sábado, 13 de octubre de 2012

Pesadilla

Andrea aparcó su pequeño utilitario a un lado del camino que marcaba el inicio de la ruta de senderismo. Finales de octubre, unos veinte grados de temperatura, ni una sola nube en el cielo. Se había calzado sus fuertes botas de montaña, que llevaban tres años guardadas en el fondo de su armario, y que sólo había usado unas seis veces, como mucho. Llevaba, además, su bastón de madera, objeto de burla por parte de sus amigos, más acostumbrados a la ciudad que al campo. En realidad, tan poco habituados a andar, como ella en esos momentos. En la mochila que sostenía en su espalda, portaba una cantimplora con agua, comida, calcetines de repuesto y un pequeño botiquín. El teléfono móvil no lo había olvidado, a pesar de que interfería en su tranquilo plan. No obstante, lo llevaba apagado.  

Permaneció inmóvil unos segundos, mientras observaba el paisaje que la rodeaba. La melancolía, los dulces recuerdos y las imágenes de un pasado agradable se asomaron por su mente sin avisar. No comprendía porqué no había luchado más por continuar con aquella afición que tanto le había llenado el corazón. Una costumbre más apasionante y enriquecedora que cualquier otra aventura en la que se le hubiese ocurrido embarcarse. Y en ese instante, en esa etapa de crisis personal, había decidido apartarse de su mundo civilizado y rutinario, y dirigirse hasta allí, sola. 

Sabía que nadie más la habría seguido y, de todos modos, sólo se necesitaba a sí misma. Deseaba caminar durante horas hasta que sus piernas empezaran a indicarle con ese hormigueo tan característico que podía sentirse satisfecha, que después de aquello todo estaría bien: sus sentimientos, su sentido común, su cuerpo y su espíritu. Cada porción de ella, en armonía con las demás. Era consciente del tiempo que llevaba sin entrenarse en concreto para esa actividad y de que, en principio, resultaría un ejercicio un poco duro. Sin embargo, no tenía miedo de no dar la talla delante de sí misma; simplemente, quería demostrarse que podía hacerlo, que tenía las agallas de volver al punto de encuentro. 

Después de algo más de dos horas de caminata, alcanzó la cumbre, casi por los pelos. Sus fuerzas ya habían empezado a flaquear y sintió pena al comprobar que su forma física era todavía más baja de lo que había esperado. A pesar de eso, por fin estaba allí, en aquella cima que ahora cubría su alma de dolor y bañaba sus ojos en lágrimas. Muchos la habrían definido como masoquista, por empeñarse en ver su sufrimiento de cerca, aunque para ella, era una prueba que requería demasiada voluntad. No todas las mujeres se atreverían a enfrentarse sin rodeos a ese lugar, precioso, espectacular, pero que ella sólo asociaba a la muerte de su novio de juventud. Durante esos cuatro años, había odiado con furia esos parajes, hasta que hacía unos meses se había dado cuenta de tal injusticia. La fatalidad se cebó con José y nadie tuvo la culpa de que tropezara con una piedra, al asomarse demasiado para ver el paisaje, y cayera a toda velocidad, barranco abajo. 



Iba solo. Andrea le había dejado mucho antes de aquel accidente, porque la relación no funcionaba, pero cuando murió, su corazón se quedó hueco. En realidad, nunca dejó de amarle, por muchos hombres con los que hubiese intentado compartir un futuro o establecer algún tipo de vínculo. Mientras José se adentraba en bosques cada vez más peligrosos, más densos y en condiciones climáticas más adversas, ella trataba de alejarse más de ese mundo, conforme pasaban los meses. Lo único que ansiaba era poner distancia de por medio, disponer de las suficientes tareas que llevar a cabo como para no pensar en él. Y llegó a lograrlo, hasta que se enteró de que José había dejado de existir. 

Se acercó con cuidado al punto del fatal desenlace y miró abajo. La caída era espantosa, más metros de los que cualquier cuerpo humano podría soportar sin romperse un montón de huesos por varios sitios distintos. Al imaginar aquello, tuvo que retroceder y girarse en dirección contraria. De repente, se quedó petrificada, con el estómago encogido, inmóvil, casi sin poder respirar. José estaba allí, frente a ella, a unos cuatro metros de distancia, y la miraba fijamente con una sonrisa ladeada. Ella no podía escucharle, pero era capaz de leer en sus labios que todo estaba bien, que él ya no sufría, que lamentaba no haberle demostrado cuánto la quería mientras estuvieron juntos. 



Andrea soltó un grito helado que rebotó en las paredes de la habitación. José, tumbado junto a ella en la cama, se despertó, confuso y sobresaltado. Ella estaba temblando, sudaba muchísimo y había empezado a llorar. Él la rodeó con sus brazos y empezó a darle pequeños besos en el hombro derecho, al mismo tiempo que intentaba calmarla. Aquel tiempo (más de tres años) que él había tardado en darse cuenta de que no podría amar a nadie más que a ella, había pasado factura a Andrea. Llevaban dos semanas viviendo juntos por fin y las pesadillas eran continuas: ella soñaba que él se marchaba de nuevo, de mil formas distintas. A veces, José pensaba si no habría sido perjudicial para ambos que hubiese decidido volver con ella, después de tanto tiempo, con tantas promesas y tantos planes de futuro que pensaba cumplir a rajatabla, si ella quería, claro. Estaba aterrado por la posibilidad de perderla y cada día, hacía lo imposible para que ella se sintiese feliz. 

Andrea, pasados unos minutos, se calmó y volvió a tumbarse en el colchón, mientras le abrazaba con fuerza. Esa segunda oportunidad les había mostrado a ambos el único camino para ser felices y que el amor auténtico supone una lucha continua, sin orgullo, sin rencores, sin miedos. 


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