jueves, 26 de julio de 2012

Temores cotidianos

Escondo mis miedos e inseguridades del día a día con facilidad. Me crezco ante las situaciones de nerviosismo o compromiso y las convierto en un reto que debo superar. No es sencillo: ya me costó en su momento volver a montar en bici después de diez años sin hacerlo. Puedo constatar, por tanto, que se olvida, siempre que el aprendizaje estuviera basado en prácticas casi inexistentes. Aprendí rápido y mal y enseguida lo abandoné. Suerte que no me preparo para la vuelta ciclista. 

Desde pequeña, siempre me ha dado miedo saltar cualquier tipo de verja, valla, muro de piedra o pared insalvable. Me tocó hacerlo por primera vez en la adolescencia cuando mi instituto cerró sus puertas por error, mientras me encontraba fuera haciendo cualquiera sabe qué. Llevaba por zapatos unas enormes plataformas ridículas, de esas que popularizaron las Spice Girls, con lo cual, la ardua tarea de saltar las rejas del centro se me hizo aún más complicada, si cabe. Llegué al otro lado de forma más o menos digna, pero con la sensación de que aquello no era lo mío. 

La raíz de mi problema radica en la falta de coordinación. No tengo ni puñetera idea de qué hacer con los pies cuando se trata de realizar algún baile o repetir una serie de pasos. Mi relación con los llamados steps de los gimnasios (esos escalones que se utilizan para llevar a cabo coreografías imposibles) es de elevada frustración. A menudo, contemplo esas clases colectivas en las que las alumnas se desenvuelven de maravilla, suben, bajan, hacen giros hacia un lado y hacia otro, rodean el escalón y vuelven a empezar. Me fascina el hecho de que no tropiecen, ni se caigan, ni hagan intentos absurdos por mantener el equilibrio; sencillamente, parece que vuelan. 

Una vez me metí en una de esas clases sin valorar correctamente lo que estaba haciendo. Como era de esperar, no logré dar más de dos pasos seguidos sin tener que detenerme a pensar qué tenía que hacer a continuación. Si subía al step, tenía que calibrar bien mi siguiente paso para no marearme o acabar en el suelo. Un fracaso absoluto: la que es mala, lo es hasta el final, sin miramientos.  


Escapé de las risas ajenas con bastante soltura aquella vez que durante un recreo, se me ocurrió sentarme en un banco sin mirar si estaba sucio primero (qué sabias las madres, que nos aconsejan y no les hacemos ni caso). Al levantarme pasado un rato, descubrí un chicle pegado a mi pantalón, justo en medio de mi culo, que no se despegaba ni con agua caliente. Mi opción más sensata fue atarme la chaqueta a la cintura para cubrirlo y mantenerla así el resto del día, incluso dentro de clase. 

Otra de mis asignaturas pendientes son los juegos de mímica. Mis gestos son nefastos, no mantienen ningún orden, no están nada claros y conducen a pistas sin sentido alguno. Creo que esto se debe a mi nula capacidad interpretativa. Aún recuerdo el rostro de mi profesora de francés cuando me pidió en el colegio que pusiera cara de enfado en una de sus lecciones sobre gesticulación. No sé qué demonios expresé con mi cara, pero enfado seguro que no, a juzgar por su mirada de extrañeza e incomprensión. Desde luego, no podría ganarme la vida como actriz. 

Curioso, como mínimo, es mi miedo a hablar en público. Es un temor raro, puesto que dura solo una media hora antes de salir a escena y unos pocos minutos después de comenzar el discurso. Mientras las palabras fluyen y sujeto el folio con manos temblorosas (como si estuviera tocando una pandereta), me agarro emocionalmente a las miradas de mis oyentes, que se estarán fijando más en el grosor de mis piernas que en el contenido de mi conferencia. No obstante, su atención me tranquiliza y me permite llevar la charla a buen puerto. Es una de las actividades con las que más me motivo, ya que paso de la inseguridad más espantosa al orgullo más completo. 


Merece cierta mención mi respeto hacia el agua. Puedo llenarme la bañera sin problemas porque se trata de un espacio que controlo. No obstante, ir a la piscina o a la playa es otro cantar. De pequeña, me pasaba horas dentro sin querer salir, hasta que me convertía en un garbanzo. Desde hace dos años hasta ahora, la cosa ha cambiado. Los típicos juegos acuáticos me provocan desconfianza, no me gustan nada las aguadillas y buceo de pena. Soy de esas personas que tienen que taparse la nariz para sumergirse, un acto gracioso e incluso vergonzoso visto desde fuera. Las otitis que padecí una y otra vez me han convertido en enemiga de las tonterías varias que acontecen en el agua cuando se está acompañada. Por ello, suelo huir de la gente en esas situaciones. 

Algunos temores del pasado, como entablar conversaciones con personas que acabo de conocer, se han esfumado por completo. Es una respuesta lógica a la evolución de cualquier persona como individuo social. He pasado de ser una niña tímida que se mantenía apartada de lo desconocido, a una mujer impulsada por la curiosidad, a la que le atrae la novedad, lo que escapa a su conocimiento, y que hace lo posible por adentrarse en aquello que todavía no está a su alcance. 


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