viernes, 24 de agosto de 2012

Cosas de pueblo

Hace cinco días que abandoné la civilización, tal y como la conocemos. Dejé la gran ciudad, las aglomeraciones, el ritmo frenético diario, el estrés generalizado que controla este mundo, cada día más dominado por las máquinas. La paz que se respira en los pueblos no se puede comparar con casi nada, tan sólo con el bienestar que una siente cuando sale de un centro de belleza, de esos que te aplican chorros de agua fría y caliente por todo el cuerpo y en los que te dan un zumo de melocotón antes de marcharte. 

Plaza de Zarza Capilla (Badajoz)
Reconozco que las primeras veinticuatro horas fueron difíciles. Sentirme rodeada de ovejas, tierras cultivables, insectos, burros y gatos abandonados me causaba una sensación de vacío que me cuesta explicar. Me aburría demasiado, más de lo que había imaginado, y no sabía cómo poner fin a aquellos instantes de hastío. En condiciones normales, habría ocupado mi tiempo navegando por Internet a través de mi teléfono móvil, pero en aquellas tierras perdidas, no podía ni plantearme esa actividad. Menos mal que tenía lectura suficiente. 

La conexión a la Red era precaria; de vergüenza ajena. En pleno siglo XXI y con semejantes dificultades para acceder a una triste página web o para consultar el correo electrónico. Tal era mi frustración, que en ocasiones, me daban ganas de tirar el móvil al huerto y que los bichos rurales lo destrozaran a su antojo. Una no es consciente de las comodidades tecnológicas de las que dispone hasta que llega a un lugar sin apenas cobertura ni cables suficientes que faciliten la comunicación a distancia con el resto de la sociedad. De repente, te conviertes en alguien insignificante, escondido en un pueblo recóndito, sin amigos ni familia con la que relacionarte (que vuelvan a popularizarse las cartas, por favor). 

Era muy triste observar cómo mi primo y yo buscábamos rincones específicos de la casa o sus inmediaciones para recibir por Whatsapp las respuestas de amigos y familiares a preguntas que habían sido formuladas hacía, por lo menos, cuatro horas. Una pequeña señal en la pantalla nos suponía todo un fenómeno de la tecnología moderna, dada su brevedad. 

Zarza Capilla La vieja
Es curioso que en los pueblos todo se intensifica. Somos más conscientes del tiempo y de su valor. Nadie se plantea hacer absolutamente nada desde las tres hasta las seis de la tarde porque son las horas sagradas de la siesta. Los dos primeros días me sentí afortunada por tener algo que hacer: menos mal que echan las reposiciones de La que se avecina. Después, al cuarto día, a pesar de haber dormido una barbaridad durante la noche, caí rendida en la cama en cuanto me comí una perruna como postre al mediodía. Sería por el azúcar o por el aburrimiento; lo ignoro. 

Aburrirse lejos de donde uno vive no está tan mal. Es una inactividad distinta, es como no llegar a cansarse de no hacer nada del todo, porque la novedad de esos parajes convierte el disgusto en una media sonrisa. Bichos que habitualmente me habían pasado desapercibidos, en esos días se transformaron en seres repugnantes, cuya única presencia casi me provocaba arcadas. Nunca había sentido tanto asco al percatarme de que multitud de hormigas se adueñaban de mi pie y empezaban a ascender por una de mis piernas. Es lo que acontece cuando se pisa un hormiguero, en mitad de un huerto, en pijama y con chanclas. Qué ocurrencias. 

Y eso por no mencionar la cantidad de picaduras que decoraron mi piel. Es lógico pensar que si está puesta la mosquitera en la ventana, es complicado que entren insectos. No obstante, la cosa se complica cuando los bichos son microscópicos, imperceptibles para el ojo humano. Unos seres diminutos que generaban picores muy molestos y enormes ronchones dignos de arañas de patas largas y cuerpos peludos. Una incoherencia entre el tamaño del bicho y las consecuencias de la picadura. 

Iglesia San Bartolomé, Zarza Capilla
Dejando aparte las avispas, abejas y tábanos que también habitan allí, el cementerio de mi pueblo es, para mí, un rincón especial. Mi abuela y mi tío abuelo están enterrados allí, y al tratarse de un espacio pequeño, bastante más reducido de los que hay en las grandes ciudades, genera una intimidad genuina. A eso hay que añadir las historias que todo el mundo conoce acerca de los muertos que allí descansan. Las causas de fallecimientos injustos o prematuros se mezclan con suposiciones que se acercan más o menos a la verdad. Es información en estado puro que alimenta mi vena periodística. 

En los pueblos, todo está próximo. Abandonas tu casa y de inmediato, te encuentras en la calle. En verano, sales con tu silla a tomar el aire y nadie te mira raro; si pruebas a hacerlo en la ciudad, en algún parque, eso es otro cantar. Allí, todos los vecinos se saludan e, incluso, si no te conocen, se paran para dispararte todo tipo de preguntas más o menos indiscretas. En la ciudad, aquel que vaya por ahí saludando a diestro y siniestro será tomado por un loco. 

No existen ni puertas ni ventanas. Todo el mundo se asoma a cotillear e incluso entran en casa, movidos por una curiosidad que no pueden controlar. La mayoría de sus habitantes son ancianos con grandes anécdotas que difundir y que se llevarán a la tumba un pedazo de la historia rural. 

Para finalizar, no puedo callarme que lo que peor he llevado este año ha sido descubrir que quien tenía la churrería oficial en mi pueblo, ahora es el alcalde y ya no hace churros. No hay derecho, hombre.  


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