sábado, 8 de septiembre de 2012

Ostentosa indiferencia

Al cumplir la mayoría de edad, Pedro había heredado la fortuna de su padre, un empresario inmobiliario que había fallecido dos años antes de un infarto fulminante. Aquel anciano adinerado, además de diez millones de euros repartidos en distintos bancos, tenía varias casas por las costas españolas, un pequeño barco con el que navegar por las aguas del mar Mediterráneo y, sobre todo, coches. Automóviles de todo tipo con los que le encantaba mostrar su nivel económico y su posición en la sociedad, actitud que, como era de esperar, había transmitido a su único hijo. 

A pesar de encontrarse solo en la vida, sin apenas familiares cercanos a los que recurrir, Pedro no podía ser más feliz. Adoraba lo material, le habían educado para que así fuera, y el fallecimiento de su padre, en aquel momento, era un mal menor. Su madre se fue cuando él era un niño de sólo siete años, porque no soportó aquel manto superficial que les rodeaba. Quiso llevarse a su hijo con ella, pero su marido, siempre tan autoritario e irascible, se lo impidió, por lo que tuvo que renunciar para siempre a lo que más quería. Pedro la odiaba desde entonces, pues tampoco comprendió en absoluto su huida. 

Habían pasado ya nueve años desde que se hizo con todo el patrimonio paterno. En todo ese tiempo, se le habían acercado montones de chicas con el único interés de hacerse con alguna parte de su dinero, por pequeña que fuese. Al principio, le divertía que esas jóvenes estúpidas fueran detrás de él, casi besando el suelo por donde él pisaba; luego, empezó a cansarse de ellas. Al poco de cumplir veintiún años, conoció a Susana y creyó haberse enamorado de ella, y lo cierto es que la farsa le había durado demasiado. Durante los tres primeros años, él le había sido fiel, porque le despertaba mucha curiosidad descubrir qué se sentía al permanecer al lado de una única mujer, dedicarse a ella completamente y, por supuesto, recibir todas sus atenciones. Ella no tenía nada que ver con las demás: el dinero parecía no importarle en absoluto y Pedro no dejaba de maravillarse ante esa increíble certeza. De hecho, Susana muchas veces le aconsejaba que intentase ser más austero, pues daba una imagen estirada que no solía ser del agrado de las personas que le iban conociendo. 

Susana se había dejado engañar por completo. Es como si hubiera decidido, por sí misma, cubrirse los ojos con una venda y ponerse tapones en los oídos para negarse la posibilidad de desvelar la verdad. Años tirados a la basura con aquel individuo distante, frío y que sólo se preocupaba de sus bienes materiales. Y que encima, le había sido infiel con, al menos, cinco chicas; de las que ella había tenido conocimiento, aunque seguro que había más. No obstante, estaba tranquila y haber descubierto los cuernos le había supuesto un verdadero alivio. Hacía meses que se había enamorado de otro hombre y no encontraba una solución adecuada en sus circunstancias. Pedro le había dado la oportunidad de buscar una felicidad real, no bañada en las asquerosas apariencias. 


Pedro no entendió la reacción de Susana. Realmente, su cerebro era incapaz de procesar un enfado de tal magnitud ante un comportamiento masculino que se remontaba a siglos atrás. Casi todos los hombres tenían amantes con las que saciaban las necesidades más primarias de su cuerpo. Y Susana tenía todo lo demás: la había dejado entrar en su vida, le compraba detalles caros, la llevaba a las mejores fiestas y la despertaba todas las mañanas con una cálida sonrisa. Ninguna de sus queridas podría aspirar, ni en sus mejores sueños, a que él la recibiera cada amanecer con el desayuno en la cama. Susana siempre lo había tenido todo a su lado, y así se lo agradecía. 

Ella se sentía casi sucia por haber permanecido tanto tiempo al lado de ese miserable, que no sabía lo que era amar a alguien. Había aguantado a su lado por costumbre, más que por una sensación auténtica de sentirse protegida y querida. Y cuando se encontraba en ese estado de confusión e incertidumbre, había entrado aquel hombre en su existencia, de forma totalmente espontánea y fortuita, sin aspiraciones de ningún tipo, sin deseos iniciales; sólo por motivos de trabajo. Óscar le había ofrecido una visión diferente del mundo, palabras de aliento en instantes de desdicha, la alternativa de compartir verdaderas aficiones, de las que se había apartado voluntariamente para acudir a carreras de coches lujosos con gente insoportable. 

Lo más curioso de todo es que jamás había coincidido con ese hombre. No le conocía. Sus palabras escritas eran las únicas que acogían esa extraña sensación de admiración y paz. No sabía cómo hablaba, si pronunciaba bien o mal las erres, si su tono era grave o más bien, tirando a agudo. Los gestos que pudiera hacer mientras conversaba eran una incógnita y desconocía por completo si era de los que miraba fijamente a los ojos al dirigirse a una persona o si desviaba la mirada en breves intervalos de timidez. Aspectos y matices del diálogo que también eran muy importantes, aunque, por el momento, Susana sólo se había detenido en el contenido, en lo que él le proporcionaba por escrito. Y con eso le bastaba para haberse enamorado, al menos, de su forma de ser. 

A Pedro no le importó lo más mínimo que ella decidiera dejarle, después de descubrir que se había acostado con una joven de diecisiete años en la cama que ambos compartían. No había nada más desagradable para una mujer que percatarse de algo así, y por ello, no se lo pensó dos veces a la hora de llevarse todas sus pertenencias de esa enorme casa, para siempre. Él ni siquiera la miró a la cara ni se despidió, prueba evidente de que nunca la había tenido en consideración. Sin embargo, a Susana aquello no le había preocupado: sabía que, tarde o temprano, ese individuo recibiría lo que estaba cosechando. Y quizá, no fuera tan tarde como él pudiera creer. 

Ya era hora de que se centrara en sí misma, buscara un apartamento acogedor y dejase que transcurriesen unos meses de calma en los que pudiera pensar. Le daba miedo conocer a Óscar en persona y, por tenerle tan idealizado, tropezar de bruces contra una realidad indeseada. No obstante, era consciente de su cercanía emocional, a pesar de encontrarse en la distancia, y sabía que en unos meses, le vería por primera vez, ya que sus compromisos profesionales como publicitaria le impedían demorar más el encuentro. La emoción y el temor la atenazaban a partes iguales. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario