domingo, 15 de julio de 2012

¡Qué falta de educación!


Parece mentira que hoy en día, con lo acostumbrados que estamos todos a vivir en sociedad, compartir inquietudes, miedos y frustraciones y tener que dialogar y llevar a cabo negociaciones con los demás, a algunos siempre se les olvide mostrarse educados con las personas que tienen a su alrededor. En ocasiones, es innato ser serio y desagradable: muchos individuos son realmente incapaces de regalar ni siquiera una tímida sonrisa. 

No soporto a los seres humanos que tratan a los desconocidos de malos modos, como si estuvieran hablando con animales. Es más, incluso creo que ese tipo de gente se comporta mejor con su mascota que con sus semejantes. Tengo la impresión de que son personas acomplejadas que envidian el éxito o la buena suerte de sus compañeros, amigos o conocidos, y la única manera de la que disponen para expresar su rabia es su antipatía general. 

No obstante, lo peor no es mostrarse desagradable, si no referirse al prójimo con desdén. Muchos parece que te perdonan la vida al considerar que estás situado en un escalón social inferior al suyo. Otros, sacan de quicio todo lo que uno hace o dice, y pierden los papeles al darse cuenta de que no pueden ganar la batalla dialéctica en unas condiciones que albergan buenos modales y educación. 

Me hace muchísima gracia la gente que, al defender su postura, se pone en evidencia por sí misma porque en su momento no aprendió a dirigirse a su interlocutor con respeto. El camino de los gritos, los insultos, las frases críticas construidas sin fundamento alguno y las descalificaciones personales está lleno de baches difíciles de sortear. El que entra en ese juego, normalmente no sabe cómo salir. La respuesta correcta debería ser una disculpa que, si se recibe a tiempo, puede enmendar el error. 

Sin embargo, el ser humano se ha convertido en alguien egoísta, al que no le importa lo que piensen o digan los demás, que vive en su mundo particular en el que tiene permitidas todas las licencias sin que nadie le ponga límites. Afortunadamente, aún existe un grupo de ciudadanos (digamos que un tercio de la población) cuyas palabras son exquisitas, amables, consideradas y que da pie a entablar sanas conversaciones. Soy de la opinión de que no cuesta nada mostrarse alegre, agradecido y educado si lo que buscamos es exactamente lo mismo. 

Hacer felices a los demás con nuestra actitud es la mejor recompensa.


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