martes, 13 de noviembre de 2012

Fin

Me abrasa la herida del muslo derecho. Hace quince minutos, me la he vuelto a lavar con agua tibia, me he echado un poco de agua oxigenada y me la he tapado con una gasa. Mañana iré a la farmacia a comprar alcohol y un par de cajas de tiritas. A pesar de la cura casera, la zona me quema y me escuece demasiado. No puedo creer que este miserable haya llegado al extremo de apagar sus cigarrillos en mi piel. Hace un par de meses, cogió la costumbre de calmar sus frustraciones de esa manera y desde entonces, no hay una sola noche que no me haya ido a dormir con los ojos hinchados de tanto llorar.

Llevo inmersa en este infierno dos años, en un lugar en el que yo sola me he metido y del que no sé cómo salir. Por fortuna, vivo con mis padres y mi única hermana, que cumplió nueve años el mes pasado. A él sólo le veo cuando está tan desesperado por mi rechazo, que acude él mismo hasta mi puerta y casi me arrastra hasta la calle. Cuando aparece y mi familia está en casa, todo es amabilidad, buenas palabras bañadas con la brisa de la hipocresía, y sonrisas esquivas que dirige hacia mi persona, como un gesto cómplice inútil para garantizar por más tiempo mi silencio.


Mis padres creen con una seguridad ciega que Rubén es el novio ideal, un hombre obligado a lograr la madurez antes de tiempo, al haberse criado en hogares de acogida. Cuenta con una casa y un coche propios, como resultado de haber trabajado muy duro, y es diez años mayor que yo, que aún soy una tímida y estúpida niña de veinte años. No me atrevo a confesar a nadie que me pega, me controla, me prohíbe salir con mis amigos mucho más de lo que mis padres me han prohibido jamás (ni siquiera cuando tenía doce años) y me revisa el contenido de mi teléfono móvil cada vez que nos vemos. Si quisiera engañarle, tendría tiempo de sobra para borrar cualquier mensaje comprometido, aunque su cerebro enfermo no es capaz de imaginar más allá.

Mi amor por él se murió el mismo día que me abofeteó la primera vez, a los tres meses de comenzar a salir. Sigo a su lado por puro terror, pánico a que pueda volverse loco del todo y vaya contra mi familia, lo que no podría perdonarme nunca, al ser la única responsable. No obstante, soy consciente de que no puedo continuar encerrada dentro de esta unión sentimental enfermiza que amenaza con derrumbar todo lo que soy.

Hace unas horas que ellos se han marchado. Mis padres y mi hermana se han ido a casa de mis abuelos paternos. Hubiera querido irme también, pero Rubén me sugirió con toda la cortesía de la que fue capaz (a gritos) que me quedara, porque más tarde, tenía intención de venir a hacerme compañía, como así ha sido. Me quedo escasa de términos para definirle en este preciso y terrible momento de angustia y desolación.

Acabo de mirarme en el espejo de mi cuarto y sólo veo a una joven desorientada, confusa, de piel pálida y enrojecida, llena de marcas, arañazos, moratones. Repleta de golpes nacidos del absurdo de un amor mal entendido. Menos mal que no me ha tocado la cara, y mis ojos, de un azul muy vivo, siguen en su sitio. Cada vez que me hace esto, se ampara en su idea de que me terminará gustando el masoquismo tanto o más que a él, y que todo será cuestión de coger práctica y confianza. Me pide que confíe en él, en un ser humano de tan baja calaña. Qué estupidez suprema. 


A pesar de sus intentos para que me acostumbre a sus vejaciones, el dolor siempre habla en mi lugar: mi interior no para de sangrar ante la brutalidad a la que ha sido sometido de la manera más rastrera, y estoy aterrada porque no sé cómo detener la hemorragia. Finalmente, pasados unos minutos, por sí misma, remite. Parece que mi cuerpo, después de todo, es sabio y quiere ahorrarme el suplicio de tener que acudir a urgencias por un motivo semejante. Demasiadas explicaciones, que debería, pero que no quiero dar.

Me tumbo en mi cama y observo el techo con los ojos entrecerrados, mientras las lágrimas asoman de nuevo. Mi juventud, mi ser, mi entusiasmo ante la vida nunca se hubieran merecido este desconsuelo, que me ahoga el alma y me bloquea la capacidad de raciocinio. Sencillamente, no puedo pensar.

De repente, suena el teléfono fijo. Me levanto con pesadez, aún agotada por los últimos acontecimientos, y descuelgo el auricular. El femenino llanto desolado al otro lado de la línea contrasta con la media sonrisa que dibuja mi rostro. No puedo verme, pero casi puedo jurar que me brillan los ojos por la felicidad a medias que acaba de estallar dentro de mí. Rubén ha tenido un accidente con el coche, se ha estrellado contra una farola y se ha matado.

Cuelgo sin dejar que su madre finalice su historia. Ahora soy dichosa y me apetece hacerme unos huevos revueltos. Quizá, después, como postre, me coma un trozo de la tarta de chocolate que hizo mi madre hace un par días. Acudo a la cocina casi flotando. Siento las piernas muy ligeras, ya casi no me duele la herida del muslo y los ojos han dejado de liberar lágrimas. Me siento plena, libre. 

Una nunca se imagina que se alegrará de la muerte de alguien, hasta que descubre que su felicidad depende casi por completo de que tal desgracia ocurra. 


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