miércoles, 12 de septiembre de 2012

Un trago de desesperación

La muerte de un bebé de diez meses siempre es una tragedia en sí misma, una bofetada en el corazón, un violento empujón al alma humana, un fracaso médico. Si, además, la criatura fallecida era la hija de mi mejor amigo y murió por una negligencia médica que no pude evitar, la situación se convierte en algo terriblemente doloroso. No me perdonaré jamás lo que hizo mi auxiliar de enfermería en mi ausencia, en aquellos cinco minutos en los que no pude supervisar su tarea al encontrarme de visita con otro paciente. 

Soy jefe de la planta de pediatría de un hospital a las afueras de la ciudad. Joven, pero con una  breve e intensa carrera de éxitos médicos, esto ha enturbiado mi imagen para siempre. No se trata de que mi gremio me haya echado la culpa a mí, pues yo no la tuve directamente; es que mi mala conciencia me consume por dentro y se alimenta de mis entrañas. Esa niña estaba, de manera implícita, a mi cargo, por ser quien era, por la confianza que sus padres habían depositado en mí después de dos décadas de amistad, porque yo quería ocuparme personalmente de ella. 

Mi auxiliar llevaba sólo unos meses de prácticas en el centro. Me habían hablado maravillas de ella: una joven de modales exquisitos, que adoraba su futura profesión, el contacto directo con la gente, el diálogo transparente y franco. Cualquier duda que tenía, me la consultaba de inmediato, porque sabía que, para nosotros, muchas veces el tiempo es oro. Por eso no entendí que aquel día, ante sus lógicos titubeos (era la primera vez que administraba medicamentos de ese tipo), no se detuviera un instante para buscarme y preguntarme. Y falló en la dosis. 

Para una criatura tan pequeña, que estaba aún por formar y que tenía leves problemas cardíacos, una ridícula cantidad de más en su tratamiento podía ser mortal. Como así fue. El bebé se fue quedando sin oxígeno, su corazón poco a poco dejó de bombear sangre y finalmente, su vida se apagó como la luz de una bombilla fundida. La descubrimos en su agonía cuando ya era demasiado tarde para intentar hacer algo por ella. Las lágrimas brotaron como una cascada de mis ojos, mientras me llevaba las manos a la cabeza y me preguntaba, en mi fuero interno, cómo había podido suceder aquello. 


Lo peor de todo fue comunicárselo a sus padres, a mis amigos, casi mis hermanos, casi las únicas personas en las que me había apoyado a lo largo de mi presencia en este mundo. Confieso que esperé un puñetazo por parte de él, algún empujón, una bofetada. En definitiva, alguna prueba física de su ira, de que me odiaban profundamente. Sin embargo, ambos se encontraban en estado de shock y me dirigían miradas perdidas que no enfocaban en ningún punto concreto de aquella habitación. Mi amigo agarró la mano de su esposa con fuerza en un rápido y cuidadoso gesto que congeló mi alma todavía más. No sabía qué más podía decirles, tenía la garganta seca y mis piernas temblaban ligeramente. Nunca antes me había enfrentado a una información tan difícil de transmitir, sobre todo, al recordar la cantidad de ocasiones en las que yo había jugado y reído con esa niña. 

Me desperté de un salto y descubrí que me encontraba en el mullido asiento de mi despacho. Me dolía el cuello, quizá por la complicada posición en la que me había quedado dormido. Miré a mi alrededor, confuso, ya que me había parecido escuchar la voz de alguien, aquella que me había devuelto a la realidad. De nuevo, volví a escucharla: "¡Doctor! ¿Puedo entrar? Es urgente". Mi auxiliar aporreaba la puerta con insistencia y enseguida la invité a pasar, deseoso de saber qué estaba pasando. Entonces, las palabras nacieron de su boca a toda prisa, unas detrás detrás de otras, incluso casi por encima; sólo pude entender que habían logrado salvar a la niña, que estaba estable y que no le quedarían secuelas de ningún tipo. Sacudí la cabeza, emocionado, sin comprender nada, hasta que varios segundos después, fui consciente de que acababa de tener la pesadilla de que la habíamos perdido para siempre. Mi suspiro de alivio hizo sonreír a la muchacha, cuyo error, para su tranquilidad, no había traído consecuencias. 


Me pasé dos horas sentado al lado de la pequeña, que estaba despierta y movía sus bracitos sin parar, al tiempo que contemplaba el techo pintado con miles de dibujos de animales y figuras de colores. En cuanto aparecieron sus angustiados progenitores y la vieron tan activa, se abalanzaron sobre ella y la tomaron en brazos. Me ahorré contarles los detalles escabrosos y sólo les informé de que se había quedado sin oxígeno durante unos pocos minutos. Por suerte, se había estabilizado y su vida ya no corría ningún peligro. Más que por mí, lo hice por mi auxiliar, porque sabía que su equivocación la atormentaría para siempre y no deseaba aumentar su sufrimiento.  

Me levanté de mi silla y me dirigí a mis amigos, que sonreían continuamente. Abracé a mi compañero de miedos e inquietudes y me puse a llorar como un niño. Él no comprendió mi reacción y su mujer me dedicó una mirada interrogativa. Ninguno de los dos sabía que años atrás yo había sido padre de una niña, fruto de una noche loca con una mujer que mantuvo el contacto conmigo durante todo el embarazo. Mi hija se murió a los pocos días de nacer, por una negligencia médica irreparable. 


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