Desde siempre, nos han cautivado los sucesos paranormales. Telepatía, objetos que se mueven sin causa aparente, extrañas figuras o sombras que se reflejan en fotografías de mala calidad, psicofonías, apariciones fantasmales, presencias cuyo roce percibimos en nuestra piel. Tengo un amigo al que es imposible convencer de que todo esto pertenece al mundo espiritual; para él, cualquier cosa que ocurre tiene una explicación científica y lógica, terrenal. En cambio, quien escribe estas líneas pertenece al grupo de las personas fácilmente sugestionables.
El otro día leí un reportaje publicado en el número 199 de la revista de divulgación científica Quo, en el que se mostraban una serie de fotografías en las que aparecían supuestos fantasmas. No había ninguna cuya fiabilidad pudiera ser demostrada al cien por cien; en casi todas, los aparentes espíritus no eran más que contrastes de luz, efectos producidos por el flash de la cámara, superposición de negativos en las películas fotográficas antiguas o montajes de diverso tipo.
Existe un área del cerebro, situada en el lóbulo temporal, dedicada a identificar rostros. Esto explicaría la facilidad que tenemos los seres humanos para reconocer caras en fotografías, tostadas (donde dijeron que se aparecía la Virgen), paredes (las famosas caras de Bélmez) e incluso en un cielo nublado. Esta capacidad recibe el nombre de pareidolia.
Todo aquello que encontramos delante de nuestros ojos o que nuestro cerebro construye, aunque sabemos que no existe, nos causa incertidumbre e inquietud. No obstante, considero más cruel el miedo generado por lo que no vemos y tampoco podemos constatar si existe o no. Me refiero a edificios o lugares que, por los hechos sangrientos que han escondido en su interior, se han ganado la etiqueta de sitios malditos. Sus paredes pierden valor económico a medida que crece su leyenda, y la posibilidad de sufrir las mismas calamidades que antiguos inquilinos los hace casi inhabitables por motivos psicológicos. Allí no hay nada ni nadie, pero nuestra mente cree que es así.
En Madrid, es curioso el caso de la calle Antonio Grilo, ubicada entre la calle San Bernardo y la plaza de los Mostenses. Bien podría tratarse de una serie de demasiadas casualidades o de una maldición. A lo largo del siglo XX y en los últimos años, han tenido lugar tristes acontecimientos protagonizados por vecinos que han vivido en dicha calle. La maldición empezó en 1910, cuando un hombre de 47 años se tiró desde un quinto piso en un ataque de locura. A partir de ese año, varios vecinos fueron atropellados o asesinados (la mayoría de los asesinatos se produjeron en circunstancias extrañas y sin mediar palabra).
También destaco el suceso de 1933, en el que un vendaval en la Casa de Campo provocó la muerte de una vecina e hirió a otro, ambos por culpa de sendas ramas de árboles y el mismo día.
Sin embargo, el crimen más duro entre vecinos de esa calle tuvo lugar en 1963, cuando un sastre mató a su esposa y a sus cinco hijos y, a continuación, se suicidó pegándose un tiro.
Al leer esto, probablemente, algunos sentirán deseos de pasar por la que han llamado "la calle de los crímenes" para ver qué aspecto tiene y para descargar adrenalina (muchos comparan el miedo a lo paranormal o a lo desconocido con hacer puenting). Lo que es seguro es que pocos se quedarían a vivir allí. Por lo que pueda pasar.
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