viernes, 23 de noviembre de 2012

En sus sueños

Tumbado en la cama mientras leía su novela favorita, un recuerdo fugaz pasó por su mente, lo que le hizo cerrar el volumen y colocarlo con cuidado sobre la mesita de noche. Se quitó las gafas de lectura y cogió la foto de su esposa que descansaba dentro del cajón superior. No la guardaba allí porque no quisiera verla, sino más bien porque ese sencillo gesto le causaba dolor, y ya le escocían los ojos de tanto llorar. Tan sólo hacía un mes que había muerto, sumiéndole en la más profunda oscuridad y en el más denso vacío. 

Su recuerdo se remontaba a cincuenta años atrás, ambos con treinta y dos años y una vitalidad única. Teresa se hacía de rogar. Era la menor de seis hermanos varones y estaba protegida en exceso por todos ellos. Ricardo la pretendía desde hacía un año, puesto que se había enamorado de ella en cuanto la vio en la iglesia del pueblo, durante la misa de aquel domingo nublado. Él era el único hijo de un matrimonio de agricultores y, en su caso, no estaba demasiado mal visto que, a su edad, aún no se hubiese casado. Para ella era diferente: los lugareños ya empezaban a referirse a su persona como la solterona del pastor, además de por su estado civil, porque su padre se dedicaba a cuidar un rebaño de ovejas. 

Aquel día, después de largos meses de insistencia silenciosa, la suerte estuvo de parte de Ricardo.  Mientras se dirigía a la tienda de ultramarinos, coincidió por casualidad con aquella bonita mujer de ojos claros y cabello ondulado. Por primera vez desde que la conocía, caminaba sola por la calle. Cargaba con un montón de bolsas y además, llevaba un carro de la compra lleno hasta arriba. Le costaba trabajo dar dos pasos seguidos con tanto peso y él, de inmediato, se ofreció a ayudarla con la mercancía. Pasearon en silencio el tramo que les separaba de la casa de Teresa, hasta que él se detuvo de repente y la condujo de la mano hacia el interior de una calle estrecha, por la cual apenas pasaba gente. 


Ella le miró con ojos asustados, con nerviosismo, pues en el fondo, no estaba segura de sus auténticas intenciones. Ricardo se saltó todos los códigos morales de la época y sin mediar palabra, le dio un tierno y cálido abrazo, rodeándola con sus bastos brazos, muy trabajados por sus jornadas en el campo. Teresa se dejó hacer, ya que aquello le había sorprendido gratamente. Él se separó un poco y le dedicó una mirada embobada, mientras le apartaba un mechón de pelo que se le había deslizado sobre el pómulo izquierdo. Años después, ella le confesaría con cierta timidez que fue ese gesto concreto el que la enamoró y la permitió entregarse a él. Acto seguido, Ricardo reunió el valor suficiente para acercar sus labios a su deliciosa boca y le emocionó comprobar que ella no se apartaba; más bien, también le estaba besando, aunque sin abandonar del todo sus particulares miedos. Si alguien les hubiese descubierto en ese íntimo y maravilloso momento, el escándalo habría recorrido todo el pueblo. Afortunadamente, aquello sólo les perteneció a los dos, para siempre. 

Una semana más tarde y, sin que Teresa lo hubiese sospechado, Ricardo se presentó con su mejor traje de chaqueta en la puerta de la casa de su padre. Su objetivo era muy claro: quería pedirle su mano. El buen hombre, al comprobar sus buenas intenciones y lo que aquel joven amaba a su hija, aceptó la petición sin reservas. Teresa no podía ser más feliz y cuando todos les dejaron solos, no pararon de besarse y abrazarse, con una ilusión que les encendía el rostro. La boda tuvo lugar al mes siguiente y sus tres hijos (dos chicas y un chico) vinieron al mundo en los tres años posteriores. 

Ahora recordaba todo aquello y no podía evitar que las lágrimas rodaran por sus mejillas, como una pequeña cascada que bajaba por la roca de una montaña. La enfermedad había vencido a Teresa, aunque le quedaba el consuelo de haberla amado intensamente durante toda su vida. Sabía que se habían hecho felices el uno al otro, que las discusiones del día a día sólo habían sido tonterías, que habían disfrutado juntos de cada novedad de su existencia (el nacimiento de un hijo, la llegada al mundo de un nieto, los viajes para descubrir el mar, las cenas ocasionales fuera de casa). Y desde que ella se había marchado, todas las noches aparecía en sus sueños en cuanto se dormía. 

Hoy no podía ser distinto. Con su memoria en plena actividad, acabó dormido, medio destapado a pesar del frío que hacía ahí fuera. Y en sus sueños, volvió a aparecer Teresa. De nuevo, era joven, como cuando la besó por primera vez. Llevaba un camisón hasta los tobillos, blanco perla, y el cabello alborotado. Estaba junto a él, acababan de jugar a lanzarse cojines sobre el sofá de su modesta casa: en los primeros meses de matrimonio, esa fue su forma de diversión. Por eso, tenía el cabello revuelto. Aquellos ajetreados encuentros siempre terminaban con ellos haciendo el amor en cualquier parte de la casa, incluso cuando ella ya estuvo embarazada. 

Aquella visión onírica era tremendamente real. De repente, Teresa se sentó junto a él, que aparecía tal y como se encontraba en realidad: dormido sobre su cama, respirando con suavidad. Una Teresa de treinta y dos años acariciaba, con delicadeza y amor, el rostro de aquel Ricardo de más de ochenta. Se aproximó más a él y, en susurros lentos y apenas imperceptibles, le dijo: "ven conmigo, cariño. Seremos jóvenes de nuevo si permaneces aquí, a mi lado. Mi vida contigo ha sido como un sueño y qué mejor manera de acabarla que en uno de ellos. Nunca te agradeceré lo suficiente que tomaras la iniciativa aquel día en esa estrecha calle. Me convertiste en una mujer feliz.". 

Su corazón dormido se rindió frente a aquella confesión y se detuvo para siempre, con el único fin de poder reunirse junto a su esposa en el mundo de los sueños. Cuando sus hijos se enteraron de su final, días más tarde, le encontraron sobre el colchón, con el rostro relajado y la foto de Teresa apretada contra su pecho. 


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