jueves, 8 de noviembre de 2012

¡Lo que nos gusta comer!

Imaginaos una reunión social, de unas diez o quince personas, sin una mesa situada en el centro en torno a la cual puedan sentarse, sin ceniceros, sin vasos, sin platos, sin comida. Le faltaría algo. Deberíamos plantearnos porqué cada vez que pedimos una bebida en cualquier bar, nos sirven, por lo menos, un pequeño aperitivo. La razón es sencilla: una conversación, ya sea seria o más distendida, adquiere mayor significado si tenemos algo de comida que llevarnos a la boca en las pausas cruciales. Y, por supuesto, el local gana clientes con este simple detalle. A la vista está la soledad que albergan muchos bares ante la ausencia de tentempiés sobre sus mesas. 

Somos una sociedad que aprecia la buena comida, hasta el punto de convertir el acto de alimentarse en todo un acontecimiento ritual. Esta forma de vivir está determinada por el poder adquisitivo de cada uno y la riqueza del país en el que se viva (obviamente, las malas condiciones en muchos lugares de África impiden considerar la comida de otro modo que no sea más allá de la pura supervivencia). Una conducta extraña es la de las personas a las que no les gusta comer (aunque parezca increíble, existen) y que sólo lo hacen para seguir vivas. Enseguida se cansan de lo que tienen en el plato, ingieren los alimentos con desgana y podrían saltarse alguna de las comidas principales diarias sin ningún reparo. En otro nivel, están quienes se alimentan con prisas y de mala manera: en el coche, de pie, a pleno sol, mientras van andando de un lado para otro o incluso, mientras trabajan (una mano en el sándwich y otra en el teclado del ordenador). Convendría detenerse a pensar que alimentarse correctamente es vital, precisamente porque de ello depende la vida. 

Conozco a mucha gente que valora la comida tanto como yo. Les veo disfrutar con cada bocado, saborear deliciosas salsas y condimentos, deleitarse con nuevos sabores. El fracaso de las dietas tiene todo el significado en este mundo desarrollado, en el que podemos permitirnos casi cualquier capricho culinario. Los más sibaritas acuden a tiendas especializadas en alimentos gourmet y no dudan a la hora de invertir cien euros en el mejor vino de la tienda o veinte euros en una caja de galletas elaboradas con exquisitos ingredientes. Mi pasión por comer no llega a tales extremos, aunque sí reconozco que no me privo tanto en cuestiones gastronómicas, como sí suelo hacerlo en otra clase de productos. 


Sin embargo, últimamente he cogido la fea costumbre de dejarme comida en el plato, cuando hace tan sólo unos meses, ni se me pasaba por la cabeza. A pesar de que estuviese a punto de reventar, el plato me quedaba completamente limpio, más que por ganas de terminarlo, por solidaridad con todas esas personas que se encuentran en el lado más desfavorecido del planeta. Hoy en día, me siento incapaz de acabar, porque tengo una fuerte tendencia a comer con los ojos y por tanto, suelo llenarme enseguida. La comida capta mi atención de manera muy intensa por medio de la vista: una hamburguesa cuyos componentes estén bien colocados y distribuidos a través del plato me enamora por completo, por no hablar de las pizzas o las ensaladas que parecen sacadas de una revista. De ahí mi afición por fotografiar los alimentos que me parecen, estéticamente, atractivos. 

Es por ello que, muchas veces, los dulces me atraen más visualmente que por la función que cumplen en el organismo (saciar la necesidad imperiosa de azúcar). Un trozo de tarta de frambuesa y queso bien presentado es lo más bonito que hay, igual que los muffins. Pocos dulces son tan bellos como un muffin con sus pepitas de chocolate o sus trozos de queso y arándanos, dispuesto en fila junto a otros iguales, dentro del escaparate de una cafetería o pastelería de cierto nivel. Porque a la hora de endulzarnos el paladar, no podemos conformarnos con ir a cualquier sitio. Diferencio dos tipos de pastelerías: las que elaboran "dulces secos" (galletas, bizcochos, pastas, barquillos) y las que preparan "dulces jugosos" (todo tipo de bollos recubiertos de chocolate, rellenos de crema o nata, o empapados en licor). Cuando se trata de dulces, descarto por completo la primera opción y me quedo, sin dudarlo, con la segunda. Dónde va a parar. 


Y es que, digan lo que digan algunos, comer es un verdadero placer. Los más exagerados lo comparan con el sexo, aunque considero que son satisfacciones muy diferentes. Es imposible ser capaz de sustituir una cosa por otra; ambas deben estar presentes en el día a día, en perfecto equilibrio. Por otra parte, y dejando a un lado el tema de que se trata de enfermedades graves con un alto componente psicológico, siempre he creído que quien ama la comida de verdad, es muy difícil que pueda caer en la anorexia o en la bulimia. La intención de perder los kilos de más se esfuma en cuanto nos ponen delante un buen manjar de elevado contenido calórico. Porque esa es otra cuestión: ¿qué es lo que más nos gusta? Todo aquello que engorda más. A uno le pueden gustar las ensaladas, pero nunca le apasionarán igual que un filete o un plato de pasta. A menudo, comemos como cerdos, para qué nos vamos a engañar. 



1 comentario:

  1. A mi que me encanta comer y me gusta cocinar, en el curro a penas me da tiempo a disfrutar del tupper. Y por lo menos ahora tenemos un comedor donde sentarnos, que mientras estuve de prácticas tenía que comer de pie.

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