martes, 18 de septiembre de 2012

No más excesos

Cuando uno sale de fiesta con su grupo de amigos, tiene dos alternativas. Por una parte, podría no beber ni una gota de alcohol y mantenerse en pie durante toda la noche a base de bebidas energéticas, lo que puede conducir a un insomnio aplastante en el momento en que trate de dormir. Esta opción, además, supone sentirse, en cierto modo, desplazado, ya que nunca llegas a entender las bromas al mismo nivel que lo harían tus acompañantes, borrachos como cubas. 

Por otra parte, si decides consumir alcohol, te arriesgas a tener una resaca descomunal al día siguiente. La versión más suave de esta alternativa es ingerir vino, que es el tipo de estimulante alcohólico más ligero del mercado (o al menos, eso piensas en el instante preciso en que te dispones a beber, ya que al día siguiente, la historia se ve de distinta manera). Esto fue lo que decidí este sábado pasado: tomar sangría, que se supone que no es fuerte y además, tiene buen sabor. Pagué mi ingenuidad con creces. 

Creo recordar que algún amigo me apuntó una vez que el vino provoca las peores resacas conocidas. En este momento, después de haber pasado dos días absolutamente desastrosos, le doy la razón sin lugar a dudas. Lo curioso es que durante aquella noche festiva, no dejé de sonreír y pasármelo genial; mi cuerpo parecía hecho a prueba de bombas, no estaba cansada y, de hecho, me hubiera atrevido a irme a desayunar porras con chocolate a las siete de la mañana. Menos mal que no fui, ya que, en caso de haberlo hecho, mis ganas de vomitar se habrían multiplicado por cuatro. 

El mismo sábado por la tarde, antes del gran acontecimiento, alguien me dijo que la edad empezaba a pasarle factura y que cada vez que trasnochaba, necesitaba tres días posteriores para recuperarse. En ese momento, me reí de su exageración, sin saber que casi me pasaría eso a mí, con la variante de que no han sido tres, sino dos días infernales. 


Dormir cinco horas nunca puede ser suficiente, excepto para las personas que vienen de otro mundo. Los insomnes están hechos de otra pasta, asumen el estado de letargo que viene después de levantarse de la cama tras escasas horas de sueño. No perciben el cansancio acumulado, lo integran de forma inconsciente en su manera de comportarse y discurren por la vida con el impulso de una corriente fluvial. En cambio, a mi se me van las fuerzas con cada paso, se me cierran los ojos (aunque nunca llego a dormirme; es una tortura sin sentido alguno) y no puedo concentrarme en nada que requiera algo de interés. Soy un deshecho humano temporal, en definitiva. 

Eso por no hablar de las ganas de vomitar constantes, del mal cuerpo generalizado y de la inoportuna costumbre materna de ponerse a gritar junto a mi oído, cuando lo que menos necesita mi cabeza es escuchar alaridos. Parece que mis padres huelen mi mal estado físico y mental y entonces, aprovechan para discutir entre ellos a grito pelado porque las patatas fritas tienen demasiada sal. Ver para creer. 

Lo peor es cuando me empiezan a doler partes del cuerpo que, normalmente, no percibo. Por ejemplo, la parte superior del abdomen (¿qué demonios...?), con una molestia aguda, muy localizada y desagradable. O la parte posterior de los hombros, hecho que no se entiende, puesto que no he tenido mala postura ni nada que se le parezca o, al menos, eso creo. No obstante, el organismo no sabe de razones, actúa por sí mismo, por mecanismos internos que nos permiten sentirnos pletóricos o estar echos polvo. Y considero que, a mis veintiséis años, ha llegado el momento de cuidarme más. 

Si lo pienso desde el punto de vista médico, es bastante brutal someter al hígado a tanto trabajo en una sola noche. Más de un litro de sangría puede saturar cualquier órgano corporal, en especial si no se suele beber a menudo, y peor aún, en el caso de que se trate de otro tipo de alcohol más fuerte, como puede ser el vodka o el ron. Esta clase de locuras transitorias son las que ponen a prueba al cuerpo humano y determinan si saldrá airoso o no la próxima vez. Creo que en estos días he descubierto dónde está mi límite y no pretendo traspasarlo. Como experimento personal aislado ha estado bien; como costumbre, mejor se la dejo a otros. 

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