viernes, 28 de septiembre de 2012

Confluencia lacónica

En la brevedad de unas semanas gloriosas, el ser humano entiende lo que es sentir ilusión en lo más profundo de su organismo, confuso y exasperado por una rutina desagradecida. Percibir nuevas sensaciones sólo está al alcance de aquellos que arriesgan; los cobardes no tienen hueco para la felicidad, salvo en la inercia de sus sueños. 

Pasan trenes realmente importantes una sola vez cada año, o ni siquiera eso. Las estaciones donde se detienen están llenas de pasajeros potenciales, ansiosos por subir, en busca de un recorrido inexacto, difuso, con una meta poco clara o que no ofrece garantías. La mayoría se sube a los vagones sin pensar, sin echar la vista atrás, sin plantearse qué podría suceder. Simplemente, se concentran en dirigir sus miradas hacia el frente, en esperanzarse con un nuevo horizonte. 

Cuando uno llega a la conclusión de que su existencia está incompleta, tiende a rastrear fuera lo que no encuentra dentro. Amistades que se perdieron por el camino por la ausencia de un contacto basado en la continuidad y que comienzan a habitar nuestra mente, ocupada además por los pensamientos de algo que podría ser y por lo que merece la pena luchar. Quizá. 


Un cerebro cubierto de luces y sombras se alimenta de irónicos detalles, que surgen justo cuando uno más los necesita. Nadie precisa reclamar las atenciones correctas, si se rodea de personas situadas a la altura de las circunstancias, que acuden sin ser llamadas. A veces, uno huele sus propios desconsuelos en las desgracias del otro, momento crucial en el que la empatía adquiere por si misma un pleno significado vital. 

Comprender que uno es más importante para el resto de lo que jamás habría creído es una prueba superada en el trayecto hacia la dicha. Resulta mucho más satisfactorio creerse menos y ser engrandecido por los demás, que situarse en la cima porque sí. Sucumbir al encanto de los halagos es muy sencillo, si uno no sabe cómo administrar la oleada de datos que le alcanzan sin filtro alguno. La línea que separa la humildad de la arrogancia es demasiado fina. 

Es sorprendente lo que la edad determina en la personalidad de alguien. Al tomar conciencia de la proximidad de los treinta, cabe la posibilidad de plantearse un futuro a largo plazo, deseos escondidos en la profundidad de un ser en apariencia apático, que se dejaba arrastrar por la situación y las personas que tenía al lado. Nunca importan los anhelos vitales hasta que se presentan y nos hacen chocar de bruces contra el muro de las aspiraciones. Querer más y pretender sentir de otra manera nos conduce al abismo de la infelicidad, siempre que el objetivo sea cumplir lo que soñamos.  

Estancarse y conformarse con ello implica tener pánico a ser feliz, a descubrir qué pasará si rompemos con lo que se espera de nosotros, con lo establecido a simple vista. Mis impulsos, a veces, me guían hacia la senda de lo prohibido, hacia un desvelo que podría hacerse eterno, a traspasar el dolor orgánico y convertirlo en curiosidad, a dejar de echar de menos lo que me gustaría casi aborrecer. Es la magia de lo que uno no tiene. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario