Título: Todos los días de mi vida
Director: Michael Sucsy
Género: drama romántico
País: EE.UU.
Año: 2012
Reparto: Rachel McAdams, Channing Tatum, Sam Neill
Antes de entrar a la sala de cine mis expectativas eran altas. Típica historia romántica, cargada de sentimientos y emoción, bañada en grandes dosis de dramatismo e interpretada por una de mis actrices favoritas (me enamoré de ella la primera vez que la vi en El diario de Noa) y en compañía de un actor que también me encandiló en su momento en Querido John.
No me cuesta nada reconocer y defiendo sin vergüenza alguna que me fascinan las películas de amor. Cuanto más intensas, apasionadas, desgarradoras y dolorosas, mejor. Porque el dolor reflejado en la pantalla nos descubre sufrimientos propios que creíamos ya enterrados. Y todos sabemos que, en el fondo, nos encanta rememorar nuestras propias penas porque de este modo parece que no nos sentimos tan solos. Es como si fuéramos conscientes de repente de que lo que uno ha sentido por amor, también lo ha padecido el de la butaca de al lado en mayor o menor medida.
Es por eso que fui tan convencida al cine. Me esperaba un argumento de los míos, con los que disfruto totalmente, a través de los cuales me olvido durante dos horas del resto del mundo y me dejo empapar por el romanticismo y la belleza del amor. El tema está basado en hechos reales y ciertamente, se ciñe a ellos de principio a fin.
Destaco, por supuesto, la interpretación de McAdams. Es una chica de tremenda expresividad, capaz de hacernos reír o llorar con un sencillo gesto. No puedo decir lo mismo de su compañero de reparto, Tatum, cuyo estatismo facial reduce en consideración las posibilidades de apreciar un verdadero sufrimiento por parte de su personaje, como cabría esperar. No obstante, debo reconocer que no lo hace mal del todo, pero le falta veracidad.
La primera media hora del filme es la novedad. No conocemos a los personajes y se nos hace una presentación positiva de ellos, destacando los aspectos más bonitos de la relación que mantienen. Todo casi idílico hasta el momento en que ella sufre el accidente y pierde la memoria. A partir de ese instante, la propia trama se complica y la atención del espectador empieza a decaer progresivamente.
Las dosis de amor proyectadas son excesivas. Vale que a uno le encanten las tartas de nata con almendras (a mí la primera), pero si las come durante quince días seguidos, termina por aborrecerlas. Aquí sucede lo mismo: tanto azúcar concentrado llegar a ser un pelín agotador, y se hace casi insoportable al final de la cinta. No obstante, la historia no se hace demasiado pesada, aunque la recomendaría más para una tarde de domingo en casa, en buena compañía y con un gran cuenco de palomitas sobre la mesa. Más que nada, para que nadie pueda arrepentirse por haber pagado para ver semejante final.
Echo en falta un realismo necesario en este tipo de películas. Ya nos gustaría a todos que el amor durase para siempre y que se mantuviese al mismo nivel con el paso de los años, los roces, las discusiones y los desgastes inevitables de la convivencia. Cierto es que no se trata de algo imposible, puesto que solemos maravillarnos cada vez que nos encontramos por la calle alguna pareja de ancianos cogidos de la mano dedicándose miradas cómplices. Si ellos lo han conseguido, ¿por qué no los demás? Y eso es precisamente lo que transmite el cine: el amor eterno, casi una utopía, poco real.
Por último, tengo que plantear varias preguntas que me asaltaron al salir de la sala de proyección: ¿podríamos volver a enamorarnos de la misma persona si la hubiésemos conocido en otro momento u otro lugar? ¿Y si hubiésemos perdido la memoria, como le ocurre a la protagonista? ¿Una pareja está destinada a permanecer unida en cualquier circunstancia? Creo disponer de las respuestas. Y confieso que no me agradan.
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