertar a Mara y a Thomas. Apenas abrimos un poco las cremalleras de nuestros pantalones para facilitar la penetración. Cuando estuve dentro de ella, la paz que había estado esperando todo el día me alcanzó de forma súbita. Me moví despacio, para que mi preciosa mujer pudiera sentirme del todo, para que comprendiera que, por muchas dificultades que atravesáramos, siempre cubriría sus expectativas íntimas; las físicas y las emocionales. 


Tuve que taparle la boca cuando logró el orgasmo y yo me mordí la lengua cuando llegó el mío. Me quedé quieto, en su interior, tumbado sobre ella, saboreando el momento más delicioso de la jornada. Exhaustos y anestesiados por aquella felicidad temporal, ni siquiera escuchamos que alguien había logrado abrir la trampilla y bajado las escaleras. Fue demasiado tarde para evitar que ese hombre que nos apuntaba con una escopeta, disparara en dirección a los niños. De inmediato, me abalancé sobre él, le empujé y desvié el tiro. Después de un breve forcejeo, conseguí quitarle la vida con su propia arma y entonces, respiré aliviado. Hasta que los niños comenzaron a gritar, aterrados. 

Carol estaba sangrando. El tiro la había alcanzado en el pecho y no se movía. Corrí a su lado y comprobé su pulso. No respiraba. Estaba tan muerta como los resquicios más ocultos de mi alma. Mis hijos acababan de perder a su madre. Y puede que también a su padre, a juzgar por la desolación que me embargaba. 


sábado, 6 de abril de 2013

El instinto todavía vive (2)

Carol se quedó quieta, a mi lado. El silencio era tenso y manifiesto; ninguno de los seis se atrevía casi a respirar. El más mínimo movimiento que tuviera lugar a continuación determinaría el curso de los acontecimientos. Los cuatro hombres armados nos miraban a la expectativa, como si deseasen que cometiésemos alguna imprudencia, con el fin de facilitarles las cosas. Ninguno de nosotros era un asesino, pero la crisis mundial nos había empujado a un túnel de egoísmo y pensamientos oscuros, en el que la vida de un ser humano casi no valía nada. 

Sostuve la mano de mi amante entre las mías y con un gesto le pedí que soltara su alfanje y que se mantuviera tranquila. Ella, pese a su desconcierto inicial, confió en mi criterio y ambos nos quedamos desarmados, ante la atenta y confusa mirada de nuestros cuatro enemigos, que decidieron aproximarse a nosotros, despacio, con excesiva cautela. Cuando se encontraban a tan sólo dos metros de distancia, nos informaron de sus intenciones. Uno de ellos, un anciano de corta estatura y pelo largo y cano, comenzó a hablar, mientras nos apuntaba en tono acusador con su cuchillo: "queremos vuestra parte del botín. No os vamos a matar, sólo cogeremos el dinero y nos iremos. Dejad los billetes en el suelo y nos marcharemos. Prometido". 


No pude evitar sonreír al escuchar las descaradas palabras de aquel desconocido, que nos daba falsas promesas de libertad. Sabía con certeza cómo acababan aquel tipo de conflictos y si de algo estaba seguro, era de que las personas que eran asaltadas pagaban su mala fortuna con la muerte. Aquel sería nuestro desenlace, desde luego. Los cuatro hombres se miraron unos a otros, molestos por mi sonrisa fuera de lugar y de repente, se acercaron mucho más, hasta que pude sentir el filo helado del sable de uno de ellos sobre mi mejilla derecha. Solté a Carol, levanté ambos brazos por encima de mi cabeza, en señal de aparente rendición, y decidí poner mis cartas sobre la mesa. 

"Os ofrezco un trato. Dado que fui yo quien propuso que nos repartiéramos el dinero en el banco, creo justo que me deis una breve ventaja. Vosotros me perdonáis mi parte del botín y, a cambio, yo os entrego a mi compañera y también su dinero, para que hagáis lo que os venga en gana. Con los billetes y con ella". Carol se apartó de mí, aterrada, y me dirigió una mirada cargada de rabia y de estupefacción, al mismo tiempo que varias lágrimas comenzaban a rodar por sus mejillas. Ignorando la presencia de aquellos hombres, empezó a golpearme en el pecho, rabiosa, y a darme patadas en las piernas. Aguanté su ataque, impasible y sin bajar los brazos, aunque en ningún momento cesé de clavar mis ojos en los suyos, lo cual avivó aún más su ferocidad, por lo que gritó de impotencia. Era lo correcto y no podía ceder, por mucho que la tuviera cariño. 

La respuesta de los desconocidos no llegó en forma de palabras, sino de hechos. El cincuentón rapado calmó los gritos frustrados de Carol en cuanto la agarró del cabello con violencia y tiró de ella para alejarla de mí. Ella trató de zafarse de él, pero sólo logró dar puñetazos al aire, a la vez que un chico rubio y delgado, el más joven de los cuatro, buscaba el dinero en los bolsillos del pantalón de mi amante. Finalmente, encontró los billetes en un bolsillo trasero, circunstancia que aprovechó, por supuesto, para manosear su culo. Con un gesto contundente, los cuatro tipos me invitaron a que me marchara de allí enseguida; así, de inmediato, cogí el alfanje de Carol y mi espada y me fui corriendo, sin mirar atrás. 

Me escondí detrás de uno de los muros de hormigón que delimitaban la carretera, a unos cincuenta metros de allí. No podía distinguir lo que sucedía con claridad, pero sí me hacía una idea de la escena, para poder intervenir en caso de que fuera necesario. Vi cómo el rapado soltó el pelo de Carol y entonces, los cuatro se despojaron de sus armas y también de sus pantalones, mientras ella trataba de demostrar su fortaleza y se mantenía desafiante. No obstante, cuando el joven rubio se le acercó para besarle el cuello, para mi sorpresa, Carol le siguió el juego y le besó apasionadamente en la boca, a la vez que los otros tres tipos la tocaban por todas partes, sin que ella opusiera la menor resistencia. Desde mi posición, no daba crédito a lo que estaba viendo. 

Sin embargo, casi sin que los hombres se diesen cuenta, vi cómo ella se sacaba los caramelos del bolsillo y los metía en las bocas de cada uno de ellos, distraída y en apariencia concentrada en aquella pasión múltiple. Tuvieron que transcurrir al menos quince minutos, en los que Carol tuvo que continuar con aquello sin que, afortunadamente, la excitación masculina fuera a mayores, hasta que los cuatro fueron cayendo en el suelo, uno a uno, retorcidos de dolor por las convulsiones. Ella recuperó hasta el último de sus billetes y se marchó de allí corriendo, sin esperar siquiera a que la muerte acogiera a los desconocidos. 

Enseguida la tuve junto a mí, tras el muro de hormigón. Apenas me miró y se limitó a guardarse el fajo de billetes en el bolsillo de donde no deberían haber salido. Después, por fin fijó su mirada en la mía el tiempo suficiente para que no pudiera ver venir el bofetón que me propinó a continuación. "Me has puesto en peligro. Sabes que siempre hago el truco del veneno cuando hay un solo hombre, a lo sumo dos. ¡No con cuatro! Podían haberme matado". Comprendía muy bien sus palabras, aunque Carol también sabía que yo jamás permitiría que la hiciesen daño, que existiese un riesgo real. 

No la contesté, pero sí la estreché entre mis brazos, mientras aspiraba el aroma de su cabello. Ella se resistió al principio, pero luego se abandonó a mi contacto. Sujeté su rostro entre mis manos y besé sus labios con ternura, con deleite, plenamente consciente de cuánto la amaba. Acaricié la piel de su cuello y la apremié para que me siguiese. "Regresemos al zulo, cariño. Nuestros pequeños deben estar preocupados. Mamá y papá han tardado demasiado esta vez. Y también hemos mentido más de lo que nos podíamos permitir en el día de hoy". 


jueves, 4 de abril de 2013

El instinto todavía vive

Carol me observó en silencio y con evidente preocupación, mientras apretaba con sus manos desnudas la herida de mi costado derecho, que no detenía su flujo de sangre. Tan sólo era un corte de cuchillo poco profundo, pero había bastado para debilitarme, por inesperado y doloroso. Mientras yo luchaba por no marearme, sentado y apoyado sobre su hombro, mi amante empezó a rasgar la parte inferior de sus pantalones con la navaja que solía usar para cortar ramas en los peligrosos caminos que, a menudo, transitábamos. Cuando tuvo en sus manos un trozo de tela lo bastante grande, lo utilizó para cubrir mi herida y apretar contra ella con más fuerza. Entonces, dirigí mi vista nublada a sus ojos compasivos y me sentí ciertamente humillado, por mostrar aquella debilidad delante de una mujer; la misma hembra que me daba calor cada noche.

El resto de integrantes de nuestro grupo improvisado, nos miraba a ambos con curiosidad, posiblemente preguntándose qué clase de relación nos unía. Los ocho (nosotros dos, cinco hombres y una mujer en su último tramo de embarazo) habíamos encontrado aquel puente, medio derribado, bajo el cual nos escondíamos de la persecución incansable a la que nos estaban sometiendo. Carol y yo habíamos coincidido con ellos, apenas unas horas antes, en una sucursal bancaria abandonada, donde descubrimos con incredulidad que había montones de billetes a la vista. Con el fin de evitar que se derramara sangre, decidimos repartir el botín a partes iguales entre todos y huir cada uno en una dirección. No obstante, enseguida fuimos conscientes de que otro pequeño grupo nos había seguido y también quería hacerse con el dinero, a cualquier precio. 


Después de un breve enfrentamiento físico con los diez hombres desconocidos, en el que habíamos empleado todo tipo de armas blancas, tomamos la determinación de salir corriendo y buscar la manera de despistarles. Durante la fiera persecución, alguien me lanzó a distancia un cuchillo de grandes dimensiones, que se insertó en mi costado. Me habían herido, sí, pero a cambio, había ganado un arma, lo cual, en aquellos tiempos, no estaba nada mal. A pesar del susto inicial, parecía que nos encontrábamos a salvo, puesto que tres horas más tarde, seguíamos bajo el puente sin saber nada de los asaltantes. 

Constaté que la hemorragia ya se había detenido y entonces, me dí cuenta de que la mujer embarazada y uno de los hombres, barbudo y corpulento, se encontraban de pie, uno frente al otro, y mantenían una discusión, lo que deduje por la tensión que dibujaba sus rostros, ya que ninguno de los dos había alzado la voz. De inmediato, calibré el posible peligro que se acercaba, cuando vi que la mujer cogía una de los sables que descansaban sobre el suelo y se lo daba al hombre, desafiándole a que lo usara contra ella. Me levanté despacio, mientras Carol me agarraba del brazo y me decía en voz baja que no hiciese nada de lo que pudiese arrepentirme. Sin embargo, antes de que fuera capaz de incorporarme del todo, vi cómo el barbudo atravesaba con el sable el vientre abultado de la mujer, ante el desconcierto generalizado de los allí presentes. Ella cayó al suelo en el acto, muerta. 

Si bien Carol emitió un suave grito que sólo pude escuchar yo, los demás contemplábamos la escena sorprendidos, pero no horrorizados. Dos años de calamidades y lucha por la propia supervivencia habían sido suficientes para no asustarse ya por casi nada. El caso de Carol era distinto; había aguantado encerrada en su casa con provisiones durante todo ese tiempo y casi no había tenido ocasión de ver en lo que se había convertido el mundo exterior. Hasta que hacía un par de meses, forcé la puerta de su casa, la descubrí allí escondida por casualidad y la obligué a salir, ya que uno de tantos grupos humanos especialmente agresivos se disponía a bombardear la vivienda. Ella, amenazada y vulnerable, me había seguido a ciegas, sin saber en realidad si yo era un tipo fiable. El día a día, el contacto continuo entre ambos y la mutua simpatía, nos habían convertido en amantes, aunque seguíamos siendo personas frías y superadas por las circunstancias. 

Estábamos en el año 2036, y la crisis económica mundial que había comenzado en 2008, había derivado en una situación insostenible en todo el planeta. Los bancos se habían quedado sin efectivo, la inmensa mayoría de las empresas habían hecho frente a un cierre masivo, los gobiernos de muchos países habían dimitido en bloque y la población, al verse sin trabajo ni alimentos, había decidido salir a la calle para robar comida y pelear con todo aquel que tratara de impedírselo. Cada uno de nosotros llevaba ya veinticuatro meses a la intemperie, buscando la forma de sobrevivir, mientras se consolaba con el placer de llevarse algún pequeño bocado al estómago, se resignaba a matar por necesidad o por gusto (la diferencia ya no importaba) o se deleitaba con un poco de sexo vacío cuando no había nada más que hacer. 


Yo trabajaba como piloto de combate hacía dos años, antes del declive final de nuestra sociedad. Quizá por mi preparación militar o por mi personalidad, ya de por sí poco emocional, no soportaba ver a la gente llorar a mi alrededor. Todos estábamos pasando por lo mismo, y mientras unos optaban por derramar unas lágrimas que no solucionarían sus problemas, otros preferíamos ignorar los sentimentalismos y comportarnos como animales, como fieras implacables dispuestas a conseguir lo que quieren. Por eso, cuando vi que Carol lloraba sin consuelo por el asesinato solicitado de aquella mujer encinta, no pude más que zarandearla y pedirle que dejase de lamentarse por alguien a quien ni siquiera conocía. Que ahorrase llanto para lo que estuviera por venir. 

De repente, uno de nuestros acompañantes, un hombre alto y rapado de unos cincuenta años, cogió su cuchillo curvado, se abalanzó sobre el barbudo y le hirió de muerte en el pecho. Carol, entonces, pareció reaccionar, se levantó, cogió su alfanje y se puso en guardia, a la vez que observaba al hombre moribundo que se quejaba en el suelo. "Scott, vámonos de aquí. La cosa se está complicando". A pesar de que ella me habló en susurros, nuestro compañero enloquecido la escuchó y dirigió a ella su mirada asesina, fulminante. 

Tuve claro que tenía que irme de allí con Carol, cuanto antes. Cogí su mano con fuerza y me disponía a abandonar la zona del puente, cuando me percaté de que los cuatro hombres del grupo que quedaban con vida (incluido el cincuentón rapado) nos apuntaban con sus armas y nos miraban con gesto rabioso, desesperados por abalanzarse sobre nosotros. Era evidente que lo único que querían era nuestro dinero, pero desconocían con qué clase de personas iban a tratar. 


martes, 2 de abril de 2013

Almas desnudas

Sumergida en las profundidades de un sueño reparador, su piel percibió las caricias mucho antes que ella misma. En la zona que rodeaba su ombligo, unos labios cálidos y suaves le daban pequeños besos, con absoluta dedicación, muy delicados, casi un simple roce en cada rincón de esa parte de su cuerpo. Los leves escalofríos que le estaba provocando ese contacto inesperado, la alejaron del mundo onírico y la permitieron recordar dónde se encontraba. Y con quién. 

Abrió los ojos despacio, aún con pesadez, pero con una sonrisa pícara pintada en la cara, y se encontró con la mirada traviesa de Valentín. Su novio, satisfecho por haber conseguido su propósito, abandonó su ombligo y se tumbó entonces junto a ella, en aquel enorme sofá acolchado. Hacía mucho calor, pese a que, de vez en cuando, entraba una ligera brisa marina por las ventanas abiertas. Formentera era un paraíso al que se habían acercado para evadirse de la rutina, conocerse más y entregarse con mayor esmero el uno al otro. 

Judith se volvió hacia él y le miró a los ojos con auténtica admiración. En aquel momento, él sólo llevaba puestas unas bermudas con estampados florales hawaianos, que le llegaban a la altura de la rodilla y que aún estaban un poco húmedas. Ella llevaba puesto un biquini blanco y un pareo decorado con dibujos de jeroglíficos egipcios. Valentín se aproximó hasta ella y la abrazó con ternura, sin apartar su mirada azulada de la de ella, aún somnolienta y relajada. Se incorporó despacio y comenzó a besar y lamer con cuidado una de sus orejas, mientras Judith se estremecía, de sorpresa y gozo a partes iguales. 


Sonrió al percibir el sabor salado en el lóbulo, y recordó el baño que se habían dado juntos una hora antes en la playa, antes de que ella se durmiera cuando terminaron de comer. Valentín tenía ganas de que ella sintiera, de nuevo, el placer que dos cuerpos enamorados podían proporcionarse. Judith había descubierto, desde hacía unos meses, que su hombre era insaciable, que no podía controlar la atracción que sentía hacia ella y que el deseo le dominaba en cualquier lugar y circunstancia. 

Ella cogió sus manos y las colocó con toda la intención sobre sus pechos, todavía cubiertos por el sujetador del biquini. De inmediato, Valentín dejó de besar sus orejas y se dedicó a su boca hambrienta, formando círculos dentro con su lengua y la de ella. La cogió en brazos, agarrándola de las nalgas, y la llevó con él hasta el cuarto de baño, donde había un amplio jacuzzi. La dejó de pie en el suelo, abrió el grifo del agua caliente, encendió los botones que generarían las burbujas y echó abundante gel con el fin de lograr suficiente espuma. Mientras se formaba la mezcla, se acercó a Judith y la despojó del traje de baño y del pareo, de la misma forma que él se quitó las bermudas. 

Con el agua ya preparada, la cogió de la mano y la invitó a meterse con él en el interior del jacuzzi.  Ambos se colocaron uno al lado del otro, envueltos en espuma, desnudos, excitados, especialmente sensibles al percibir el roce y la calidez del agua sobre sus pieles un poco enrojecidas por el sol. De inmediato, aunque con movimientos lentos y sensuales, Judith se sentó a horcajadas sobre él y comenzó a besar su cuello, mientras su hombre acariciaba sus glúteos con las manos y sus pezones con la lengua. Ella se dejó hacer y comenzó a gemir, sin preocuparle lo más mínimo quien pudiera escucharla en aquel bloque de apartamentos. 

Valentín se olvidó por el momento de su trasero y colocó una de sus manos entre sus piernas, primero para estimular su zona secreta y después, para introducirle dos dedos. Ella cerró los ojos, al mismo tiempo que perdía la noción del espacio y la voluntad sobre su propio cuerpo. Aquel masaje íntimo, unido a los vaivenes de las burbujas, le hicieron abandonarse a un placer desconocido. Ella trató de agarrar su miembro, pero él no se lo permitió y le colocó ambas manos a su espalda, para inmovilizarla. Entonces, fue él mismo quien sostuvo su pene rígido y se lo introdujo despacio, con una lentitud cruel y dolorosa, hasta que le concedió el alivio de dejarse caer, sentada sobre él, completamente llena. 


Judith se movió con frenesí, al ritmo de las sacudidas que él le daba desde esa postura. Como consecuencia de su pasión, derramaron agua por los bordes del jacuzzi, aunque se mostraron ajenos a ello y concentrados en su satisfacción sexual. Valentín, a medida que se acercaba al límite de sus fuerzas, agarró a su novia del cabello con fuerza, y tiró de ella hacia atrás, a la vez que los dos caían rendidos por el éxtasis final. Abrazada a él y agotada, Judith apoyó su cabeza sobre su hombro y recuperó, poco a poco, su respiración normal. 

De repente, Valentín la apartó a un lado con suavidad y salió de allí, sin importarle que pudiera mojar el suelo. Ella, sin moverse del agua, le siguió con una mirada desconcertada, hasta que le vio volver con algo escondido detrás de su espalda. Con cuidado de que ella no viera el misterioso objeto, lo dejó sobre una estantería del cuarto de baño y se acercó al enorme espejo, lleno de vaho por la humedad. Entonces, con su dedo índice aprovechó el vapor de agua para escribir una frase, casi una orden, un imperativo, que Judith pudo leer con claridad: "Cásate conmigo".

Valentín recogió el pequeño estuche que había depositado antes y lo abrió delante de ella. Un anillo de oro blanco, brillante, sencillo, tallado con diminutas flores y con las iniciales de sus nombres, descansaba en su interior, aguardando que el dedo de ella lo acogiera. Judith se tapó la boca con las manos de pura emoción y salió del agua rápidamente para abrazarle, mientras afirmaba con rotundidad que se casaría con él. Había encontrado al hombre ideal, uno capaz de enloquecerla en la cama y además, de convertir su existencia diaria en la más bella historia romántica.