martes, 22 de enero de 2013

Humildad lingüística

Hemos sido educados durante años para aprender a controlar los secretos del lenguaje humano. Las personas dotadas con cualidades atribuidas a las esponjas adquieren todos los conocimientos necesarios con facilidad. El resto se conforma con dominar unos pocos términos que les permitan defenderse en su vida rutinaria, aún a riesgo de no poder ofrecer una gran variedad de discursos o réplicas. Éstos individuos recurren a frases repetidas hasta la saciedad o escasas de contenido. 

No saber escribir o hablar correctamente nos limita más de lo que pensamos. Transmitir una idea nutrida por numerosos y diversos matices se convierte en una tarea compleja para aquellos que no se han molestado en encontrarse cara a cara con la riqueza de la palabra. Hace bastante tiempo, me recomendaban buscar en diccionarios aquellos términos que me supusieran algún tipo de duda, ya fuera en su significado, en relación a su contexto o por su sentido completo dentro de una oración. No solía seguir ese consejo, hasta que comprendí que ninguna palabra significa por completo lo que creemos; siempre hay aspectos que la hacen distinta en cada diálogo. 

La intención de quien habla puede ser interpretada de mil formas, si tenemos en cuenta la personalidad del comunicador, las circunstancias en las que se pronuncia y el estado de ánimo o capacidad receptiva de quien le escucha en un momento determinado. Un individuo demasiado susceptible puede entender una crítica constructiva como un ataque verbal directo hacia su persona, lo que generará una respuesta negativa que podría derivar, incluso, en insultos. 


A menudo, carecemos del sosiego necesario para mantener una conversación adulta y madura, con puntos de vista enfrentados y opiniones que no siempre son del agrado de los demás. Por eso, observamos, casi a diario, acaloradas discusiones en plena calle sobre temas que podrían tratarse con mayor tranquilidad. El estrés continuo al que estamos sometidos y las presiones propias de la sociedad actual nos impiden charlar con calma. Estamos perdiendo la empatía a pasos de gigante y cada vez nos resulta más difícil respetar lo que piensan los demás. Caemos en el error de creer que somos dueños de la verdad absoluta. 

En estos tiempos de libertad recortada y defensa a ultranza de la personalidad de cada uno, no nos vale que nos digan lo que no queremos oír. Tanto las personas con plena confianza en sí mismas como las dotadas de cierto nivel de inseguridad, conocen bien sus valores y no permiten que nadie les sugiera cómo mejorarlos. Hoy en día, todos presumimos de la premisa "no cambio por nadie" y llevamos esa idea hasta el final. Aquellas personas que se dejan ningunear por otros son incomprendidas dentro de su entorno y se las anima a salir de su caparazón y demostrar su valía. 

La palabra refleja su utilidad en situaciones como ésa. Uno debe exponer sus argumentos con un lenguaje adecuado sobre la mesa. Nunca se puede ganar la partida con las cartas equivocadas, por lo que es básico consultar cualquier matiz sobre el que existan dudas. Para adquirir conocimientos, sean del tipo que sean, la clave está en la humildad. Debemos reconocer nuestra ignorancia en determinados campos y permitir que otros más entendidos en la materia nos asesoren. 


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