jueves, 29 de noviembre de 2012

Pasiones sumergidas

Un rincón neuronal poco comunicado con el resto del cerebro. Aspiraciones vitales relegadas a un segundo plano, en ese recodo de la memoria, casi nada transitado. Un estímulo nacido del impulso de desear más, de querer mejorar, de no conformarse con lo que viene. Una chispa que enciende el mecanismo cerebral por el cual, los sueños de ayer podrían convertirse en las ilusiones de hoy y las satisfacciones de mañana. La felicidad no se gesta dentro de la buena suerte, sino en el interior del la perseverancia. 

Etapas transitorias de desesperanza, languidez, miedo, nervios, que nos paralizan y nos impiden continuar con los propósitos marcados. Cobardía que nos asalta en el instante menos oportuno de nuestro trayecto hasta un éxito, en ocasiones, improbable. Por naturaleza, ignoramos la posibilidad de afrontar riesgos, ante el temor de un fracaso que podría hundir nuestra autoestima. No obstante, la locura de zambullirse en unas aguas de profundidad desconocida nutre nuestra existencia de una adrenalina que ya no se puede controlar. 

Una vez dentro de la vorágine de buscar un porvenir feliz, es imposible desmontar los engranajes y retomar el estatismo anterior. Nunca hay que detenerse ante los obstáculos, porque librarse de ellos, a menudo nos coloca frente a una oportunidad mejor que las previas. No debemos atemorizarnos cuando nos topemos con la novedad y el desconocimiento. Algo maravilloso nos espera en el fondo del hueco subterráneo que esconde nuestros secretos. 

Errores que no pueden volver a repetirse. Objetivos profesionales por los que hay que pelear con uñas y dientes, cueste lo que cueste, aunque el tiempo y el entorno jueguen en contra, en una liga que no les corresponde. Mi sueño está más cerca de lo que jamás habría podido imaginar. En lo más profundo de mi corazón intuyo que puedo aproximarme a importantes metas, sonreír a la vida y a los demás. Apuesto la cantidad más alta a que lo que uno desea se puede cumplir. La clave es creer en uno mismo. Ahora y en todo momento. 


miércoles, 28 de noviembre de 2012

Meningitis

Se trata de una inflamación de las meninges, que son unas membranas que recubren el cerebro y la médula espinal. Su causa puede ser alguna enfermedad, la ingestión de determinados medicamentos o la aparición de virus o bacterias. Se puede distinguir la meningitis viral y la bacteriana. La primera, también conocida como meningitis aséptica, es frecuente (hasta en un 80% de los casos) y de menor gravedad, con síntomas parecidos a los de la gripe, por lo que en ocasiones, es difícil de descubrir. En cambio, la segunda es poco habitual (se da en un 15% de los casos) y puede provocar la muerte si no se detecta y se trata a tiempo. 

Muchos de los virus o bacterias que generan la meningitis son muy comunes y se les vincula con enfermedades bastante habituales; aquellos que infectan el aparato gastrointestinal y urinario y las vías respiratorias pueden extenderse (por medio del líquido cefalorraquídeo) hasta las meninges, utilizando la sangre como elemento conductor. Asimismo, una infección local grave (como otitis o sinusitis) o un fuerte traumatismo craneal pueden hacer que una bacteria alcance las meninges. 

La infección se extiende con facilidad en lugares estrechos, como pueden ser hospitales o centros educativos. Si se diagnostica pronto, la curación es completa. Es fundamental poner las vacunas establecidas y acudir al médico en cuanto se sospeche de su presencia. Algunos de los síntomas que conviene observar son fiebre, dolor de cabeza, irritabilidad, sensibilidad a la luz (denominada fotofobia), convulsiones, erupciones en la piel, cuello rígido y una disminución de la conciencia (estado de letargo). Los primeros indicios pueden aparecer con rapidez o varios días después de que se manifiesten otras características de la infección, como vómitos o diarrea. 


En el caso de los lactantes, a veces no existen síntomas, aunque pueden presentar un llano agudo, un tono amarillento en la piel, una succión débil al mamar o carencias alimenticias. En la mayor parte de los casos de meningitis viral, la curación se produce transcurridos entre siete y diez días desde que comenzó. 

Para establecer el diagnóstico, se realizarán pruebas de laboratorio y una punción lumbar para extraer líquido cefalorraquídeo, para que sea analizado y poder determinar si la infección se ha producido por un virus o por una bacteria. A veces, es necesaria la hospitalización, sobre todo, en los casos más graves. La terapia a seguir consiste en reposo, un tratamiento con medicamentos y beber mucho líquido. 

Si se sospecha de su presencia o se padece meningitis bacteriana, se aplicarán antibióticos por vía intravenosa cuanto antes. La meningitis bacteriana puede generar ciertas complicaciones, como baja presión arterial, estado de shock, problemas de audición, falta de oxígeno y dificultades respiratorias, convulsiones, carencias en el aprendizaje o deficiencias neurológicas. 

Esta infección, sea del tipo que sea, se contagia por el aire o por el contacto directo con pequeñas gotas de fluido de la garganta o de la nariz de una persona infectada. El hecho de compartir utensilios de cocina o comida también puede causar el contagio. Lo habitual es que la infección se transmita entre personas muy próximas, como aquellas que viven juntas o tienen cierta intimidad. 

Los especialistas médicos recomiendan la aplicación de la vacuna (conocida como vacuna antimeningocócica tetravalente o MCV4) a los niños de once años, con una dosis de refuerzo a los dieciséis años. También, una buena higiene puede prevenir la enfermedad. Si se sabe que existe un contacto directo con alguien que padece meningitis, conviene consultar con el médico si se puede tomar algún medicamento como medida de prevención. 


sábado, 24 de noviembre de 2012

El misterioso músico

Compartía piso con dos inocentes jóvenes, mis dos amigas del alma, que parecían haberse escapado de un centro de clausura, aunque yo las quería igual. Gemma era el colmo del recato y la elegancia, no salía de casa jamás sin su cabello perfectamente liso y peinado, su bolso de marca acorde con su indumentaria y con su estado de ánimo, y su ropa interior conjuntada, de un color distinto en función del día (los sábados tocaba el rojo, por si recibía una visita inesperada). Su esmero por estar siempre impecable contrastaba con su repulsión generalizada hacia los hombres. No soportaba que la tocaran, aunque sólo fuese para saludarla; los datos que tenía sobre ellos eran demasiado negativos. Por ello, aún conservaba su virginidad, recién cumplidos los treinta, aunque este secreto sólo lo conocíamos un selecto e íntimo grupo de personas.

Sonia, por su parte, vivía en una especie de mundo paralelo, en el que los hombres perfectos aparecen frente a tu puerta sin que tengas que salir a buscarlos. Creía en el príncipe azul más que cualquier princesa de cuento y se pasaba los días suspirando por los tipos que aparecían por televisión sin camiseta (por supuesto, entre ellos se incluía Mario Casas). Con veintidós años, costaba creer que ya fuese una prometedora publicista y en cambio, se mantuviese virgen. Ni siquiera mis intentos por emborracharla en las fiestas que hacíamos en casa, servían para que acabase en la cama de alguien, aunque fuese por equivocación. Ella seguía fiel a su romanticismo. 

Sobra decir que yo era la frívola oficial del piso. Ellas consideraban que el hecho de que me acostase con quien me apetecía en cada momento y no le diese vueltas al asunto, me convertía en una mujer sin escrúpulos ni sentimiento alguno. Hasta que no tuvimos problemas serios para pagar el alquiler entre las tres y nos dimos cuenta de que necesitábamos a alguien más para compartir gastos, no fuimos conscientes de que podíamos tener cosas en común. En el mismo momento en que decidimos elegir a Santi como compañero de piso de entre más de veinte posibles candidatos, nuestros gustos se hicieron tan similares que causaban estupefacción. 

A Gemma no le gustó nada porque era heavy y vestía "en plan sucio", como ella misma lo definió. A Sonia le pareció que tenía mirada de pervertido, únicamente porque llevaba dos piercings en la ceja derecha y, a menudo, solía humedecerse los labios con la lengua (parecía una especie de tic nervioso o algo por el estilo). Y a mí, sencillamente, no me resultó atractivo a primera vista, no porque no fuese guapo (que lo era), sino porque su larga melena, que le llegaba casi a la altura de la cintura, me recordaba a la de una niña. Precisamente por todo eso, era el compañero de piso ideal, ya que ninguna llegaría a implicarse emocionalmente con él y por tanto, no habría complicaciones en nuestra tranquila convivencia. 


Sin embargo, las tres estábamos equivocadas. Santi revolucionó nuestro despreocupado mundo. Durante el primer mes, le conocimos con cierta profundidad y descubrimos a un chico de veinticinco años sensible (a pesar de su apariencia), que tocaba la guitarra eléctrica y cantaba en un grupo heavy, que leía biografías de escritores contemporáneos y al que le encantaba cocinar (nunca habíamos comido tan bien en esa casa hasta que llegó él). Tardamos dos meses más en percatarnos de que era de ese tipo de hombres que te envuelve con sus palabras, que sabe qué decir con exactitud en cada momento, que te derrite con sólo mirarte, que te dejarías cortar un brazo si con ello pudieras conseguir que te besara. 

Y nos enamoramos de él. Las tres. Y comenzó la guerra, los malos gestos y los insultos a todas horas y con cualquier excusa. Santi se mantenía neutral, en el medio, soportando las acusaciones de unas y otras, las críticas feroces y los gritos descontrolados. Su estancia en el piso empezó a resultarle muy cuesta arriba y aunque intuía el motivo de aquel ambiente terrible, se le escapaban muchas cosas. Un día le vi en su habitación haciendo la maleta: el vaso de su paciencia se había llenado. Me acerqué, le miré a los ojos y rompí a llorar; llevaba meses aguantando mucha presión y nosotras le habíamos echado de su hogar. Se quedó muy desconcertado al verme así y me pidió que me sentara en el salón con él. Las chicas estaban fuera, de fin de semana. 

Entonces, mientras él intentaba secar mis lágrimas con sus dedos, me confesó que me amaba, pero que no era tonto y se había dado cuenta de que las tres queríamos estar con él. Santi sintió un flechazo nada más verme y enseguida supo que vivir conmigo iba a ser muy difícil. No obstante, pensó que nadie se metería en medio, que los sentimientos no serían tan brutales por parte de los cuatro. Por eso, había tomado la decisión de marcharse, de permitirme que conservara a mis amigas, que recuperara la relación que tenía con ellas antes de que él irrumpiera en nuestras vidas. Rompí a llorar con más fuerza aún y entonces, él comenzó a besarme apasionadamente, mientras mi desconcierto crecía por minutos. Embriagados por la intensidad de su confesión y excitados por lo imprevisto de aquellas caricias, acabamos en la misma cama. 

A la mañana siguiente, me desperté sola sobre el colchón y al dirigirme a la cocina, me encontré una nota escrita de su puño y letra, en la que me decía adiós, para siempre. A veces, como ahora, recuerdo aquello y siento dolor, pero también le agradezco que actuase así. Me enseñó mucho más del amor y de la amistad de lo que nadie podrá mostrarme nunca. Me transmitió una idea de suma importancia: amar a alguien significa desear su felicidad, aunque eso suponga tu desdicha. Gracias a él, hoy mis dos mejores amigas siguen siéndolo y puedo decir que un día alguien me amó de verdad. Tanto como para renunciar a mí. 


viernes, 23 de noviembre de 2012

En sus sueños

Tumbado en la cama mientras leía su novela favorita, un recuerdo fugaz pasó por su mente, lo que le hizo cerrar el volumen y colocarlo con cuidado sobre la mesita de noche. Se quitó las gafas de lectura y cogió la foto de su esposa que descansaba dentro del cajón superior. No la guardaba allí porque no quisiera verla, sino más bien porque ese sencillo gesto le causaba dolor, y ya le escocían los ojos de tanto llorar. Tan sólo hacía un mes que había muerto, sumiéndole en la más profunda oscuridad y en el más denso vacío. 

Su recuerdo se remontaba a cincuenta años atrás, ambos con treinta y dos años y una vitalidad única. Teresa se hacía de rogar. Era la menor de seis hermanos varones y estaba protegida en exceso por todos ellos. Ricardo la pretendía desde hacía un año, puesto que se había enamorado de ella en cuanto la vio en la iglesia del pueblo, durante la misa de aquel domingo nublado. Él era el único hijo de un matrimonio de agricultores y, en su caso, no estaba demasiado mal visto que, a su edad, aún no se hubiese casado. Para ella era diferente: los lugareños ya empezaban a referirse a su persona como la solterona del pastor, además de por su estado civil, porque su padre se dedicaba a cuidar un rebaño de ovejas. 

Aquel día, después de largos meses de insistencia silenciosa, la suerte estuvo de parte de Ricardo.  Mientras se dirigía a la tienda de ultramarinos, coincidió por casualidad con aquella bonita mujer de ojos claros y cabello ondulado. Por primera vez desde que la conocía, caminaba sola por la calle. Cargaba con un montón de bolsas y además, llevaba un carro de la compra lleno hasta arriba. Le costaba trabajo dar dos pasos seguidos con tanto peso y él, de inmediato, se ofreció a ayudarla con la mercancía. Pasearon en silencio el tramo que les separaba de la casa de Teresa, hasta que él se detuvo de repente y la condujo de la mano hacia el interior de una calle estrecha, por la cual apenas pasaba gente. 


Ella le miró con ojos asustados, con nerviosismo, pues en el fondo, no estaba segura de sus auténticas intenciones. Ricardo se saltó todos los códigos morales de la época y sin mediar palabra, le dio un tierno y cálido abrazo, rodeándola con sus bastos brazos, muy trabajados por sus jornadas en el campo. Teresa se dejó hacer, ya que aquello le había sorprendido gratamente. Él se separó un poco y le dedicó una mirada embobada, mientras le apartaba un mechón de pelo que se le había deslizado sobre el pómulo izquierdo. Años después, ella le confesaría con cierta timidez que fue ese gesto concreto el que la enamoró y la permitió entregarse a él. Acto seguido, Ricardo reunió el valor suficiente para acercar sus labios a su deliciosa boca y le emocionó comprobar que ella no se apartaba; más bien, también le estaba besando, aunque sin abandonar del todo sus particulares miedos. Si alguien les hubiese descubierto en ese íntimo y maravilloso momento, el escándalo habría recorrido todo el pueblo. Afortunadamente, aquello sólo les perteneció a los dos, para siempre. 

Una semana más tarde y, sin que Teresa lo hubiese sospechado, Ricardo se presentó con su mejor traje de chaqueta en la puerta de la casa de su padre. Su objetivo era muy claro: quería pedirle su mano. El buen hombre, al comprobar sus buenas intenciones y lo que aquel joven amaba a su hija, aceptó la petición sin reservas. Teresa no podía ser más feliz y cuando todos les dejaron solos, no pararon de besarse y abrazarse, con una ilusión que les encendía el rostro. La boda tuvo lugar al mes siguiente y sus tres hijos (dos chicas y un chico) vinieron al mundo en los tres años posteriores. 

Ahora recordaba todo aquello y no podía evitar que las lágrimas rodaran por sus mejillas, como una pequeña cascada que bajaba por la roca de una montaña. La enfermedad había vencido a Teresa, aunque le quedaba el consuelo de haberla amado intensamente durante toda su vida. Sabía que se habían hecho felices el uno al otro, que las discusiones del día a día sólo habían sido tonterías, que habían disfrutado juntos de cada novedad de su existencia (el nacimiento de un hijo, la llegada al mundo de un nieto, los viajes para descubrir el mar, las cenas ocasionales fuera de casa). Y desde que ella se había marchado, todas las noches aparecía en sus sueños en cuanto se dormía. 

Hoy no podía ser distinto. Con su memoria en plena actividad, acabó dormido, medio destapado a pesar del frío que hacía ahí fuera. Y en sus sueños, volvió a aparecer Teresa. De nuevo, era joven, como cuando la besó por primera vez. Llevaba un camisón hasta los tobillos, blanco perla, y el cabello alborotado. Estaba junto a él, acababan de jugar a lanzarse cojines sobre el sofá de su modesta casa: en los primeros meses de matrimonio, esa fue su forma de diversión. Por eso, tenía el cabello revuelto. Aquellos ajetreados encuentros siempre terminaban con ellos haciendo el amor en cualquier parte de la casa, incluso cuando ella ya estuvo embarazada. 

Aquella visión onírica era tremendamente real. De repente, Teresa se sentó junto a él, que aparecía tal y como se encontraba en realidad: dormido sobre su cama, respirando con suavidad. Una Teresa de treinta y dos años acariciaba, con delicadeza y amor, el rostro de aquel Ricardo de más de ochenta. Se aproximó más a él y, en susurros lentos y apenas imperceptibles, le dijo: "ven conmigo, cariño. Seremos jóvenes de nuevo si permaneces aquí, a mi lado. Mi vida contigo ha sido como un sueño y qué mejor manera de acabarla que en uno de ellos. Nunca te agradeceré lo suficiente que tomaras la iniciativa aquel día en esa estrecha calle. Me convertiste en una mujer feliz.". 

Su corazón dormido se rindió frente a aquella confesión y se detuvo para siempre, con el único fin de poder reunirse junto a su esposa en el mundo de los sueños. Cuando sus hijos se enteraron de su final, días más tarde, le encontraron sobre el colchón, con el rostro relajado y la foto de Teresa apretada contra su pecho. 


jueves, 22 de noviembre de 2012

¡Qué bien viviríamos así!

En mi mundo ideal, un lugar de una lejanía inquietante, los vehículos no se alimentarían de combustible, sino de aire. Así, se acabarían las situaciones incómodas en mitad de la autovía, al quedarnos tirados por no haber llegado cinco minutos antes a la gasolinera más próxima. 
Bastaría con que el aire ambiental fuese absorbido por un diminuto orificio, situado en el techo del vehículo, junto a la antena que capta la señal de radio. Por supuesto, esto sería gratuito y garantizaría suministros de por vida, además de permitirnos escapar de los abusos de las petroleras. Sobra decir que las pistas de peaje dejarían de existir, por lo ridículo de su presencia.  Mantener un coche sería bastante más barato y mucho menos contaminante. 


Un gobierno perfecto no permitiría que las matemáticas dejasen de tener sentido al adquirir una vivienda. Desde pequeños, en el colegio, nos enseñaron la importancia de las proporciones y de las fracciones y que, por ejemplo, dos cuartos significa la mitad del total. Pues bien, si una familia lleva quince años pagando una hipoteca cuya duración es de veinte años y de repente, no pueden pagar, en mi sociedad utópica, el poder les proporcionaría de inmediato una vivienda alternativa, cuyo precio sería el proporcional al que ya llevan pagado, es decir, las tres cuartas partes del total. No tendrían que seguir pagando (puesto que ya pagaron lo que corresponde) y tendrían el hogar que se merecen. 

Mi país soñado tendría sólo tres gobernantes: el presidente de la nación, un asesor económico y financiero y un ministro que se encargase de todos los ministerios. Sus elevados sueldos se mantendrían, al estar más justificados por la cantidad de tareas que tendrían que llevan a cabo. Por fin, podríamos considerarles trabajadores y, en caso de que alguno de ellos no desempeñara sus funciones correctamente, sería despedido al momento y sin contemplaciones (tal y como nos ocurre a los empleados de a pie), y sustituido por alguien más competente. La Familia Real desaparecería del mapa y se marcharía a países como Mónaco, donde el despilfarro está bien visto e incomprensiblemente aceptado. 

En mis fantasías más oscuras, Hacienda nunca metería las narices donde no debe. España se sostendría, únicamente, con el esfuerzo de pagar impuestos. Quitando a los tres integrantes del Gobierno, todos cobraríamos el mismo salario, una cantidad estándar que nos hiciera felices y nos diera la oportunidad de sentirnos motivados en nuestros puestos. Hablo de dos mil euros mensuales, para que los que ganan setecientos sean capaces de tener una vida digna y los que arrebatan al Estado más de diez mil, entiendan que tal insulto hacia los demás no puede consentirse ni sostenerse. Todos perteneceríamos a la clase media, no habría ni ricos ni pobres, las desigualdades sociales desaparecerían, no habría mendigos en las calles y todos estaríamos satisfechos con nuestras vidas. Con ese reparto de la riqueza, el desempleo se convertiría en un mal recuerdo. 

Cada uno tendría derecho a administrar su dinero como quisiera y a comprar lo que considerara oportuno. La libertad, en todos los sentidos, estaría más establecida que nunca. El papeleo de los juzgados de todo el país sería puesto al día mediante la contratación de suficientes funcionarios y se agilizarían los juicios para que los culpables cumplieran sus condenas cuanto antes. Los okupas de centros abandonados y viviendas particulares serían desalojados en un plazo máximo de 48 horas desde que fuesen descubiertos, al igual que los inquilinos que no pagasen el alquiler. En definitiva, los tiempos de espera absurdos se reducirían casi por completo. 

La Sanidad sería sólo pública y las esperas dejarían de existir, al aumentar la plantilla de profesionales en cada centro. Las clínicas privadas repartirían sus especialistas por los hospitales e instituciones del Estado, lo que aseguraría una medicina de mayor calidad, al no existir diferencias por cuestiones económicas. Los turnos se reducirían y las guardias se repartirían entre más personas, con el objetivo de reducir los riesgos provocados por la falta de descanso de los médicos. Los diagnósticos anticipados disminuirían la mortalidad por enfermedad y la tranquilidad de los ciudadanos sería mayor. 



La calidad de vida y el Estado de bienestar estarían garantizados. La incertidumbre y el miedo por perder el trabajo o la vivienda ya no existirían al ofrecerse la oportunidad de un sueldo estable y estándar. Al vivir todos en las mismas condiciones y con los mismos recursos, ninguna empresa se vería al borde de la quiebra, pues sus ventas y su nivel de clientela estarían asegurados. El precio de los inmuebles y de los automóviles sería idéntico dentro de su misma categoría, lo que quiere decir, por ejemplo, que todos los apartamentos de tres habitaciones situados en una ciudad costera, valdrían lo mismo, fuera cual fuese la localidad precisa. 

La felicidad casi dependería sólo de nosotros mismos, pues los aspectos "prácticos" estarían resueltos. Soñar es un ejercicio que enriquece nuestros pensamientos con la fuerza de la esperanza. Y de las pocas cosas gratuitas del presente. 


miércoles, 21 de noviembre de 2012

La infidelidad natural

Según los últimos datos sobre el tema, los hombres y las mujeres somos infieles por igual. Hace unos años, los hombres nos ganaban por goleada en el inmoral acto de poner los cuernos, por culpa de la extendida idea de que ellos "tienen necesidades". ¡Como si nosotras no las tuviéramos! Éramos (y todavía somos) muy machistas, pues los cuernos masculinos se perdonaban e incluso, se aceptaban como algo inherente a su naturaleza "dominante". Hoy el cuento ha cambiado, aunque las primeras féminas infieles eran castigadas con fulminantes miradas de desaprobación, al tratarse de un hecho poco habitual y, para algunos, incomprensible. 

Ideas sexistas aparte, cabe preguntarse por qué se comete una infidelidad. Ya el simple hecho de emplear la palabra "cometer" para referirse a ello, nos indica que el propio lenguaje lo engloba dentro de la categoría de delito. Y lo cierto es que nos escondemos de los demás para no ser descubiertos; si estuviera bien, no habría de qué preocuparse. No obstante, sabemos que es algo feo, vergonzoso, un acto de debilidad y de cobardía (algunos recurren a los cuernos para huir de sus problemas personales). Pero eso no impide que suceda una y otra vez. 


Podemos distinguir dos tipos de personas infieles: las ocasionales y las reincidentes. Las primeras engañan a sus parejas puntualmente, como consecuencia de un calentón sexual irrefrenable (ya sea un impulso o un acto meditado días atrás) o una necesidad temporal; pero no vuelven a repetir, porque se arrepienten. En cambio, la gente reincidente actúa sin pensar en absoluto en las consecuencias, sólo les mueven sus instintos y visitan casas ajenas sin realizar ningún tipo de discriminación: cualquier hombre o mujer atractivos se convierten en amantes potenciales, varias veces. 

Las féminas siempre hemos sido más emocionales que ellos. Cuando un hombre se nos pone por delante, nuestro cerebro lo compara de forma inconsciente con nuestra pareja, destaca los atributos de ambos, el tipo de comunicación que mantenemos con cada uno y, en ocasiones, la balanza se inclina por el nuevo amigo. No obstante, antes de plantearse la posibilidad de unos cuernos, la mujer es infiel de pensamiento y entra en reflexiones que confunden sus sentimientos por completo. Entra en una espiral de querer y no poder o de querer y no deber, pero cuando se da cuenta de que su vida será más rica si se arriesga, no hay punto de retorno. 

Los motivos para estar con otra persona son completamente opuestos en ellos y en nosotras. Nosotras buscamos comprensión, cariño, comunicación, expresividad y que nos hagan reír, pero todo eso, con la rutina y las preocupaciones diarias, tiende a pasar a un segundo plano en el seno de cualquier pareja. Y ahí es cuando aparece el chico nuevo, esa personalidad distinta que tanto contrasta con la de nuestro novio (siempre contrasta demasiado), esa novedad que nos permite flotar sobre una nube imaginaria pensando en otras sensaciones y otros estímulos emocionales. Y a las pocas semanas (con suerte, meses) acabamos en la cama del nuevo. Con una culpabilidad posterior, que no tiene parangón y que perdura en el tiempo. 

Sin embargo, los hombres funcionan de otra manera. Ellos son mucho más sencillos que todo eso. Si conocen a alguien que les atrae físicamente y que les muestra interés sexual durante semanas, terminan por caer rendidos a sus pies, aunque la mujer que les espere en casa tenga mayor cociente intelectual que su amante. Son más primarios, les motiva más el tema físico (a nosotras también, pero va en equilibrio con otros aspectos) y no suelen sentir remordimientos (lo máximo que hacen es regalar flores o bombones a sus parejas para mitigar su propia culpa; un tópico que genera sospecha). Otra cosa es que se enamoren de la nueva mujer con la que comparten sábanas, lo que les plantearía la posibilidad de abandonar su estable vida.  

La auténtica amenaza futura para el amor son los cuernos. Hoy en día, muy pocas parejas permanecen blindadas a la posibilidad de una infidelidad, ya sea por una de las partes o por ambas. Es fácil pensar que, antes de irse con otras personas, es mucho mejor romper la relación. No obstante, la falta de comunicación puede incitar la búsqueda fuera de aquello que extrañamos dentro, cuando sería mucho más productivo hablar de ello con el compañero de vida. El amor se mantiene fruto del trabajo constante, con el objetivo de conservar la emoción del principio, pero no todo el mundo es capaz de hacer ese pequeño esfuerzo. 


La existencia es prolongada y todos hemos tenido o tendremos las ganas de estar con otra persona que no sea nuestra pareja, al menos una vez en toda nuestra vida. Es una idea más natural de lo que pudiera parecer, porque los animales tienen varias parejas sexuales a la vez. Los seres humanos también somos animales (aunque racionales) y quienes defienden la infidelidad suelen sostener que la monogamia es una decisión que va en contra de la naturaleza. En ciertas culturas, no está mal visto que un hombre tenga varias esposas, aunque en la sociedad occidental no se contempla. 

No obstante, las personas tenemos sentimientos. Al poner los cuernos, no sólo debemos tener en cuenta nuestros propios deseos y placer sexual, sino también cómo se sentirá la persona engañada cuando se entere (si es que llega a enterarse). Hay gente realmente hipócrita, que se mantiene infiel durante largas temporadas, y que afirma seguir con su pareja por costumbre o comodidad. Otros tienen la poca vergüenza de sostener dos relaciones estables al mismo tiempo, incluso tres (es sobrecogedor su poco valor como personas). 

No disculpo, ni por asomo, a los infieles, pero debo considerar un aspecto que desencadena el engaño. Si una pareja no nos da lo que necesitamos, nuestro afán por tenerlo todo nos empuja a buscarlo en otra parte. Somos egoístas, es una triste verdad. Con frecuencia, pensamos antes en nosotros mismos y nuestros deseos, que en la persona que nos acompaña. Somos tan poco inteligentes, que caemos en la tentación que el demonio nos ofrece, antes de dialogar con la persona que amamos. Y pocos se salvan de cometer este error. 


Nos encanta lo prohibido, aquello que es, en apariencia, inaccesible. Al estar mal visto, nos atrae todavía más, porque nos provoca un morbo muy difícil de controlar. La curiosidad y la novedad son nuestras peores enemigas en circunstancias de confusión y de pérdida. Si estamos pasando una mala racha y aparece por la puerta un enorme y delicioso caramelo, es complicado decir que no. La dinámica de los mensajes furtivos enviados al móvil, las llamadas a escondidas y los encuentros clandestinos nos cargan de adrenalina y de diversión, aunque se trate de un arma de doble filo. 

Por último, hago referencia a mi persona y después de haberme dejado llevar por el pecado en una ocasión en mi vida, puedo afirmar con rotundidad que se pierde mucho más de lo que se gana. Nadie, en su sano juicio, debería anteponer los placeres carnales al amor, ya que los sentimientos están por encima de cualquier cosa. El peso de los cuernos persigue al reincidente hasta convertirle en un desgraciado. Quien engaña suele ser más inseguro e infeliz que el engañado. El que se mantiene fiel demuestra que la verdad sigue siendo el mejor trayecto hacia la dicha. 


martes, 20 de noviembre de 2012

Soy tímida

La timidez es un estado de ánimo que implica sentirse asustado frente a personas, situaciones o circunstancias más o menos nuevas. No es ninguna enfermedad y, en pequeñas dosis, puede resultar útil, ya que permite observar a la gente y el entorno que nos rodea, antes de dar el paso de integrarnos y comunicarnos. No obstante, es una pauta de comportamiento que limita, en cierto modo, el desarrollo social del individuo. Todos somos tímidos de vez en cuando y no es algo malo, siempre que no influya en negativo en nuestro día a día. 


En la niñez, la timidez es más habitual, ya que experimentamos cambios constantes en nuestra vida y no estamos preparados para enfrentarnos a ellos. Todo es novedoso y por tanto, nos asusta. Existe un tipo de timidez que desaparece en cuanto uno se adapta a la situación que la provoca. Por ejemplo, un niño puede mostrarse tímido las primeras veces que acude a entrenar con sus compañeros para jugar partidos de fútbol, pero pasado un tiempo, y al acostumbrarse a esa rutina, su timidez se irá. Eso no significa que haya dejado de tener miedo a las circunstancias nuevas, pero, al menos, esa costumbre concreta ya no le provocará ese estado. 

El problema surge cuando la timidez se convierte en algo mucho más grave, cuando impide tener una vida normal. Hay personas incapaces de salir a la calle por temor a encontrarse con aquello que les dificulta relacionarse con normalidad. Se convierten así en individuos introvertidos, que son felices dentro de su mundo interior y no necesitan ni desean el contacto con los demás. Los tímidos patológicos tienen serias complicaciones para enfrentarse a las obligaciones de su día a día, ya que casi todas las responsabilidades de la vida requieren una cierta relación con los demás. 


Hay cuatro teorías que explican este estado de ánimo:
- Teoría innatista: defiende que la timidez puede darse por la modificación cerebral que se produce al repetir una determinada actitud o comportamiento. Cuando este estado tiene lugar frente a un grupo, se conoce como miedo escénico. 

- Teoría de Zimbardo: el terapeuta Philip Zimbardo define la timidez como una sensación de incomodidad al creer que las relaciones con los demás van a traer consecuencias negativas. Puede tratarse de un "tímido privado", que tiene muchos problemas para relacionarse y adaptarse, o de un "tímido público", que a pesar de sus dificultades, consigue tener una vida social más o menos normal al ser capaz de controlar su temor. 

- Teoría de Goleman: en su libro, titulado Inteligencia Emocional, este psicólogo estadounidense sostiene que la timidez surge fruto de una probable disposición neuronal innata, aunque también aclara que la timidez nace, sobre todo, socialmente. 

- Teoría de Yagosesky: este escritor y orientador de conducta afirma que la timidez es una condición innata, cuyas características son ansiedad, estrés, interpretaciones equivocadas en las relaciones, inhibición expresiva e incomodidad. En los casos más extremos, también pueden producirse alteraciones psicosomáticas. 

Las personas tímidas suelen pensar demasiado en la impresión externa que causarán a su interlocutor. A veces, hablan lo justo para hacer notar su presencia, pero sin destacar dentro del grupo. Suelen creer que sus ideas u opiniones serán valoradas de forma negativa por sus acompañantes, aunque se trate de una creencia errónea. Pueden actuar de manera diferente en función del grupo dentro del cual se encuentren, ya sea por cuestiones de afinidad, ideas políticas o pensamientos sobre la vida cotidiana. 


Los casos más graves de timidez desembocan en fobia social. La mayoría de las personas sentimos incertidumbre, ansiedad e inseguridad cuando estamos a punto de conocer a gente nueva. No obstante, después de un rato de charla agradable con esos desconocidos, todo se normaliza y logramos sentirnos más o menos a gusto. Sin embargo, quien sufre fobia social tiene unos niveles mucho más elevados de ansiedad y ésta no desaparece, a pesar de la interacción. Además, suele tener palpitaciones, sudores, rubor, sequedad en la boca, falta de concentración y temblores musculares y en la voz, entre otros indicios físicos. 

Algunos individuos con fobia social suelen recurrir a las drogas o al alcohol para desinhibirse y facilitar sus relaciones con los demás, aunque no es una solución adecuada. Sentirse obligado a ser el centro de atención, ya sea por razones laborales (como es el caso de actores, vendedores, profesores) o académicas (exponer temas en público), no hace más que agravar el problema. 

Como es habitual en la mayoría de dificultades con matices psicológicos, la única manera de solucionar o hacer más llevadero el problema es acudir a la consulta de un experto en psicología. El profesional dará con el origen de la timidez y/o la fobia social y aplicará los mecanismos precisos para que el paciente aprenda a integrarse en la sociedad y controle sus miedos. Es fundamental que la persona tímida ponga de su parte y entienda que la interacción con los demás puede ser realmente satisfactoria.