miércoles, 28 de mayo de 2014

No soy yo

He construido un castillo de naipes maravilloso. Mi pequeña Isabel, que hace unos días cumplió cinco años, me mira embelesada, con esos ojos tan verdes y tan inocentes. En mi etapa vital más oscura, además de relacionarme con sustancias nada saludables, me introduje temporalmente en el mundo del póquer, más por curiosidad que por motivaciones económicas. Y fue entonces cuando, en mis ratos libres, aprendí a crear estructuras complejas con las cartas, hasta que un día me cansé de perder billetes de quinientos y guardé la baraja en un cajón. En los últimos años, sólo la sacaba para jugar con mi hija o fingir que era un gran mago capaz de sacar naipes de detrás de sus tiernas orejas. 

A ella le encanta estar conmigo. Lo sé con certeza, por el brillo que salpica su mirada cada vez que voy a recogerla a casa de su madre, y por cómo corre a mi encuentro, emocionada, cuando la sorprendo a la salida del colegio. Es lo más bonito que he hecho en mi vida, lo más espontáneo, lo más natural e importante: concebir a mi pequeña. Sin embargo, cuando Eva me comunicó que estaba embarazada, no reaccioné como la mayoría de los hombres lo habrían hecho en tal situación; soy demasiado consciente de eso. Desaparecí del mapa, estuve tres días sin contestar a sus llamadas, encerrado en la casa que me compré en plena montaña, a la espera de algún acontecimiento que me hiciera reaccionar y dejar de comportarme como un gilipollas. 

Lo cierto es que en aquel momento, sólo conocía a Eva desde hacía un mes y poco. Nos habíamos acostado apenas una decena de veces y de repente, en una de ellas, de manera inesperada y bastante improbable, se había quedado en estado. Mi asombro y también mi impresión de haber tenido muy mala suerte (a estas alturas, porqué no reconocerlo), me la jugaron y me impidieron pensar con claridad. Ahora sé que las circunstancias de entonces no justifican en absoluto mi reacción, mi pasividad ante el asunto. 


Me costó hacerme a la idea de que iba a ser padre con veintinueve años (una edad muy razonable para muchos varones, pero muy temprana para mí: un hombre irresponsable que arrastraba demasiadas adicciones y traumas). No obstante, a medida que se iba acercando el momento del parto, pude percibir el agradecimiento silencioso que me dedicaba Eva, en cada uno de sus abrazos, en su forma de cogerme la mano cuando la acompañaba a hacerse las ecografías. No éramos pareja, pero sí amigos, compañeros en aquel gran viaje que habíamos iniciado sin pretenderlo. 

El alumbramiento de Isabel nos unió como familia de manera definitiva. Eva permaneció en la sala de partos durante seis horas y sufrió varias complicaciones. Estuvo a punto de morir y de llevarse con ella a nuestra hija, pero los médicos las salvaron a ambas, finalizada la terrible agonía. El mejor regalo que jamás podría tener, ya me había sido otorgado. Tuve la sensación de que, a partir de ese instante, no podría permitirme más errores en mi vida, pues el cupo ya estaba completo. Mi mayor aspiración sería ser un padre y un amigo ejemplar. 

Isabel sonríe, pícara, y mi mira con timidez. Sé lo que va a hacer a continuación, la conozco bien. Acerca sus manos traviesas a los naipes que forman la base del castillo y los empuja lentamente, mientras disfruta de la destrucción que está provocando. Las cartas se desmoronan, una a una, como piezas de dominó, y la miro con esa cara de enfado fingido que suelo poner, pero que después transformo en una amplia sonrisa. Mi niña no soporta que le hagan cosquillas en los pies, así que la levanto rápidamente de su silla, la cojo en el aire y la tumbo en el sofá, para proceder a quitarle los calcetines. Ella empieza a gritar, con un gesto en el rostro que está a medio camino entre la histeria y la más absoluta diversión. Me abalanzo sobre ella y la colmó de besos, en la nuca, en el cuello, en los brazos, en sus suaves mejillas. No puedo ser más feliz; creo que ella tampoco.  

De repente, suena el teléfono, con ese sonido estridente que, muy a menudo, me pone nervioso. Bromeo con Isabel y le advierto que no podrá escaparse de mí con facilidad, a pesar de esa interrupción. Descuelgo. Es mi psiquiatra desde hace ocho años y al que fui a visitar la semana pasada, el doctor Ortega. << Samuel, ¿estás con tu hija?>> Le digo que sí, que está tumbada en el sofá muerta de la risa. << Llévala con su madre ahora mismo. He tenido conocimiento de otra persona que tiene tus mismos síntomas y que vive en Cambridge. El tema es preocupante, podrías herir a Isabel >>


2 comentarios:

  1. Noooo, y se queda así¿? La continuarás no¿? Intriga, curiosidad!!!! No nos dejes a medias!!!!!!

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  2. Si si, está pensado para que haya más partes, tranquila!!! Jajaja

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