viernes, 21 de diciembre de 2012

Una persona única

Amalia encendió su ordenador, como cada noche, después de una jornada más de trabajo, incertidumbre, aburrimiento y decisiones aplazadas. El aparato le daba problemas desde hacía meses y, para no variar, estaba tardando bastante en encenderse, mientras mostraba mensajes alarmantes en la pantalla. Ignoró las órdenes caprichosas de aquel trasto y entró (más por costumbre que por curiosidad) en una de esas superficiales páginas de contactos. Le llamó la atención el mensaje en forma de piropo que le envió un chico que vivía apenas a diez kilómetros de su ciudad. Se llamaba Alejandro y había conseguido la primera sonrisa de ella en todo el día (incluso puede que fuera la última). Que su novio no lo hubiese logrado era, por lo menos, extraño. 

Llevaba un año y poco saliendo con un hombre totalmente opuesto a ella. A menudo, era serio, a ratos antipático, a veces risueño y en muy pocas ocasiones, todo lo romántico que a ella le gustaría. A pesar del poco tiempo que había vivido a su lado, sentía que sus fuerzas estaban agotadas, que se había estancado en una relación que ya no le aportaba felicidad, sino un enorme desconsuelo. Como suele ocurrir en ciertas parejas, él parecía caminar al margen de toda esa frustración, por su propio sendero, de acuerdo a sus ideas prácticas y poco estimulantes. Ese amor había muerto hacía mucho tiempo; sólo se mantenía en pie por puro instinto, igual que el rabo de una lagartija sigue en movimiento incluso después de haber sido separado del resto de su cuerpo. 

Y entonces, apareció Alejandro en el universo virtual. Sus palabras escritas transmitían una intensidad difícil de describir, una fuerza que le envolvía y le convertía en alguien muy interesante.  Las ganas de hablar con él a través de la Red comenzaron a ser mayores que las de ver a su novio, pese a lo absurdo de la comparativa. Su pareja era una persona real, tangible, con sus defectos y sus virtudes, dotado de una calidez humana. En cambio, Alejandro era alguien desconocido, cuyos escritos podían ser malinterpretados, tomados como una burla o como una colección estudiada de mentiras. No obstante, eso no evitó que la necesidad de tener noticias de éste último fuese creciendo, a la vez que el amor por su novio terminaba de fallecer, sin que ella quisiera o pudiera detener el proceso. 

La angustia por perder el contacto con Alejandro se sumó al dolor de la ruptura, del fracaso como pareja de dos personas que se habían amado tanto en un principio. Él fue el estímulo que Amalia necesitó para tomar la decisión que llevaba largos meses divagando por su mente: debía buscar el amor verdadero en otra parte, junto a otro hombre. Las charlas con Alejandro (primero en Internet y poco a poco, en persona) la convencieron de que tenía que aspirar a mucho más en su vida. Que conformarse no era el camino correcto, que aquello que había nacido de lo inesperado podía transformarse en una sensación que la marcara eternamente. 

Las palabras se quedaron muy escasas para definir aquello en lo que se convirtieron Amalia y Alejandro. Eran confidentes, compañeros en ese extenso trayecto hacia los objetivos que todos deseamos alcanzar, consejeros, socios de la lealtad y de la fidelidad, dos personas capaces de enriquecerse la una a la otra y de entender la belleza de los sentimientos. Ambos, con un fuerte sentido del cariño y de lo que implica querer a una persona y preocuparse por ella. Seres humanos impacientes por compartir experiencias, sorprendidos ante la magnitud de sus vivencias paralelas (lo que le sucedía a uno, más tarde le ocurría al otro, de una forma similar o próxima). Conscientes de la importancia de un buen abrazo cuando es necesario, porque alimenta el alma y suaviza la tristeza. Muy entrenados (a fuerza de hablar a diario) para detectar las sutilezas que determinan la fina línea que separaba la alegría del desasosiego en cada uno de los dos. 

Se querían tanto como sólo pueden hacerlo los seres humanos que están en este mundo de forma auténtica. Sin embargo, una noche de primavera, Alejandro conoció a una chica de ojos claros y fulminantes, de piernas morenas y delgadas, con una larga melena castaña que robaba el oxígeno, y se enamoró de ella. En el interior de su locura, se olvidó por completo de Amalia, dejó de comunicarse con ella, de manera lenta, pero inflexible y agónica. Entonces, su amiga se aferró a los recuerdos, a lo que vivieron juntos, mientras le escribía cada día esperando una respuesta. La relación tan especial que les había unido se había resquebrajado a causa del amor, lo que parecía un hecho irreversible. 


Diez meses después de esa dolorosa pérdida de contacto, Amalia tuvo que ser hospitalizada a consecuencia de una infección en la sangre. Recibió muchas visitas en aquellos ocho días de preocupación y de complicaciones médicas. No obstante, le faltó él, su confidente, sus abrazos, sus palabras de aliento. Hasta que el último día, sin que nadie pudiera predecir aún el desenlace para Amalia, Alejandro fue a visitarla y se quedó quieto en el umbral de la puerta de su habitación, mientras portaba entre sus manos un ramo de violetas y le dedicaba una mirada avergonzada. Ella le invitó a entrar y le abrió los brazos, mientras esperaba que él la estrechara contra su cuerpo. Aquel abrazo terminó con la tristeza de todo ese tiempo sin saber él uno del otro, el silencio anunció el perdón que la garganta de él se esforzaba por dejar salir, sus manos entrelazadas hablaron en su lugar. La muerte de Amalia sentenció aquello que nunca más podrían decirse. 

El sobresalto y el sudor con el que Alejandro se levantó de la cama le mostró que una pesadilla como aquella podía abrirle los ojos más que cualquier mensaje. Decidió entonces que tenía que salir a buscar a Amalia, allá donde estuviese, por mucho que ahora ella pudiera odiarle por su comportamiento. Tenía que pedirle que no dejasen de confiar el uno en el otro. Jamás. 

                                                             

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