Amalia encendió su ordenador, como cada noche, después de una jornada más de trabajo, incertidumbre, aburrimiento y decisiones aplazadas. El aparato le daba problemas desde hacía meses y, para no variar, estaba tardando bastante en encenderse, mientras mostraba mensajes alarmantes en la pantalla. Ignoró las órdenes caprichosas de aquel trasto y entró (más por costumbre que por curiosidad) en una de esas superficiales páginas de contactos. Le llamó la atención el mensaje en forma de piropo que le envió un chico que vivía apenas a diez kilómetros de su ciudad. Se llamaba Alejandro y había conseguido la primera sonrisa de ella en todo el día (incluso puede que fuera la última). Que su novio no lo hubiese logrado era, por lo menos, extraño.

Y entonces, apareció Alejandro en el universo virtual. Sus palabras escritas transmitían una intensidad difícil de describir, una fuerza que le envolvía y le convertía en alguien muy interesante. Las ganas de hablar con él a través de la Red comenzaron a ser mayores que las de ver a su novio, pese a lo absurdo de la comparativa. Su pareja era una persona real, tangible, con sus defectos y sus virtudes, dotado de una calidez humana. En cambio, Alejandro era alguien desconocido, cuyos escritos podían ser malinterpretados, tomados como una burla o como una colección estudiada de mentiras. No obstante, eso no evitó que la necesidad de tener noticias de éste último fuese creciendo, a la vez que el amor por su novio terminaba de fallecer, sin que ella quisiera o pudiera detener el proceso.

Las palabras se quedaron muy escasas para definir aquello en lo que se convirtieron Amalia y Alejandro. Eran confidentes, compañeros en ese extenso trayecto hacia los objetivos que todos deseamos alcanzar, consejeros, socios de la lealtad y de la fidelidad, dos personas capaces de enriquecerse la una a la otra y de entender la belleza de los sentimientos. Ambos, con un fuerte sentido del cariño y de lo que implica querer a una persona y preocuparse por ella. Seres humanos impacientes por compartir experiencias, sorprendidos ante la magnitud de sus vivencias paralelas (lo que le sucedía a uno, más tarde le ocurría al otro, de una forma similar o próxima). Conscientes de la importancia de un buen abrazo cuando es necesario, porque alimenta el alma y suaviza la tristeza. Muy entrenados (a fuerza de hablar a diario) para detectar las sutilezas que determinan la fina línea que separaba la alegría del desasosiego en cada uno de los dos.
Se querían tanto como sólo pueden hacerlo los seres humanos que están en este mundo de forma auténtica. Sin embargo, una noche de primavera, Alejandro conoció a una chica de ojos claros y fulminantes, de piernas morenas y delgadas, con una larga melena castaña que robaba el oxígeno, y se enamoró de ella. En el interior de su locura, se olvidó por completo de Amalia, dejó de comunicarse con ella, de manera lenta, pero inflexible y agónica. Entonces, su amiga se aferró a los recuerdos, a lo que vivieron juntos, mientras le escribía cada día esperando una respuesta. La relación tan especial que les había unido se había resquebrajado a causa del amor, lo que parecía un hecho irreversible.
El sobresalto y el sudor con el que Alejandro se levantó de la cama le mostró que una pesadilla como aquella podía abrirle los ojos más que cualquier mensaje. Decidió entonces que tenía que salir a buscar a Amalia, allá donde estuviese, por mucho que ahora ella pudiera odiarle por su comportamiento. Tenía que pedirle que no dejasen de confiar el uno en el otro. Jamás.
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