sábado, 24 de noviembre de 2012

El misterioso músico

Compartía piso con dos inocentes jóvenes, mis dos amigas del alma, que parecían haberse escapado de un centro de clausura, aunque yo las quería igual. Gemma era el colmo del recato y la elegancia, no salía de casa jamás sin su cabello perfectamente liso y peinado, su bolso de marca acorde con su indumentaria y con su estado de ánimo, y su ropa interior conjuntada, de un color distinto en función del día (los sábados tocaba el rojo, por si recibía una visita inesperada). Su esmero por estar siempre impecable contrastaba con su repulsión generalizada hacia los hombres. No soportaba que la tocaran, aunque sólo fuese para saludarla; los datos que tenía sobre ellos eran demasiado negativos. Por ello, aún conservaba su virginidad, recién cumplidos los treinta, aunque este secreto sólo lo conocíamos un selecto e íntimo grupo de personas.

Sonia, por su parte, vivía en una especie de mundo paralelo, en el que los hombres perfectos aparecen frente a tu puerta sin que tengas que salir a buscarlos. Creía en el príncipe azul más que cualquier princesa de cuento y se pasaba los días suspirando por los tipos que aparecían por televisión sin camiseta (por supuesto, entre ellos se incluía Mario Casas). Con veintidós años, costaba creer que ya fuese una prometedora publicista y en cambio, se mantuviese virgen. Ni siquiera mis intentos por emborracharla en las fiestas que hacíamos en casa, servían para que acabase en la cama de alguien, aunque fuese por equivocación. Ella seguía fiel a su romanticismo. 

Sobra decir que yo era la frívola oficial del piso. Ellas consideraban que el hecho de que me acostase con quien me apetecía en cada momento y no le diese vueltas al asunto, me convertía en una mujer sin escrúpulos ni sentimiento alguno. Hasta que no tuvimos problemas serios para pagar el alquiler entre las tres y nos dimos cuenta de que necesitábamos a alguien más para compartir gastos, no fuimos conscientes de que podíamos tener cosas en común. En el mismo momento en que decidimos elegir a Santi como compañero de piso de entre más de veinte posibles candidatos, nuestros gustos se hicieron tan similares que causaban estupefacción. 

A Gemma no le gustó nada porque era heavy y vestía "en plan sucio", como ella misma lo definió. A Sonia le pareció que tenía mirada de pervertido, únicamente porque llevaba dos piercings en la ceja derecha y, a menudo, solía humedecerse los labios con la lengua (parecía una especie de tic nervioso o algo por el estilo). Y a mí, sencillamente, no me resultó atractivo a primera vista, no porque no fuese guapo (que lo era), sino porque su larga melena, que le llegaba casi a la altura de la cintura, me recordaba a la de una niña. Precisamente por todo eso, era el compañero de piso ideal, ya que ninguna llegaría a implicarse emocionalmente con él y por tanto, no habría complicaciones en nuestra tranquila convivencia. 


Sin embargo, las tres estábamos equivocadas. Santi revolucionó nuestro despreocupado mundo. Durante el primer mes, le conocimos con cierta profundidad y descubrimos a un chico de veinticinco años sensible (a pesar de su apariencia), que tocaba la guitarra eléctrica y cantaba en un grupo heavy, que leía biografías de escritores contemporáneos y al que le encantaba cocinar (nunca habíamos comido tan bien en esa casa hasta que llegó él). Tardamos dos meses más en percatarnos de que era de ese tipo de hombres que te envuelve con sus palabras, que sabe qué decir con exactitud en cada momento, que te derrite con sólo mirarte, que te dejarías cortar un brazo si con ello pudieras conseguir que te besara. 

Y nos enamoramos de él. Las tres. Y comenzó la guerra, los malos gestos y los insultos a todas horas y con cualquier excusa. Santi se mantenía neutral, en el medio, soportando las acusaciones de unas y otras, las críticas feroces y los gritos descontrolados. Su estancia en el piso empezó a resultarle muy cuesta arriba y aunque intuía el motivo de aquel ambiente terrible, se le escapaban muchas cosas. Un día le vi en su habitación haciendo la maleta: el vaso de su paciencia se había llenado. Me acerqué, le miré a los ojos y rompí a llorar; llevaba meses aguantando mucha presión y nosotras le habíamos echado de su hogar. Se quedó muy desconcertado al verme así y me pidió que me sentara en el salón con él. Las chicas estaban fuera, de fin de semana. 

Entonces, mientras él intentaba secar mis lágrimas con sus dedos, me confesó que me amaba, pero que no era tonto y se había dado cuenta de que las tres queríamos estar con él. Santi sintió un flechazo nada más verme y enseguida supo que vivir conmigo iba a ser muy difícil. No obstante, pensó que nadie se metería en medio, que los sentimientos no serían tan brutales por parte de los cuatro. Por eso, había tomado la decisión de marcharse, de permitirme que conservara a mis amigas, que recuperara la relación que tenía con ellas antes de que él irrumpiera en nuestras vidas. Rompí a llorar con más fuerza aún y entonces, él comenzó a besarme apasionadamente, mientras mi desconcierto crecía por minutos. Embriagados por la intensidad de su confesión y excitados por lo imprevisto de aquellas caricias, acabamos en la misma cama. 

A la mañana siguiente, me desperté sola sobre el colchón y al dirigirme a la cocina, me encontré una nota escrita de su puño y letra, en la que me decía adiós, para siempre. A veces, como ahora, recuerdo aquello y siento dolor, pero también le agradezco que actuase así. Me enseñó mucho más del amor y de la amistad de lo que nadie podrá mostrarme nunca. Me transmitió una idea de suma importancia: amar a alguien significa desear su felicidad, aunque eso suponga tu desdicha. Gracias a él, hoy mis dos mejores amigas siguen siéndolo y puedo decir que un día alguien me amó de verdad. Tanto como para renunciar a mí. 


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