lunes, 13 de agosto de 2012

La cajera en su caja

La característica que nos diferencia con más claridad de los animales es nuestra capacidad para comunicarnos con los demás por medio de un lenguaje que no sólo se compone de palabras, sino también de sentimientos, sensaciones y matices de todo tipo. Desde el lugar privilegiado que me proporciona mi pequeño habitáculo laboral de apenas un metro cuadrado, observo con detenimiento la actitud del ser humano cuando acude a hacer la compra. 

Las largas horas de aburrimiento por la falta de clientes en verano me provocan un estado somnoliento del que me suele resultar complicado salir. No obstante, la mayor parte del tiempo me fijo en el comportamiento humano e incluso, a veces, aprendo de lo que veo. Mi conducta habitual a la hora de ir a comprar a un supermercado es la de tener todo preparado cuando voy a pagar: dinero, tarjeta, bolsas y, sobre todo, rapidez de movimientos. Sin embargo, la inmensa mayoría de miembros de la raza humana actúa de un modo muy diferente.

Pierden las tarjetas o el documento de identificación, se atreven a extraviar veinte euros (se dice pronto), se dejan las bolsas en el coche o en casa (¿vienes a comprar y lo haces sin bolsas?) u olvidan pesar los productos de frutería. Otros hasta se marchan sin llevarse la tabla de planchar que acaban de adquirir y que ya han pagado (¡como si fuera pequeña!). Algunos, no obstante, sorprenden por su precisión a la hora de calcular el precio total de la compra (incluso si sale menos de lo que ellos han estimado, puedes llevarte una buena reprimenda, aún sin tener ninguna culpa; lo he comprobado visualmente). Tardan demasiado en guardar lo que se llevan, con el consiguiente embotellamiento y confusión mental que se produce cuando aparecen nuevos clientes. 

El trabajo de una cajera es sencillo, pero afecta al cerebro. Hay que lidiar con una media de doscientas personas diarias, con sus manías, sus personalidades, sus costumbres, sus malos modos o sus gestos despreciativos. Afortunadamente, los individuos realmente desagradables apenas suponen un 2% del conjunto de clientes. Algunos, de entrada, ni siquiera saludan, emiten sonidos extraños e incomprensibles o esperan que la cuenta se pague sola. Muchos consideran que los precios erróneos los pongo yo para complicarles la existencia.

En un hipermercado cualquiera existen dos tipos de personas: las que llevan gafas de sol en el interior del establecimiento y las que no las llevan. El primer grupo despierta mi más profunda desconfianza, ya que una persona que te habla con una funda oscura cubriendo sus ojos (en un lugar donde no hace sol) no parece muy de fiar. Ocultar la mirada indica, a mi juicio, que algo no va bien o que se esconde alguna mentira. No me agrada mirar a unas gafas cuando lo que quiero ver es transparencia. 

Si entramos en el terreno de la vulgaridad, diré que unos pocos no respetan que alguien esté trabajando y, por consiguiente, no tenga ganas de bromas de mal gusto o de preguntas fuera de lugar. Tipos que quieren saber qué haré al salir del trabajo, que afirman que me van a esperar y que les apunte el teléfono en el ticket de compra. Jóvenes que me invitan a fiestas después de haber pasado por el escáner quince botellas de alcohol. Hombres que me preguntan si tengo novio, que se refieren a mi persona como "cariño" (como si tuviéramos tal confianza como para llegar a ese extremo), o que responden a mi "gracias" con la desagradable frase "las que tú tienes". Si eso es humor, estamos perdidos. 

Lo peor de los puestos de atención al público es que siempre tienes que mostrar una sonrisa y una amabilidad impecables, aunque no tengas ni puñeteras ganas. Incluso tienes que actuar como una estúpida sumisa en aquellos casos en los que te percatas, claramente, de que el cliente se cree muy por encima de ti, que eres una simple cajera de tres al cuarto. Se trata de personas altivas que viven en el mundo de las apariencias y que no pierden la oportunidad de dejar constancia de que estás por debajo de su nivel. A veces no dicen nada, sino que basta con sus gestos y su comportamiento para reconocerles. 

Lo único que compensa tanta tontería e inmadurez es la seguridad del trabajo bien hecho. Si uno tiene claro que ha desempeñado sus funciones como le exige su cargo, puede estar tranquilo. La gente maleducada e insolente siempre va a estar. Y el sueño que entra después de comer, también. 


2 comentarios:

  1. Como clienta y nunca cajera, puedo decir que da gusto llegar a pagar y dar con alguien que te sonría y te trate bien, y eso es de agradecer, ya que una comprende que después de quizá, unas horas de trabajo, la dicha cajera esté ya un poco cansada y harta de estupideces, así pues, hay que darle las gracias a las personas que aún cansadas y llenas de horas de trabajo no agradecido, te dediquen una sonrisa y buen trato. ;)

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  2. Totalmente de acuerdo contigo ali....la de tonterias que hay que aguantar en algunas ocasiones pero tambien hay gente muy maja (que suelen ser la mayoria) y te alegran el dia. Rachel tu es que eres un encanto si todo el mundo pensara como tu habria menos energumenos y pervertidos ....porque madre mia...a algunos es para darles una colleja...jajajajaa

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