La estabilidad del amor casi ha muerto; vive su mayor agonía. Navegamos a la deriva sobre relaciones de pareja efímeras (a modo de botes salvavidas) que nos vamos encontrando por el camino, como si tropezáramos con un inoportuno escalón mal construido de una escalera cualquiera. Una vive con miedo a darse de bruces con la certeza de un nuevo fracaso amoroso, igual que vivía aterrada cuando me faltaban dos cromos para terminar el álbum de La bella y la bestia, y no daba con ellos.

Por su parte, el chico ideal para tus amigos y tu familia no te suele gustar. Es una fenómeno inversamente proporcional: cuanto más les gusta a ellos, menos te gusta a ti. Y las razones pueden ser muy diversas. Si está demasiado integrado en el seno de la familia, le consideras un primo más, delante del cual podrías pasearte en ropa interior por toda la casa sin el menor atisbo de vergüenza. Del mismo modo, él podría recorrer el estrecho pasillo que va desde la cocina hasta su habitación como Dios le trajo al mundo, y seguramente no te darías ni cuenta. La ausencia de atracción sexual es así de sobrecogedora.
En la ingenuidad que aún conservamos, les recordábamos con doce años, con un aparato en los dientes y granos en la cara, y de repente, una descubre que se han convertido en hombres hechos y derechos (algunos, porque otros nunca cambiarán), con inquietudes, un interesante dominio del lenguaje y amplios conocimientos sobre temas fuera de nuestro propio alcance intelectual. Es cuando te planteas si tus allegados verán con buenos ojos una mayor profundización en la relación familiar, y si el sexo entre primos se verá ahora igual de bien que en el siglo XV.
No podemos olvidarnos del denominado prototipo emocional masculino por excelencia. Es el hombre culto, respetuoso, con sentido del humor, simpático, alegre, optimista, capaz de resolver con destreza cualquier tipo de problema que se le presente, deportista, risueño, encantador, seductor (pero sólo con su pareja), que te lleva el desayuno a la cama, que te regala flores, que te comprende (alguien que, por fin, sabe lo que me pasa cuando tengo la regla), que te dice lo que piensa de ti, pero con cariño ("ay, pero que tontita eres..."), romántico y cariñoso. Muchos llamarían calzonazos a este prodigio utópico de la naturaleza humana (algunas de nosotras también nos referiríamos a él con este calificativo, siempre que fuese el novio de cualquier otra mujer, o aunque fuese el nuestro; forma parte de la contradicción femenina), pero las mujeres, simplemente, estamos tranquilas porque sabemos que tantas cualidades juntas no pueden habitar dentro de una misma persona.

Y, llegados a este punto, es cuando aparece el chico de nuestros sueños. Es el hombre que reúne todas las cualidades mencionadas y, además, es una fiera en la cama, el amante perfecto, un dios caído del cielo para hacer destrozos en la Tierra. El yerno ideal, el amigo más fiel, el mejor hermano del mundo, el hijo ejemplar, el novio que todas quieren (pero sólo tú tienes). El hombre que te plancha las camisas mejor de lo que jamás lo harás tú, que deja la tapa del váter levantada, pero lo hace con estilo, al que le gustan los niños y los animales, el que colabora con una ONG, el que dedica los fines de semana a volverte loca entre las sábanas. Pero entonces, cuando llevas ya seis maravillosos años a su lado y estás completamente borracha de amor, te abandona por otra y te confiesa que odia a los perros.
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