sábado, 31 de mayo de 2014

No soy yo (3)

Finalizo mi lectura del informe médico y levanto la vista hacia mi psiquiatra, con la última palabra impresa aún haciendo eco en el interior de mi mente: canibalismo. Se trata de un término que me resulta completamente lejano, imposible de concebir en una sociedad moderna y civilizada como la nuestra. Por unos segundos, incluso creo que Ortega me está gastando una broma de mal gusto, aunque deshecho deprisa esa idea; el asunto parece lo bastante grave como para tomárselo a risa. A pesar de mi estupefacción, me identifico en todos los síntomas descritos en ese papel, ya que es exactamente lo que he padecido desde hace semanas. 

Mientras intento asimilar toda la información, noto cómo regresa la taquicardia y se intensifican de nuevo los sudores y la presión en el pecho. No podría acertar con exactitud los minutos que transcurren desde que saco mi navaja multiusos del bolsillo de mi vaquero, hasta que decido clavársela en el cuello a Ortega y hacerle un corte violento y profundo, mientras él grita sorprendido y se lleva las manos a la garganta, con desesperación. Salgo corriendo de la consulta y finalmente, le abandono a su suerte, moribundo, tirado en el suelo. Todo sucede con la rapidez propia de los desequilibrados mentales, que se levantan un día de buen humor y de repente, su cerebro les empuja a cometer atrocidades sin ningún sentido. 


Camino hacia mi coche con una tranquilidad que da escalofríos. Estoy sobrecogido por mi propio comportamiento, me siento relajado, eufórico, dueño de un poder sobrenatural que acabo de asumir y que no quiero que desaparezca. Consigo reprimir mi impulso de matar a golpes a dos personas que se cruzan conmigo en el aparcamiento. Dos hombres jóvenes, diría que de mi edad, que charlan entre ellos, intercambian bromas y carcajadas. Me molesta su felicidad, me cabrea que la gente viva tan ajena a los problemas del resto, a las dificultades de las personas como yo, que tenemos mucho dinero, pero nos sentimos siempre insatisfechos con todo, vacíos. Me invade un odio visceral hacia la raza humana, un sentimiento tan negativo que me provoca náuseas. 

Ya en el coche, pienso dónde podría ir. Lo tengo: a casa de Eva. Me limpio la sangre de las manos con unas toallitas húmedas que ella misma me metió en la guantera, por si algún día las necesitaba. Qué forma tan curiosa de estrenarlas. Arranco y voy en busca de mis dos niñas. Sin duda, les extrañará que vuelva tan pronto de aquel viaje que me inventé, pero en este momento, me da todo igual. Acabemos ya con esta gran farsa que es vivir, con este sinsentido ridículo. 

Eva abre la puerta y en cuanto me ve, me sonríe. Es una mujer muy alegre, se ilusiona mucho por cualquier cosa; pobrecita, qué engañada está. Le cuento una historia sobre mi avión, que se ha retrasado, y que eso me permite quedarme unas horas más con Isabel y con ella, las dos mujeres más importantes de mi vida (mi madre también lo fue en su día, antes de que se me cruzaran los cables y decidiera ahogarla dentro de su propia bañera; estaba ya muy mayor). En cuanto mi hija me ve, viene corriendo a abrazarme. La estrecho entre mis brazos y cierro los ojos, mientras aspiro su aroma a vainilla y ese champú que envuelve su pelo con fragancias florales. Soy feliz. 

Le propongo un juego a Isabel: que ella se encierre en el baño, mientras su madre y yo buscamos lugares en toda la casa donde poder escondernos. Acepta encantada. Una vez que está metida en el cuarto de baño, pongo el pestillo de la puerta por fuera, al mismo tiempo que Eva me mira sin entender nada. Le pido que guarde silencio y la cojo de la mano para conducirla al dormitorio, donde vuelvo a cerrar con el pestillo. No puedo soportar estas brutales ganas de sexo y el hecho de que no haya tocado a Eva desde hace casi seis años, no me va a impedir satisfacer mi deseo. 

Me acerco a ella como un animal sediento, la sostengo de la nuca y la beso en los labios, ansioso, metiendo mi lengua en su boca, con voracidad. Ella al principio se resiste, percibo cómo sus manos tratan de que mi cuerpo retroceda, pero después, se deja llevar. Le gusta que la domine, lo noto. Soy brusco y la empujo con fuerza sobre la cama, para tumbarme sobre ella y levantar su falda. Descubro que no lleva bragas: agradable sorpresa. Pero entonces, ella se aparta. Me pregunta qué demonios estoy haciendo, porqué parezco tan desesperado. Sigo en mi empeño de llegar hasta el final, pronto, sin que me importe lo más mínimo lo que ella quiera. Forcejeamos y yo llevo ventaja, hasta que Eva coge la lámpara de la mesa de noche y me la estampa en la cabeza. Me mareo, siento un inmenso dolor y ya no puedo ver.  


Diez años después de aquello, me encuentro en una prisión psiquiátrica. Al final, asesiné a Ortega por nada, ya que no pude evitar lo que él me anunció que sucedería. No he vuelto a ver ni a Eva ni a Isabel desde el día de mi intento de violación. Sinceramente, lo único que lamento es no haber podido consumar aquel día con la madre de mi hija, el resto me da lo mismo. Creo que no soy tan buen padre como pensaba y que me merezco estar aquí encerrado. De otro modo, sé que soy un verdadero peligro para la sociedad. No obstante, hoy tengo un buen día. Mañana es posible que ya no me acuerde ni de quién soy. 


1 comentario:

  1. No sé sime atrevo a preguntarte cual ha sido tu fuente de inspiración. ¿Cuando te levantas cada mañana que te pide el cuerpo? Además de un buen desayuno, claro...

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